Cuando el olor a carne quemada llenó la estancia, otros goblins se abalanzaron ululando de rabia.
—¡No lo matéis, locos! —chilló Toede. Había salido de detrás de la puerta, pero seguía parapetándose tras el alto goblin.
—Lord Verminaard ofrece grandes recompensas por los magos. Pero... —Toede tuvo una repentina idea— no paga nada por kenders vivos... ¡sólo por sus cadáveres! ¡Mago, vuelve a hacer algo parecido, y el kender morirá!
—¿Y qué me importa a mí el kender? —respondió burlonamente Raistlin.
Se hizo un largo silencio. Tanis sintió que un sudor frío le empapaba el cuerpo. ¡No quedaba duda alguna de que Raistlin podía cuidar de sí mismo! ¡Maldito mago!
Por supuesto, aquélla tampoco era la respuesta que Toede esperaba, por lo que se quedó sin saber muy bien qué hacer; además, aquellos inmensos guerreros seguían empuñando sus armas. Miró a Raistlin casi suplicante. El mago pareció encogerse de hombros.
—Me entregaré pacíficamente —susurró Raistlin con sus dorados ojos centelleantes —. Pero, que nadie me toque.
—No, desde luego que no. Traedlo.
Los goblins, mirando a Fewmaster inquietos, dejaron que el mago se situara junto a su hermano.
—¿Están todos? —preguntó nervioso Toede—. Pues ahora recoged sus armas y sus equipajes.
Tanis, queriendo evitar más problemas, se sacó el arco del hombro, depositándolo junto a su aljaba en el suelo cubierto de hollín. Tasslehoff dejó rápidamente su vara jupak; el enano, refunfuñando, añadió su hacha de guerra. Los demás imitaron a Tanis, excepto Sturm, que permaneció en pie con los brazos cruzados sobre el pecho y...
—Por favor, dejadme conservar mi bolsa —dijo Goldmoon—. No llevo armas en ella, no llevo nada de valor. ¡Os lo juro!
Los compañeros la miraron, pensando en los valiosos discos que llevaba. Se creó un tenso silencio. Riverwind dio un paso al frente y depositó su arco en la pila, pero conservó la espada, como el caballero.
De pronto Raistlin intervino. El mago depositó su bastón, el zurrón que contenía las substancias para sus hechizos, y la valiosa bolsa en la que llevaba sus libros de encantamientos. No le inquietaba nada, pues había realizado un hechizo para proteger los libros; cualquier otra persona que intentase leer los libros se volvería loco, y el bastón de mago era capaz de cuidar de sí mismo. Raistlin extendió sus manos hacia Goldmoon.
—Entrégales el paquete. Si no, nos matarán.
—Hazle caso, querida —dijo hoscamente Toede—. Es un hombre inteligente.
—¡Es un traidor! —gritó Goldmoon sujetando el paquete con firmeza.
—Entrégaselo —repitió Raistlin en tono hipnótico.
Goldmoon sintió que se debilitaba, alcanzada por un extraño poder.
—¡No! Es nuestra única esperanza...
—No le ocurrirá nada —le susurró Raistlin mirándole fijamente a sus claros ojos zarcos—. ¿Te acuerdas de la Vara? ¿Recuerdas cuando yo la toqué?
Goldmoon parpadeó.
—Sí. Te hizo daño...
—¡Silencio! Dales la bolsa. No te preocupes, todo irá bien. Los dioses protegen lo que es suyo.
Goldmoon contempló al mago y finalmente asintió. Raistlin alargó la mano para arrebatarle la bolsa. Fewmaster Toede la miró codiciosamente, preguntándose qué habría en ella. Lo averiguaría, pero no delante de esa multitud de goblins.
Al final, sólo una persona aún no había obedecido la orden. Era Sturm, quien permanecía impertérrito, con la cara pálida y los ojos febriles. Sostenía firmemente la antigua espada de doble empuñadura de su padre. De pronto, al sentir los abrasadores dedos de Raistlin presionándole el brazo, se volvió.
—Yo me encargaré de que esté a salvo —le susurró el mago.
—¿Cómo? —le preguntó el caballero deshaciéndose del contacto de Raistlin como si se tratase de una serpiente venenosa.
—No voy a explicarte mis métodos. Puedes confiar en mí o no, como prefieras.
Sturm dudó.
—¡Esto es ridículo! —chilló Toede—. ¡Matad al caballero! ¡Matadlos si causan más problemas! ¡Estoy perdiendo horas de sueño!
