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—¡Sofocad el incendio! —gritaba Otik angustiado.

—¡La cocina! —chilló la cocinera, atravesando apresuradamente las puertas batientes con las ropas en llamas y perseguida por una masa flamígera. Tika agarró del bar una jarra de cerveza y la lanzó sobre ella, sujetándola luego para poder empaparle el vestido. Rhea se hundió en una silla sollozando histéricamente.

—¡Salgamos! ¡Va a incendiarse todo el edificio! —gritó alguien.

Hederick, abriéndose paso a empellones, fue uno de los primeros en alcanzar la puerta. Corrió hacia la salida principal de la posada y ahí se detuvo, agarrándose a la barandilla, atónito. Provenientes del norte e iluminados por la fantasmagórica luz de las llamas, veía a cientos de criaturas desfilando; el bosque ardía y la luz rojiza se reflejaba en sus alas coriáceas. Eran tropas de draconianos. Horrorizado, contempló cómo las primeras filas penetraban en la ciudad de Solace. Sobre ellos volaban criaturas de las que se hablaba en cuentos y leyendas.

Eran dragones.

Cinco dragones rojos revoloteaban en aquel cielo ardiente. Uno tras otro fueron bajando, incinerando pedazos de la pequeña ciudad con flamígeras bocanadas, proyectadas en aquella mágica y espesa oscuridad. Era imposible luchar contra ellos —los goblins, al mando de Fewmaster Toede y al servicio del Sumo Teócrata, no podían ver lo suficiente para apuntar sus flechas o manejar sus espadas.

Para Tika, el resto de la noche quedó en un confuso recuerdo. No dejó de repetirse a sí misma que debía abandonar la ardiente posada, pero por otro lado, aquél era su hogar, allí se sentía segura. Por tanto se quedó, a pesar de que el calor proveniente de la cocina en llamas aumentaba y se hacía difícil respirar. Cuando las llamas pasaron a la sala, la cocina se precipitó al suelo. Otik y las camareras fueron lanzando jarras de cerveza a las llamas de la sala hasta que finalmente lograron sofocar el fuego.

Cuando lo consiguieron, Tika volvió su atención a los heridos. Otik se derrumbó en un rincón, tembloroso y sollozante. Tika envió a otra de las camareras a atenderlo mientras ella comenzaba a curar a los heridos. Trabajó durante horas, absolutamente resuelta a no mirar por las ventanas, apartando de su mente aquellos terroríficos sonidos de muerte y destrucción.

De pronto se dio cuenta de que nunca acababa con los heridos, que había más gente tendida en el suelo de la que había en la posada cuando comenzó el ataque. Sorprendida, miró a su alrededor. Las esposas ayudaban a sus maridos. Los maridos transportaban a sus esposas. Las madres llevaban niños moribundos.

—¿Qué sucede? —preguntó Tika a un guardia Buscador que entraba sosteniéndose un brazo herido por una flecha. Tras él iban entrando más personas—¿Qué pasa? ¿Por qué viene aquí toda esta gente?

El guardia la miró con ojos inundados de dolor y de tristeza.

—Este es el único edificio que queda en pie —farfulló— todo se ha incendiado. Todo está...

—¡Oh no! —Tika se debilitó por la impresión, sus rodillas comenzaron a temblar. En ese momento el guardia se desmayó en sus brazos y ella se vio obligada a reponerse. Cuando lo arrastraba hacia el interior, vio a Hederick, de pie en el porche, contemplando la arrasada ciudad con ojos vidriosos. Sus mejillas manchadas de hollín, estaban cuajadas de lágrimas.

—Ha habido un error —gimoteaba retorciéndose las manos— Alguien ha cometido un error.

Hacía una semana que habían ocurrido estos sucesos. La posada no había sido el único edificio que había salido indemne. Los draconianos conocían los edificios esenciales para sus necesidades y habían incendiado aquellos que no lo eran, dejando en pie la posada, la herrería de Theros Ironfield y el almacén. La herrería siempre había estado a ras de suelo, debido a lo imprudente que hubiese resultado tener una forja situada en un árbol; los otros dos tuvieron que ser bajados, pues los draconianos consideraban un engorro tener que subirse a los árboles.

