Casi anochecía cuando la caravana se puso en marcha. Se acercaron algunos goblins y lanzaron comida a las jaulas; pedazos de carne y de pan. Ninguno de los compañeros, ni siquiera Caramon, comió esa carne rancia y pestilente, sino que volvieron a lanzarla fuera de las jaulas. No obstante, devoraron el pan con fruición, pues no habían comido nada desde la noche anterior. Toede pronto lo tuvo todo preparado y, montado en su poney peludo, dio la orden de iniciar la marcha. Sestun, el enano gully, trotaba tras él. Al ver los pedazos de carne sobre el barro, se detuvo, los recogió ansiosamente y los engulló al instante.
Cuatro alces tiraban de cada una de las jaulas. Dos goblins, sentados en plataformas de madera, los guiaban. Uno de ellos llevaba las riendas y el otro un látigo. Toede se situó al frente de la caravana, seguido de unos cincuenta draconianos ataviados con armadura y fuertemente armados. Una tropa de unos cien goblins, cerraba la caravana.
Después de gran confusión y griterío, la caravana comenzó por fin a avanzar, dando bandazos, observada por algunos de los pocos residentes que aún quedaban en Solace. Estos, si conocían a alguien entre los prisioneros, no les dirigían la palabra ni hacían señal alguna o gesto de despedida. Tanto los rostros de dentro de los carromatos como los de afuera, eran rostros incapaces de sentir dolor. Al igual que Tika, habían jurado no volver a llorar jamás.
Se dirigieron hacia el sur, por un viejo camino a través del paso Gateway. Hacia el mediodía del día siguiente, los goblins y los draconianos, que se quejaban de tener que andar bajo el calor del sol, se animaron y aceleraron el paso cuando llegaron a la sombra de las altas paredes que formaban el cañón del paso. Los prisioneros pasaron mucho frío en el cañón, pero tenían sus buenas razones para sentirse aliviados; al menos ya no estaban obligados a contemplar por más tiempo su asolada región.
Era casi de noche cuando dejaron los estrechos caminos del cañón y llegaron a Gateway. Los prisioneros se agolparon contra los barrotes para poder observar la próspera ciudad mercante. Pero lo único que quedaba de ella eran dos bajos muros de piedra, oscurecidos y chamuscados. No quedaba ningún signo de vida. Los prisioneros se dejaron caer en el suelo de la jaula, desmoralizados.
Una vez en campo abierto, los draconianos anunciaron que preferían viajar de noche. Por lo tanto, la caravana sólo hizo unas breves paradas hasta el amanecer. Era imposible dormir en aquellas asquerosas jaulas que traqueteaban y daban tumbos en cada bache del camino. Los prisioneros tenían hambre y sed. Aquellos que habían conseguido tragar la comida que los draconianos les habían arrojado, la vomitaron toda al poco rato. Y sólo les daban pequeños tazones de agua dos o tres veces al día.
Goldmoon permaneció junto al herrero herido. A pesar de que Theros Ironfield ya no estaba al borde de la muerte, seguía muy grave. Tenía una fiebre muy alta y deliraba acerca del saqueo de Solace. Theros hablaba de draconianos cuyos cuerpos, al morir, despedían ácido, quemando la carne de sus víctimas; y de draconianos cuyos huesos explotaban después de muertos, destrozándolo todo dentro de un amplio radio. Tanis le escuchaba, horrorizándose hasta sentir náuseas. Por primera vez, comprendía la inmensidad del drama. ¿Cómo podían pretender luchar contra dragones cuya respiración era letal, cuya magia excedía aquella de los mejores y más poderosos hechiceros que hubiesen vivido nunca? ¿Cómo podían derrotar a numerosos ejércitos de esos draconianos, cuando incluso sus cadáveres tenían el poder de matar?
Todo lo que tenemos, pensó amargamente Tanis, son los Discos de Mishakal, pero, ¿de qué nos sirven? Había examinado los Discos en el viaje de Xak Tsaroth a Solace. No había podido leer mucho de lo que estaba escrito, y Goldmoon, a pesar de haber comprendido las palabras que se referían a las artes curativas, no había podido descifrar mucho más.
—Todo resultará claro para el ser que debemos encontrar y que nos traerá la paz —dijo con una fe firme—. Ahora mi misión es hallarlo.
A Tanis le habría encantado poder compartir su fe, pero a medida que iban viajando por los campos asolados, aumentaban sus dudas de encontrar a aquel que pudiese derrotar al poderoso Lord Verminaard.
