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—Siéntate muchacho —le dijo Flint con voz amable, como si también él recordase sus orígenes —. Si con tu cabeza de elfo no puedes comprenderlo, escucha, por una vez en tu vida, a tu corazón de hombre.

Tanis cerró los ojos, por sus mejillas corrían lágrimas. Entonces oyó un grito dentro del templo... Riverwind. Tanis apartó al enano de un empujón, abrió la inmensa puerta doble y olvidando su dolor, caminó rápidamente hacia el segundo par de puertas. Tras abrirlas, entró en la Cámara de Mishakal, sintiendo una vez más que le invadía una sensación de paz y tranquilidad, aunque ahora, esos sentimientos se mezclaban con la rabia que le producía lo ocurrido.

—¡No puedo creer en vosotros! —gritó Tanis —. ¿Qué clase de dioses sois que exigís un sacrificio humano? Sois los mismos dioses que provocaron el Cataclismo. Está bien, ¡ya habéis demostrado vuestro poder! ¡Ahora dejadnos solos! ¡No os necesitamos! —El semielfo sollozó. Entre lágrimas, podía ver a Riverwind, espada en mano, arrodillado frente a la estatua. Tanis corrió hacia él, dispuesto a impedir aquel acto autodestructivo, pero al dar la vuelta a la base sobre la que se erguía la figura, se detuvo atónito. Por unos segundos se negó a creer lo que veían sus ojos; tal vez el sufrimiento y la tristeza le estaban jugando una mala pasada. Intentando sosegar sus alterados sentidos, levantó la mirada hacia el bello y sereno rostro de la estatua, y tras contemplarla unos segundos, miró de nuevo hacia abajo.

Goldmoon estaba ahí, tendida, profundamente dormida, su pecho subía y bajaba al ritmo de su pausada respiración. Sus cabellos de oro y plata se habían soltado del lazo que los anudaba y ondeaban alrededor de su rostro, impulsados por una suave brisa que inundaba la habitación con una fragancia primaveral. La Vara formaba parte de la estatua de mármol una vez más, pero Goldmoon lucía alrededor del cuello el collar que antes llevara la diosa. Poco a poco Goldmoon fue despertando de su sueño, abrió sus bellos ojos y miró pausada y tranquilizadoramente al atribulado Tanis. Después, con una serena alegría se dirigió a los compañeros que habían ido llegando uno tras otro.

—Ahora soy una auténtica sacerdotisa —dijo en voz baja Goldmoon—, una discípula de Mishakal, y aunque todavía tengo mucho que aprender, poseo el poder de mi fe. Por encima de todo, tengo el poder de traer a esta tierra el don de la curación.

Alargando el brazo, Goldmoon tocó la frente de Tanis mientras elevaba una oración a Mishakal. El semielfo sintió que una corriente de paz y de fuerza le recorría todo el cuerpo, purificando su alma y curándolo de sus heridas.

—Ahora tendremos una sacerdotisa entre nosotros —dijo Flint—, y esto siempre puede sernos útil, aunque por lo que hemos oído, el tal Lord Verminaard también es un poderoso sumo sacerdote. Puede que hayamos encontrado a los antiguos dioses del bien, pero él encontró mucho antes a los antiguos dioses del mal. Además, no creo que estos Discos nos sean de mucha utilidad a la hora de enfrentamos contra hordas de dragones.

—Tienes razón —dijo Goldmoon—. Yo no soy un guerrero, y no poseo el poder de aunar a las gentes de nuestro mundo para luchar contra el mal y restaurar la paz. Mi misión es encontrar a la persona que posea la fuerza y la sabiduría que esta labor requiere, y entregarle los Discos de Mishakal.

Los compañeros se quedaron callados durante unos segundos y, entonces...

—Debemos irnos de aquí, Tanis —susurró Raistlin que se hallaba cerca de la doble puerta, mirando hacia el patio exterior—. Escuchad.

Todos oyeron el sonido hueco y penetrante producido por los cuernos de batalla.

—Los ejércitos —murmuró Tanis —. La guerra ha comenzado.