—Muy bien —dijo Sturm con voz ahogada. Caminó hacia la pila de armas y depositó con delicadeza su espada. La antigua vaina de plata, decorada con el martín pescador y la rosa, centelleó bajo la luz.
—Un arma verdaderamente bella —dijo Toede. Tuvo una súbita visión de sí mismo, entrando en una audiencia de Lord Verminaard, con la espada de un caballero solámnico pendiendo del costado—. Quizás debería tomar el arma a mi custodia. Traédmela aqu...
Antes de que pudiese finalizar la frase, Raistlin se adelantó y se arrodilló junto al montón de armas. De la mano del mago salió un brillante destello de luz. Raistlin cerró los ojos y comenzó a murmurar unas extrañas palabras, con las manos extendidas sobre la pila de armas y paquetes.
—¡Detenedlo! —gritó Toede. Pero nadie osó moverse. Finalmente Raistlin dejó de hablar y su cabeza cayó hacia adelante.
Raistlin se puso en pie.
—Sabed esto! —dijo mirando a su alrededor con los ojos centelleantes—. He formulado un hechizo sobre nuestras propiedades. Cualquiera que las toque será lentamente devorado por la gran oruga Catyrpelius, que surgirá de los Abismos y chupará la sangre de vuestras venas hasta que no seáis más que una cáscara vacía.
—¡La gran oruga Catyrpelius! —suspiró Tasslehoff con los ojos brillantes —. ¡No me lo puedo creer! Nunca he oído hablar de...
Tanis le tapó la boca con la mano.
Los goblins se alejaron del montón de armas, que parecía relucir con un halo verde.
—¡Que alguien tome esas armas! —ordenó furioso Toede.
—Tómalas tú —murmuró un goblin.
Nadie se movió. Toede estaba aturdido. A pesar de que no era especialmente imaginativo, en su mente se dibujó la vívida imagen de una gran oruga.
—Muy bien, ¡llevaos a los prisioneros! —murmuró—. Encerradlos en jaulas y llevad las armas también, aunque esa oruga, cualquiera que sea su nombre, chupe vuestra sangre. —Toede se alejó torpemente.
Los goblins comenzaron a empujar a sus prisioneros hacia la puerta, pinchándolos con sus espadas en la espalda No obstante, ninguno de ellos tocó a Raistlin.
—Raistlin, ese hechizo fue maravilloso —le dijo Caramon en voz baja—. ¿Cuán efectivo es? ¿Podría ser...?
—¡Es tan efectivo como tu inteligencia! —susurró Raistlin levantando su mano derecha. Cuando Caramon vio en ella las reveladoras manchas de polvo luminoso, sonrió, comprendiendo el truco.
Tanis fue el último en abandonar la posada. Echó una última mirada a su alrededor. Todo estaba en penumbra, las mesas estaban volcadas, las sillas rotas. Las vigas del techo estaban ennegrecidas por el fuego, algunas de ellas totalmente chamuscadas. Las ventanas estaban recubiertas de hollín.
—Casi preferiría haber muerto antes que ver esto así.
Al salir, lo último que oyó fue a dos goblins discutiendo acaloradamente sobre quién era el que iba a transportar las armas encantadas.
3
La caravana de esclavos. El viejo mago.
Los compañeros pasaron una fría noche en vela, encerrados en una jaula de hierro con ruedas instalada en la plaza de la ciudad de Solace. Había tres jaulas encadenadas a uno de los postes clavados en el suelo de la plaza. Los postes, ennegrecidos por el incendio, tenían las bases chamuscadas y astilladas. En aquel terreno desarbolado ya no crecía ni una brizna de hierba; incluso las piedras estaban atezadas y chamuscadas.
Cuando amaneció, los compañeros pudieron ver más prisioneros en las otras jaulas. Era la última caravana de esclavos que iba a salir de Solace en dirección a Pax Tharkas, bajo el mando de Fewmaster Toede.
A lo largo de la noche, Caramon había intentado forzar los barrotes de la jaula, sin conseguirlo.
A primeras horas de la mañana se había levantado una espesa neblina que ocultaba la arrasada ciudad a los compañeros. Tanis miró a Goldmoon y a Riverwind. Ahora podía comprenderlos, pensó. Ahora conozco ese gélido vacío interior que hiere más que una estocada. Me he quedado sin hogar.