Esas dudas eran tan sólo una parte de los problemas del semielfo. Raistlin, desprovisto de su medicina, no dejaba de toser, y su estado se agravó casi tanto como el de Theros. De esta forma, Goldmoon tenía ahora dos pacientes a su cargo. Afortunadamente, Tika ayudaba a la mujer bárbara a cuidar al mago. El padre de la muchacha había sido una especie de hechicero, y ella respetaba y ayudaba a cualquiera que pudiese practicar la magia.
En realidad, había sido el padre de Tika el que, inadvertidamente, había despertado en Raistlin esa vocación. En una ocasión había llevado a los gemelos, junto con su hermana adoptiva Kitiara, al Festival de Verano local, donde los chicos habían contemplado los trucos de Waylan el Maravilloso. Caramon, que entonces tenía ocho años, se había aburrido pronto y había consentido en acompañar a su hermanastra, de diez años, a ver la actuación de los espadachines. Raistlin, que ya en aquella época era frágil y delgaducho, y no se sentía atraído por los ejercicios violentos, se había pasado todo el rato admirando a Waylan el Ilusionista. Aquella noche, cuando regresaron a casa, Raistlin maravilló a su familia repitiendo fielmente todos los trucos. Al día siguiente, su padre lo llevó a estudiar las artes de la magia con uno de los grandes maestros.
Tika siempre había admirado a Raistlin, muy impresionada por las historias que había oído sobre su misterioso viaje a las legendarias Torres de la Hechicería. Por tanto, ahora ayudaba a cuidar del mago debido al respeto que por él sentía y por su innata necesidad de ayudar a los más débiles. También le atendía (admitió para sí) porque sus cuidados le ganaban la sonrisa de gratitud y aprobación del guapo hermano gemelo de Raistlin.
Tanis no estaba seguro de qué era lo que más debía preocuparle; si el empeoramiento del mago, o el incipiente romance entre el experimentado soldado y la joven —Tanis no había dado crédito a los rumores que circulaban sobre el comportamiento de Tika, y la consideraba una inexperta y vulnerable muchacha.
Además tenía otro problema. Sturm, humillado por haber sido capturado, prendido y transportado como una presa, se sumió en una depresión profunda de la que Tanis creía que no volvería a salir. Siempre estaba sentado, mirando a través de los barrotes, o, peor aún, caía en largos períodos de sueño intenso, de los que resultaba imposible despertarlo.
Al final, Tanis tuvo que enfrentarse con su propia confusión interna, desatada por la presencia física del elfo que se hallaba sentado en un rincón de la jaula. Cada vez que miraba a Gilthanas, le acechaban los recuerdos de su casa de Qualinesti. A medida que se iban acercando a su tierra natal, aquellos recuerdos que creía enterrados y olvidados, iban reapareciendo en su mente, y las imágenes eran tan gélidas y amargas como los espectros del Bosque Oscuro.
Gilthanas era un amigo de la infancia —más que amigo, un hermano. Habían sido educados en la misma casa y tenían la misma edad; habían jugado, peleado y reído juntos, Cuando la hermana pequeña de Gilthanas creció lo suficiente, los muchachos permitieron que la rubia muchacha se uniera a ellos. Uno de los mayores placeres del trío consistía en fastidiar al hermano mayor, Porthios, un joven serio y fuerte que había tomado la responsabilidad de ocuparse de los problemas de su gente a edad muy temprana. Gilthanas, Laurana y Porthios eran hijos del Orador de los Soles, regente de los elfos de Qualinesti, cargo que Porthios debía heredar al morir su padre.
En el reino de los elfos, algunos habían encontrado extraño que el Orador acogiera en su casa al hijo bastardo de la viuda de su hermano, fruto de una violación perpetrada por un guerrero humano. A los pocos meses de nacer su hijo, ella había muerto de pena. Pero el Orador, que tenía un alto sentido de la responsabilidad, cobijó al niño sin pensarlo dos veces. No fue hasta años más tarde, al observar con creciente inquietud la relación que se iba desarrollando entre su amada hija y el bastardo semielfo, cuando comenzó a lamentar su decisión. Aquella situación también confundió a Tanis. El joven, al ser medio humano, pronto adquirió una madurez que a la muchacha elfa, debido a su más lento desarrollo, le fue difícil comprender. Tanis se dio cuenta de que aquella unión podía proporcionar mucha infelicidad a esa familia que él tanto quería. Además, comenzó a asediarle la agitación interna que seguiría atormentándolo a lo largo de su vida: la constante lucha entre su parte de elfo y su parte humana. A los ochenta años —unos veinte en su edad humana—, Tanis abandonó Qualinost. Su partida no entristeció demasiado al Orador, y aunque intentó ocultarle a Tanis sus sentimientos, ambos lo sabían perfectamente.