Los compañeros huyeron de Xak Tsaroth durante el crepúsculo, en dirección oeste, hacia las montañas. El viento, que comenzaba a ser tan frío y cortante como en invierno, arremolinaba las hojas muertas a su alrededor. Resolvieron dirigirse hacia Solace para abastecerse de provisiones y conseguir toda la información posible antes de decidir hacia dónde se encaminarían en busca de alguien que les guiara para restablecer la paz. Tanis preveía discusiones sobre este asunto, pues ya Sturm había sugerido dirigirse a Solamnia, Goldmoon había hablado de Haven mientras que el mismo Tanis pensaba que el lugar más seguro para los Discos de Mishakal era el reino de los elfos.

Siguieron avanzando hasta que se hizo de noche. No encontraron ningún draconiano en el camino y se imaginaron que los que habían conseguido escapar de Xak Tsaroth se habían dirigido hacia el norte para reunirse con los ejércitos del tal Lord Verminaard, el Señor del Dragón. En el cielo apareció Solinari y más tarde, Lunitari. Continuaron escalando la montaña, acompañados durante todo el trayecto por el agotador sonido de los cuernos. Acamparon en la cima y después de una lúgubre cena, en la que no se atrevieron siquiera a encender un fuego, establecieron los turnos de guardia y durmieron.

Raistlin se despertó una hora antes de que amaneciese envuelto en una atmósfera fría y gris. Había oído algo. ¿o habría soñado? No, ahí estaba de nuevo —era como si alguien estuviese llorando. Es Goldmoon, pensó el mago irritado, tendiéndose de nuevo. Fue entonces cuando vio a Bupu, envuelta en una manta, y quien, efectivamente, lloraba con desconsuelo.

Raistlin miró a su alrededor. Todos los demás dormían a excepción de Flint que estaba haciendo guardia al otro lado del campamento. Al parecer, el enano no había oído nada, pues se hallaba mirando en otra dirección. El mago se incorporó y se arrastró hasta donde estaba la enana, arrodillándose junto a ella y posó una mano sobre su hombro.

—¿Qué sucede, pequeña?

Bupu se volvió hacia él. Sus ojos estaban rojos, tenía la nariz hinchada y sus sucias mejillas estaban inundadas de lágrimas. Sorbió y se frotó la nariz con la mano.

—No querer dejarte. Querer ir contigo —dijo entrecortadamente—, pero... oh..., ¡echar de menos los míos! —Sollozando, hundió el rostro entre sus manos.

En el rostro de Raistlin se dibujó una expresión de infinita ternura, una expresión que nadie vería jamás. Acarició el áspero cabello de Bupu, comprendiendo lo que suponía sentirse débil y desdichado, un espectáculo ridículo que inspira compasión.

—Bupu —le dijo—, has sido una amiga buena y fiel, has salvado mi vida y la de mis amigos. Quiero que hagas una última cosa por mí, pequeña. Regresar. Antes de acabar mi largo viaje deberé atravesar sendas oscuras y peligrosas y no voy a pedirte que vengas conmigo.

Por unos segundos, a Bupu se le iluminó la cara, pero un momento después el rostro se le ensombreció.

—Pero si yo no contigo tú no feliz.

—No —dijo Raistlin sonriendo—, seré feliz al saber que estás a salvo, con tu gente.

—¿Estar seguro?

—Estoy seguro.

—Entonces yo ir —Bupu se puso en pie —. Pero primero, darte un regalo —dijo, revolviendo en su bolsa.

—No, pequeña —comenzó a decir Raistlin recordando la lagartija muerta—, no es necesario... Se quedó sin habla al ver que Bupu sacaba de la bolsa, ¡un libro! Cuando la pálida luz matutina iluminó unas runas plateadas grabadas sobre una cubierta de cuero azul oscuro, se la quedó mirando atónito.

Raistlin alargó una mano temblorosa.

—¡El libro de hechizos de Fistandantilus!

—¿Gustar a ti?

—Sí, pequeña. —Raistlin tomó el precioso objeto en sus manos, sosteniéndolo con admiración y acariciando amorosamente la cubierta de cuero—. ¿De dónde lo has sac...?

—Tomar del dragón cuando luz azul brillar. Yo contenta de que a ti gustar. Ahora, irme. Encontrar a Gran Bulp Fudge I, el Grande —se colgó la bolsa al hombro y luego se volvió—. Esa tos... ¿seguro no querer cura lagartija?

—No, gracias, pequeña.