Las flechas seguían silbando a su alrededor. Una se clavó en el escudo de Caramon, otra arañó el brazo de Tika, clavando su blusa a una de las vigas del carromato. Tika nunca había estado tan aterrorizada en toda su vida, ni siquiera la noche que los dragones asolaron Solace. Quería gritar, quería que Caramon la abrazara. Pero Caramon no osaba moverse.
Tika entrevió a Goldmoon protegiendo al herido Theros con su cuerpo; su rostro estaba pálido pero con expresión serena. La pelirroja muchacha apretó los labios y suspiró profundamente. Con el semblante serio, extrajo la flecha de la madera y la tiró al suelo, haciendo un esfuerzo para soportar aquel punzante dolor en el brazo. Mirando hacia el sur, vio que los draconianos, después de la confusión causada por el repentino ataque y por la desaparición de Toede, se habían reorganizado y corrían hacia las jaulas. Sus flechas también volaban por todas partes. Las armaduras que protegían sus pechos relucían a la luz grisácea del amanecer, así como el brillante acero de sus largas espadas que sostenían en alto con sus garras mientras corrían.
—Los draconianos se acercan —informó Tika, haciendo un esfuerzo para que su voz no temblase.
—¡Apresúrate, Sestun! —chilló Tanis.
El enano gully agarró el hacha, la levantó y golpeó el cerrojo con todas sus fuerzas. Ni siquiera rozó la cerradura, pero le atizó tal golpe a las barras de hierro que el hacha casi se le escapa de las manos. Encogiéndose de hombros a modo de disculpa, la balanceó de nuevo. Esta vez le dio a la cerradura.
—¡Ni siquiera la ha abollado! —informó Sturm.
—Tanis —dijo Tika con voz trémula señalando. Había varios draconianos a unos diez pies de distancia, agachados para protegerse de los elfos arqueros; toda esperanza de rescate parecía vana.
Sestun volvió a golpear la cerradura.
—¡La ha desconchado! —exclamó Sturm exasperado A este paso, no saldremos hasta dentro de tres días. y además, ¿dónde están esos elfos? ¿Por qué no dejan de esconderse y atacan?
—¡Ya os he dicho que no son tantos como para atacar a un ejército tan numeroso! —le contestó enojado Gilthanas, arrodillándose junto al caballero—. ¡Vendrán por nosotros en cuanto les sea posible! Somos los primeros de la caravana. Mira, los demás están escapando.
El elfo señaló los otros dos vagones. Los elfos habían conseguido romper las cerraduras y los prisioneros corrían desordenadamente hacia los bosques mientras los elfos los cubrían, disparando una mortífera cortina de flechas desde los árboles. Una vez que los prisioneros estuvieron a salvo, los elfos se retiraron hacia el bosque.
Los draconianos no tenían ninguna intención de seguirlos. Sus ojos se posaron sobre la última jaula de prisioneros que quedaba y sobre la carreta que contenía el botín. Desde el carromato podían oír los gritos de los capitanes draconianos. El mensaje era claro:
—Matad a los prisioneros. Repartid el botín.
Los compañeros comprendieron que los draconianos llegarían hasta ellos antes de que los elfos volvieran. Tanis maldijo de impotencia. Cualquier maniobra parecía inútil. Notó que alguien se movía a su lado. El viejo mago, Fizban, estaba poniéndose en pie.
—¡No, anciano! —Raistlin se agarró a la túnica de Fizban—. ¡Mantente a cubierto!
Una flecha zumbó en el aire y se incrustó en el magullado y doblado sombrero de Fizban. Este, murmurando para sí, pareció no darse cuenta. Las flechas de los draconianos volaban a su alrededor como avispas; aunque no parecían ser muy certeras, una de ellas se clavó en su bolsillo, precisamente en el que tenía su mano metida.
—¡Agáchate ! —rugió Caramon—. ¡Eres un blanco perfecto!
Fizban se arrodilló por un momento, pero sólo para hablar con Raistlin.
—A ver, muchacho, ¿tienes un poco de guano de murciélago? A mí se me ha acabado.
—No, anciano. ¡Agáchate!
—¿No tienes? Que pena. Bueno, supongo que tendré que prescindir de ello. —El viejo mago se puso en pie, plantándose firmemente sobre el suelo y arremangándose la túnica. Cerró los ojos, extendió sus brazos hacia la puerta de la jaula y comenzó a murmurar extrañas palabras.