Lord Verminaard ordenó a los dragones que bajasen los edificios. Tras socavar un espacio, uno de los inmensos monstruos rojos agarró la Posada y la alzó, dejándola caer bruscamente sobre la chamuscada hierba. Los draconianos ulularon y vitorearon. Fewmaster Toede, capitán de los goblins. que se había hecho cargo de la ciudad, ordenó a Otik reparar la posada sin dilación. La única debilidad de los draconianos eran las bebidas fuertes. Tres días después de que la ciudad fuese tomada, la posada abrió sus puertas de nuevo.

—Ya me siento mejor —le dijo Tika a Otik. Se incorporó en la silla y se secó los ojos, restregándose la nariz con el delantal. Desde esa noche, no había llorado ni una sola vez. Apretó los labios, y levantándose de la silla prometió:

—¡Y nunca más volveré a llorar!

Otik, sin comprenderla pero satisfecho al ver que Tika había recuperado la serenidad antes de que comenzasen a llegar los clientes, se situó detrás de la barra.

—Ya casi es la hora de abrir —dijo intentando aparentar buen humor—. Hoy quizás consigamos que se llene el bar.

—¿Cómo puedes aceptar su dinero?

Otik, temiendo otra escena, la miró implorante.

—Su dinero es tan bueno como el de cualquier otro. Incluso mejor, en los tiempos que corren.

—¡Hum! —resopló Tika. Enojada, cruzó la habitación a grandes zancadas. Otik, conociendo su temperamento, dio un paso atrás. Pero no consiguió nada; estaba acorralado. Ella le pinchó su inflada barriga con el dedo.

—¿Cómo puedes reírte de sus bromas crueles y satisfacer sus caprichos? ¡Odio su hedor! ¡Odio sus miradas lujuriosas y el contacto de sus manos frías y escamosas cuando tocan las mías! ¡Algún día, les...!

—¡Tika, te lo suplico! Piensa en mí. ¡Soy demasiado viejo para que me lleven a las minas de esclavos! Y tú... a ti te llevarían mañana mismo si no trabajases aquí. Por favor, compórtate... anda, sé buena chica.

Tika, furiosa, se mordió el labio con frustración. Sabía que Otik tenía razón. Ella corría un riesgo todavía mayor que el de ser enviada como esclava en una de las caravanas que pasaban cada día por la ciudad. Un draconiano: fuera de sí podía matar rápidamente y sin piedad alguna. Justo cuando estaba pensando esto, la puerta se abrió de golpe y seis guardias draconianos entraron con andar arrogante. Uno de ellos sacó el cartel de «cerrado» de la puerta y lo tiró a un rincón.

—Está abierto —dijo la criatura dejándose caer en una silla.

—Sí, claro —Otik sonrió con debilidad—. Tika...

—Ya los he visto.

2

El forastero. ¡Capturados!

Aquella noche había poca gente en la posada. Ahora los clientes eran draconianos o goblins. Un grupo de estos últimos miraban con cautela a los draconianos y a tres hombres del norte rudamente vestidos. Estos mercenarios, reclutados por Lord Verminaard, luchaban por el puro placer de matar y saquear. Hederick, el Teócrata, no estaba en su lugar habitual. Lord Verminaard lo había recompensado por sus servicios enviándolo entre los primeros que fueron trasladados a las minas como esclavos.

Al anochecer, un forastero entró en la posada y se sentó en una mesa situada en un oscuro rincón cerca de la puerta de la cocina. A Tika le fue imposible deducir algo de su apariencia, ya que llevaba una pesada capa con la capucha puesta. Parecía fatigado y se dejó caer en una silla como si sus piernas no lo sostuviesen.

En aquellos desolados días, algunos supervivientes de las arrasadas ciudades del norte llegaban a Solace. Los draconianos les permitían quedarse allí sin hacerles demasiadas preguntas, hasta que recibían la orden de organizar nuevos grupos de esclavos para deportarlos a las minas.

—¿Qué tomaréis? —le preguntó Tika al forastero. El hombre bajó la cabeza y con una mano delgada tiró de la capucha ocultando aún más su rostro.