—¡Carne de perro! —rugió el goblin dejando a Flint y volviéndose rabioso—. ¿Y qué tal un poco de carne de kender, pequeño asqueroso?
El goblin se lanzó contra el kender, intentando agarrarlo por el cuello con sus garras de color morado. Tas, aparentemente desarmado y sin perder en ningún momento su expresión inocente e infantil, rebuscó en su chaleco de piel, sacó una daga y se la lanzó, todo ello en décimas de segundo. El goblin se llevó las manos al pecho y lanzando un rugido se desplomó. Se oyó un ruido de pasos nerviosos; era la huida del último goblin que quedaba. La pelea había terminado.
Tanis enfundó su espada, haciendo una mueca de asco ante la peste que despedían aquellos cuerpos; el olor le recordaba al del pescado podrido. Flint limpió las huellas de sangre negra de los goblins de la cuchilla de su hacha. Tas observó orgulloso el cuerpo del goblin que había matado. Había caído cara al suelo, por lo que la daga quedaba oculta por el cuerpo.
—Ahora se la saco —se ofreció Tanis disponiéndose a darle la vuelta al cadáver.
—No —Tas hizo una mueca—. No la quiero. Ese olor no desaparece nunca, ¿sabes?
Tanis asintió. Flint enfundó de nuevo su hacha y los tres se pusieron en camino hacia la ciudad.
Las luces de Solace se hacían más brillantes a medida que la noche avanzaba. El olor a madera quemada que flotaba en el aire fresco de la noche hacía pensar en comida, calor y seguridad. Los compañeros apresuraron el paso. Durante un rato ninguno habló, pues los tres escuchaban en su mente el eco de las palabras de Flint: « ¡Goblins! ¡En Solace!».
No obstante, al final, el incorregible kender rió entre dientes.
—Además, ¡Esa daga era de Flint
2
Retorno a la posada. El juramento roto
En esa época, en Solace, a última hora de la tarde casi todo el mundo se las arreglaba para dejarse caer por la posada. La gente se sentía más segura en grandes grupos.
Solace era un lugar de paso para los viajeros que llegaban a ella procedentes de Haven, capital de los Buscadores. Llegaban del sur de Qualinesti, reino de los elfos. En ocasiones llegaban del este, a través de las áridas Llanuras de Abanasinia. Todos consideraban el Último Hogar como un refugio, un lugar donde podían obtener información, y allí se dirigieron los tres amigos.
Aquel tronco inmenso y retorcido era el más alto de todos los vallenwoods del valle. Las cristaleras de colores de las ventanas de la posada resplandecían, contrastando con los ensombrecidos árboles del bosque. De las ramas colgaban farolillos que alumbraban la escalera que rodeaba al árbol. Aunque la noche de otoño era fría, los viajeros sabían que el calor del fuego y la compañía ayudarían a olvidar las penas del viaje.
Esa noche la posada estaba tan llena que los tres amigos tuvieron que apartarse de las escaleras en diversas ocasiones para dejar entrar a hombres y mujeres. Tanis notó que la gente los miraba con desconfianza en vez de mirarlos acogedoramente, como hubiese ocurrido cinco años atrás. El semielfo frunció el ceño. Este no era el regreso al hogar con el que había soñado. En los cincuenta años que había vivido en Solace, nunca había notado tanta tensión. Los rumores que había oído sobre la malévola corrupción de los Buscadores debían ser ciertos.
Cinco años atrás, unos hombres que se autodenominaban «buscadores» habían formado una organización de clérigos que profesaban una nueva religión en las ciudades de Haven, Solace y Gateway. Tanis consideraba que, aunque iban muy desencaminados, por lo menos eran honestos y sinceros. Durante los años siguientes, aquellos clérigos fueron ganando adeptos a medida que su religión se fue extendiendo. Pronto dejaron de preocuparse del alma y de la salvación y empezaron a preocuparse del poder. Con el consentimiento de los habitantes, comenzaron a gobernar las ciudades.
Alguien tiró del brazo de Tanis e interrumpió sus pensamientos. Se volvió y vio que Flint, en silencio, señalaba hacia abajo donde unos guardias formados en grupos de cuatro y armados hasta los dientes, caminaban pomposamente y dándose aires de importancia.
