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Tanis respiró con dificultad y abrió los ojos. La oscuridad había desaparecido, las estrellas titilaban y las lunas resplandecían en el cielo. Durante unos instantes, el semielfo no hizo más que respirar, intentando sosegar su agitado cuerpo; luego se puso en pie y corrió hacia una oscura forma que estaba tendida sobre el patio de piedra.

Fue el primero en llegar junto al bárbaro. Tras echarle una mirada, espeluznado, se volvió de espaldas. Lo que quedaba de Riverwind no se parecía en nada a una forma humana. Sus carnes estaban calcinadas y en los lugares donde la piel y el músculo se habían desprendido de sus brazos, podía verse claramente el blanco del hueso. Sus ojos se deshacían, gelatinosos, por unas mejillas descarnadas y cadavéricas. Su boca permanecía abierta en un grito silencioso. Su caja torácica estaba hendida, y adheridos a los huesos había pedazos de carne y ropas calcinadas. Pero lo más terrible era que la carne de su torso estaba chamuscada, dejando los órganos expuestos y latiendo roja bajo la deslumbrante Lunitari.

Vomitando, Tanis se desplomó. El semielfo había visto morir muchos hombres bajo su espada, los había visto destrozados por los trolls. Pero esto... esto era terrible. Tanis sabía que el recuerdo de esta imagen no lo abandonaría jamás. Sintió que una mano le tocaba el hombro con firmeza, ofreciéndole un consuelo silencioso. Volvió a respirar, incorporándose y pasándose la mano por la boca para obligarse a sí mismo a tragar, conteniendo aquellas angustiosas náuseas.

—¿Estás bien? —le preguntó Caramon preocupado.

Tanis asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra. Luego, oyó la voz de Sturm y se volvió hacia él.

—¡Que los verdaderos dioses se apiaden de él! ¡Tanis, aún está vivo! He visto como sus manos se movían—dijo Sturm con voz ahogada. No pudo decir una palabra más.

Tanis, temblando, se puso en pie y se dirigió hacia el cuerpo. Una de las chamuscadas manos se alzaba manoteando angustiosamente en el aire.

—¡Qué alguien le ponga fin! —gritó Tanis con una voz ronca y llena de ira—. ¡Ponedle fin! ¡Sturm...!

El caballero ya había desenvainado la espada y, besando la empuñadura, levantó la hoja hacia el cielo, plantándose ante el cuerpo de Riverwind. Cerrando los ojos, se retiró mentalmente a un mundo antiguo donde la muerte en el campo de batalla se consideraba gloriosa y honorable. Lenta y solemnemente, comenzó a recitar un antiguo cántico Solámnico a la muerte. Mientras pronunciaba las palabras que se harían cargo del alma del guerrero y lo transportaría a reinos de paz, sostuvo, con aplomo, la espada en vilo sobre el pecho de Riverwind.

Devolved a este hombre a los brazos de Huma más allá de los salvajes e imparciales cielos. Otorgadle el descanso del guerrero y haced que la última chispa de sus ojos se libere de las incandescentes nubes de la guerra, y vuele hacia las titilantes estrellas.
Dejad que el último soplo de respiración se refugie en el aire ondeante más allá de los sueños de los cuervos, donde sólo el halcón recuerda la muerte. Dejad, pues, que su sombra se eleve hasta Huma, más allá de los salvajes e imparciales cielos.

La voz del caballero fue apagándose. Tanis sintió que la paz de los dioses caía sobre él como agua fresca y purificante, menguando su dolor y sofocando el horror. Caramon, en pie junto a él, sollozaba silenciosamente. Mientras contemplaban la escena, la luz de Lunitari se reflejó sobre la hoja de la espada.

En aquel momento se escuchó con claridad una voz:

—¡Deteneos! ¡Traédmelo aquí!

Tanto Tanis como Caramon se apresuraron a ponerse delante del torturado cuerpo del bárbaro, convencidos de que Goldmoon no debía ver aquella terrible imagen. Sturm, sumido en la duda, regresó repentinamente a la realidad y contuvo su golpe mortal. Goldmoon estaba en pie, su silueta alta y esbelta se recortaba contra las doradas puertas del templo iluminadas por las lunas. Tanis comenzó a hablar pero, de pronto, sintió que la gélida mano del mago le tocaba el hombro. Temblando, se apartó del contacto de Raistlin.