—¿Qué encantamiento está formulando? —le preguntó Tanis a Raistlin—. ¿Lo conoces?
El joven mago escuchó atentamente y sus cejas se fruncieron. De pronto los ojos de Raistlin se abrieron de par en par.
—¡No! ¡Oh, no! —se estremeció, intentando tirar de la manga del mago para romper su concentración. Fizban dijo la última palabra y señaló con el dedo la cerradura que había en la puerta trasera de la jaula.
—¡A cubierto! —Raistlin se arrojó bajo el banco—. Sestun, viendo que el viejo mago señalaba hacia la puerta, y hacia él, que estaba tras ella, se tiró de cabeza al suelo. En ese instante llegaban tres draconianos goteando saliva, con las armas en la mano; se detuvieron, mirando hacia arriba alarmados.
—¿Qué sucede? —preguntó Tanis .
—¡Una bola de fuego! —Raistlin pegó un respingo en el preciso momento en que una gigantesca bola de fuego amarillo y naranja salía despedida de los dedos del viejo mago y golpeaba con estruendo la jaula. Tanis se protegió la cara con las manos cuando las llamas aumentaron y temblaron a su alrededor. Una ola de calor le llegó a los pulmones. Oyó a los draconianos chillar de dolor y olió a carne de reptil quemada. Entonces el humo comenzó a penetrar en su garganta.
—¡El suelo está ardiendo —chilló Caramon.
Tanis abrió los ojos y se levantó. Estaba convencido de que encontraría al viejo mago convertido en un negro montón de cenizas, como los cuerpos de los draconianos que habían quedado tendidos tras el vagón. Pero Fizban seguía en pie, mirando hacia la puerta de hierro y mesándose su chamuscada barba con preocupación. La puerta permanecía cerrada.
—Debería haber funcionado —decía.
—¿Qué ha pasado con la cerradura? —gritó Tanis intentando ver algo a través del humo. Los barrotes de hierro de la puerta relucían incandescentes.
—Ni se ha movido —contestó Sturm. Intentó aproximarse a la puerta de la jaula para abrirla de una patada, pero el calor que irradiaban los barrotes lo hacía imposible—. Puede que la cerradura esté suficientemente caliente para romperse.
—¡Sestun! —la voz aguda de Tasslehoff se elevó sobre las llamas—. ¡Inténtalo de nuevo! ¡Apresúrate!
El enano gully se puso en pie y balanceó el hacha; en un primer intento erró el golpe, pero insistiendo de nuevo, por fin dio en el blanco. El metal recalentado estalló, la cerradura cedió y la puerta de la jaula se abrió.
—¡Tanis, ayúdanos! —gritó Goldmoon, mientras ella y Riverwind se esforzaban en sacar al herido Theros de la humeante carreta.
—¡Sturm, ocúpate de los demás! —ordenó Tanis entre toses . Se dirigió hacia el frente de la carreta mientras Sturm agarraba a Fizban, quien aún miraba la puerta con tristeza.
—¡Apresúrate, anciano! —le gritó mientras lo sujetaba por el brazo. Caramon, Raistlin y Tika alcanzaron a Fizban cuando éste saltaba del carromato en llamas. Tanis y Riverwind agarraron a Theros por debajo de los hombros y lo arrastraron fuera de allí. Por último, Goldmoon y Sturm saltaron en el preciso momento en que el suelo de la carreta se destruía por completo.
—¡Caramon! ¡Recoge nuestras armas del carromato de abastecimiento! —gritó Tanis —. Sturm, ve con él. Flint y Tasslehoff, recoged nuestros fardos. Raistlin...
—Yo me ocuparé de mis cosas y de mi bastón, nadie puede tocarlos.
—De acuerdo —dijo Tanis pensando con rapidez—. Gilthanas...
—Yo no soy de los tuyos para que me des órdenes, Tanthalas —profirió el elfo fríamente, y echó a correr hacia el bosque sin volver la vista atrás.
Antes de que Tanis pudiese responderle, Sturm y Caramon regresaron. Los nudillos de Caramon estaban llenos de cortes y arañazos, y sangraban. Habían encontrado a dos draconianos saqueando el carromato de abastecimiento.
—¡Moveos de una vez! —exclamó Sturm—. ¡Se aproximan más draconianos! ¿Dónde está tu amigo elfo? —le preguntó a Tanis con suspicacia.