—Por lo menos son humanos y no goblins —dijo Tasslehoff.
—Uno de los goblins hizo un comentario despreciativo cuando le mencioné al Sumo Teócrata —reflexionó Tanis en voz alta—. Como si trabajasen para otra persona. Me gustaría saber qué es lo que está sucediendo.
—Quizás lo sepan nuestros amigos —dijo Flint.
—Si es que vienen —añadió Tasslehoff—. En cinco años pueden haber sucedido muchas cosas.
—Si están vivos, vendrán —añadió Flint en voz baja—. Hicimos un juramento sagrado: encontrarnos de nuevo después de cinco años e informar de lo que hubiésemos averiguado sobre la maldad que se está extendiendo por el mundo. ¡Y pensar que hemos regresado para encontrarla en nuestra propia casa!
—¡Silencio! ¡Shhhh!
Varias de las personas que pasaban se mostraron tan alarmadas ante las palabras del enano que Tanis sacudió la cabeza.
—Mejor que no hablemos de esto aquí —le advirtió el semielfo.
Cuando llegaron arriba, Tasslehoff abrió la puerta. Les llegó una ola de luz, ruido, calor, y el familiar olor de las patatas picantes que preparaba Otik. El olor los envolvió. Otik estaba detrás de la barra, tal como ellos le recordaban, y a pesar de estar más robusto, no había cambiado. La posada tampoco había cambiado, pero parecía más confortable.
Tasslehoff, con su rápida mirada de kender, examinó a la gente allí reunida y, soltando un chillido, señaló al fondo de la sala hacia alguien conocido, el fuego de la chimenea se reflejaba en un reluciente casco acabado en un dragón alado.
—¿Quién es? —preguntó Flint poniéndose de puntillas para poder ver algo.
—Caramon.
—Entonces Raistlin estará aquí también —dijo Flint sin mucho entusiasmo.
Tasslehoff comenzó a deslizarse entre los ruidosos grupos de personas que apenas se daban cuenta de su presencia debido a su pequeña estatura. Tanis esperaba que el kender no estuviese «obteniendo» objetos de algunos de los clientes de la posada. No es que robara cosas —Tasslehoff se hubiese sentido profundamente dolido si alguien le hubiera acusado de robo—, pero el kender poseía una curiosidad insaciable, y varios objetos interesantes pertenecientes a otras personas habían acabado en sus manos. Lo último que Tanis quería esa noche eran problemas. Decidió que más tarde mantendría una conversación a solas con el kender.
Al semielfo y al enano les fue más difícil que a su pequeño amigo pasar entre tanta gente. Casi todas las sillas estaban ocupadas y todas las mesas estaban llenas. Los que no habían encontrado sitio para sentarse se hallaban de pie, hablando en voz baja. La gente miraba a Tanis y a Flint con desconfianza y con curiosidad. Aunque había varios antiguos clientes de la herrería de Flint, ninguno de ellos lo saludó. La gente de Solace tenía sus problemas y era obvio que ahora consideraban extranjeros a Tanis y a Flint.
Se oyó un gruñido en el otro extremo de la habitación, cerca de la mesa sobre la que estaba el casco en forma de dragón. La expresión dura de Tanis se convirtió en una amplia sonrisa cuando vio al gigantesco Caramon izando al pequeño kender y estrechándolo en un fuerte abrazo.
Flint, que por su estatura se hallaba sumergido en un mar de hebillas de cinturones, al oír la atronadora voz de Caramon respondiendo al agudo saludo de Tasslehoff, tuvo que imaginarse la escena.
—Caramon haría bien en vigilar su dinero —gruñó el enano—. O en contar sus dientes.
El enano y el semielfo consiguieron al fin atravesar el enjambre de personas concentradas junto a la barra. La mesa de Caramon se hallaba apoyada contra el tronco del árbol, colocada de forma extraña. Tanis se preguntó por qué la habría cambiado Otik cuando todo lo demás seguía exactamente igual que antes. Pero ese pensamiento voló de su mente ya que ahora le tocaba a él recibir el afectuoso saludo de Caramon, por lo que se sacó el arco y la aljaba que llevaba a la espalda antes de que el guerrero lo abrazase y se los hiciese trizas.