—Haced lo que os ordena —siseó el mago—. Llevadle ante ella.

El rostro de Tanis se contrajo de rabia al ver la cara inexpresiva de Raistlin, su despreocupada mirada.

—Llevadlo ante ella —repitió el mago fríamente—. No es asunto nuestro el decidir sobre la muerte de este hombre. Son los dioses los que han de hacerlo.

16

Una decisión amarga. El don supremo.

Tanis miró fijamente a Raistlin. Al mago no se le movía ni una sola pestaña, nada dejaba entrever sus sentimientos, si es que los tenía. Sus miradas se encontraron y, como siempre, Tanis sintió que el mago veía más allá de lo que a él mismo le era posible. En momentos como éste, Tanis odiaba a Raistlin; le odiaba con una intensidad que le sorprendía, le odiaba y le envidiaba al mismo tiempo, por ser capaz de no sentir tristeza.

—¡Tenemos que hacer algo! —dijo Sturm con brusquedad—. ¡Riverwind no ha muerto y el dragón puede volver en cualquier momento!

—Muy bien —dijo Tanis hablando con dificultad—. Envolvedlo en una manta... pero dejadme unos instantes a solas con Goldmoon.

El semielfo cruzó el patio con lentitud. Cuando subió los escalones de mármol que conducían al porche de puertas doradas donde se hallaba Goldmoon, sus pisadas resonaron en la quietud de la noche. Echando una mirada hacia atrás, vio cómo sus amigos desempaquetaban mantas y las extendían sobre ramas para improvisar una camilla de campaña. El cuerpo de Riverwind era tan sólo una masa oscura y deforme.

—Traédmelo aquí, —repitió Goldmoon cuando el semielfo llegó junto a ella. Tanis le tomó la mano.

—Goldmoon, Riverwind está muy mal herido. Se está muriendo y no hay nada que tú puedas hacer, ni siquiera con la Vara...

—¡Silencio!

El semielfo calló, viéndola claramente por vez primera. Sorprendido, comprendió que la mujer bárbara estaba tranquila, sosegada, iluminada. Bajo la luz de las lunas, su rostro parecía el de un marinero que, en su pequeño bote, ha luchado contra mares tormentosos, consiguiendo al final conducirlo a aguas tranquilas.

—Entra en el templo, amigo mío —dijo Goldmoon mirando intensamente a Tanis con sus bellos ojos—. Tráeme a Riverwind y entra en el templo.

Goldmoon no había oído al dragón ni había visto cómo atacaba a Riverwind. Cuando llegaron al asolado patio de Xak Tsaroth, había sentido una fuerza extraña y poderosa que la conducía hacia el templo. Caminó entre los cascajos y subió los escalones, abstraída de todo lo que no fuesen aquellas doradas puertas que centelleaban bajo la luz roja y plateada de Lunitari y Solinari. Al llegar ante ellas se detuvo durante unos instantes, al escuchar la conmoción que se producía. Oyó a Riverwind pronunciando su nombre.

—Goldmoon... —Tuvo un momento de duda, pues no le quería abandonar (ni a él ni a los demás), intuyendo que un ser demoníaco estaba emergiendo del pozo.

—Entra, pequeña —le había dicho una voz cálida. Goldmoon alzó la cabeza y contempló las puertas. Sus ojos se llenaron de lágrimas; aquella voz era la de su madre, Tearsong, sacerdotisa de Que-shu, quien había muerto años atrás cuando ella era todavía una niña.

—¿Tearsong? —balbuceó Goldmoon—. Madre...

—Para ti los últimos años han sido tristes y difíciles, hija mía —más que oírla, sentía la voz de su madre en el corazón—, y temo que tu carga no se alivie pronto. Si continúas adelante, dejarás esta oscuridad tan sólo para penetrar en una oscuridad aún mayor. La verdad iluminará tu camino, a pesar de que su luz brille muy débilmente en la larga y terrible noche que te aguarda. No obstante, sin la verdad, todo estaría perdido, todo perecería. Entra en el templo conmigo, hija mía, y encontrarás lo que buscas.