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—¡Cuéntamelo todo! —Tanis prácticamente chilló de impaciencia— ¡Quiero entenderlo!

—Vamos a abandonar nuestra región de Qualinesti. Tanis se detuvo y miró fijamente al elfo.

—¿Abandonar Qualinesti? —repitió, hablando de nuevo en común debido a la sorpresa. Los compañeros lo oyeron y se miraron rápidamente unos a otros. El rostro del viejo mago se ensombreció.

—¡No puede ser verdad —dijo Tanis en voz baja— ¡Dejar Qualinesti! ¿Por qué? No es posible que las cosas estén tan mal...

—Están peor —dijo Gilthanas con melancolía.

—Mira a tu alrededor, Tanthalas. Estás contemplando los últimos días de Qualinost.

En aquel momento entraban en las primeras calles de la ciudad. Tanis, a primera vista, lo encontró todo exactamente igual a como lo había dejado cincuenta años atrás. Las calles de grava reluciente, los álamos que las enmarcaban, nada había cambiado. Los álamos tal vez habían crecido, tal vez no. Sus ramas, con incrustaciones de oro y plata, crujían y cantaban, brillando bajo el sol de la reluciente mañana. Las casas que poblaban las calles tampoco habían cambiado. Decoradas con cuarzo, destellaban bajo la luz del sol, creando, en cualquier dirección que el ojo mirase, pequeños arco iris de colores. Todo permanecía tal como lo amaban los elfos... bello, ordenado, inmutable...

No, no era así, pensó Tanis. En lugar de la canción alegre y pacífica que Tanis recordaba, el canto de los árboles era ahora triste y melancólico. Qualinost había cambiado, y la diferencia radicaba en el propio cambio. Intentó adivinar de qué se trataba, intentó comprenderlo, a pesar de que presentía que su alma se encogería al descubrirlo. La diferencia no estaba en los edificios, ni en los árboles, ni en el sol que brillaba a través de sus ramas. La diferencia estaba en la atmósfera, que rezumaba la misma tensión que en los momentos previos al estallido de la tormenta. Y, mientras Tanis caminaba por las calles de Qualinost, veía escenas que nunca antes había visto en su tierra natal. Veía prisas, indecisión, pánico, desesperanza...

Las mujeres, al encontrar a sus amigas, se abrazaban sollozando y al separarse seguían caminos opuestos. Había niños tristes y desamparados, que lo único que comprendían era que todo aquello estaba fuera de lugar. Había hombres reunidos en grupos, con las manos sobre sus espadas, sin quitarles el ojo de encima a sus familias. Aquí y allá ardían hogueras en las que los elfos quemaban todo lo que les era querido y que no podrían llevarse con ellos, pues preferían hacerlo así antes de dejar que el acechante peligro los destruyera.

Tanis ya había sufrido la destrucción de Solace, pero la imagen de lo que estaba sucediendo en Qualinost penetraba en su alma como la hoja de un cuchillo afilado. Nunca antes se había dado cuenta de lo que para él significaba la ciudad. En el fondo de su corazón, siempre había creído que si alguna vez deseaba regresar, Qualinesti estaría siempre allí. Pero no, ahora debía perder también aquella esperanza. La región de Qualinesti iba a desaparecer.

Tanis oyó un extraño sonido y al girarse descubrió que el viejo mago estaba sollozando.

Desolado, Tanis le preguntó a Gilthanas:

—¿Qué planes tenéis? ¿Adónde iréis? ¿Podréis escapar?

—Pronto encontrarás todas las respuestas, demasiado pronto —murmuró Gilthanas.

La torre del Sol era el edificio más alto de todo Qualinost. La luz del sol se reflejaba en la superficie dorada, creando la ilusoria imagen de un movimiento circular. Los compañeros entraron en la torre en silencio, sobrecogidos por la belleza y majestuosidad del antiguo edificio. El único que no estaba impresionado era Raistlin. A sus ojos no existía belleza alguna, sólo la muerte.

Gilthanas llevó al grupo a una pequeña alcoba.

—Esta habitación comunica con la cámara principal —dijo.

—Mi padre está reunido con los miembros de la Casa Real para planear la evacuación. Mi hermano ha ido a informarlo de nuestra llegada. Cuando la reunión acabe, seremos convocados. —A una señal suya, entraron unos elfos llevando cántaros y recipientes de agua.

—Por favor, aprovechad el tiempo de que disponemos para refrescaros.

Los compañeros bebieron y se lavaron la cara y las manos. Sturm se quitó la capa e intentó sacarle brillo a su cota de mallas con uno de los pañuelos de Tasslehoff. Goldmoon se cepilló su brillante cabellera, manteniendo anudada su capa alrededor del cuello. Tanis y ella habían decidido mantener oculto el medallón que llevaba, hasta que llegara el momento oportuno para mostrarlo; alguien podría reconocerlo. Fizban intentaba, sin demasiado éxito, enderezar su amorfo sombrero. Caramon miraba a su alrededor intentando encontrar algún bocado que llevarse a la boca, mientras Gilthanas se mantenía a cierta distancia de ellos, con la tez pálida y aspecto fatigado.

Al poco rato, Porthios apareció en la puerta arqueada.

—Podéis pasar —dijo con expresión ceñuda.

El grupo entró en la cámara del Orador de los Soles. Hacía cientos de años que ningún humano entraba en el edificio. Ningún kender lo había visitado anteriormente y los únicos enanos que lo conocían eran aquellos que participaron en su construcción, cientos de años atrás.

—¡Ah! ¡Este es el trabajo de un gran artesano! —dijo Flint en voz baja, con los ojos empañados de lágrimas.

La cámara era circular y parecía mucho más amplia que la esbelta torre que la circundaba. Construida toda ella en mármol blanco, sin vigas ni columnas, la habitación tenía una altura de cientos de pies, formando una bóveda decorada con un bello mosaico hecho de brillantes azulejos incrustados. El mosaico representaba, en una de sus mitades, el cielo azul y el sol; en la otra mitad estaban Lunitari, Solinari y las estrellas. Ambas mitades estaban separadas por un arco iris.

En la habitación no había lámparas. Ventanas y espejos, ingeniosamente distribuidos, recogían la luz del sol, fuese cual fuese la situación del astro en el cielo, y la proyectaban en la habitación. Los haces de luz convergían en el centro de la cámara, iluminando una tribuna.

No había asientos. Los elfos estaban en pie, hombres y mujeres juntos; sólo aquellos designados como miembros de la Casa Real tenían derecho a estar en la reunión. Había más mujeres de las que Tanis recordara haber visto nunca en las reuniones; muchas de ellas iban vestidas de morado, color de luto. Los elfos se casaban para toda la vida y si el esposo moría, las mujeres no volvían a casarse. Por tanto, la viuda conservaba hasta su muerte la categoría de miembro de la Casa Real.

Los compañeros fueron conducidos hasta la parte central de la cámara. Los elfos les dejaron pasar en respetuoso silencio aunque les dirigieron veladas miradas de repulsa, especialmente al enano, al kender y a los dos bárbaros, cuyo aspecto era bastante grotesco, vestidos con aquellas exóticas pieles. Se oyeron murmullos de sorpresa ante la aparición del noble y orgulloso Caballero de Solamnia, y hubo algunos susurros cuando apareció Raistlin con su túnica roja. Los hechiceros elfos vestían la túnica blanca del bien, no la túnica roja que proclamaba neutralidad. Los elfos consideraban esta última muy próxima a la negra. Cuando el público guardó silencio, el Orador de los Soles avanzó hacia la tribuna.

Hacía muchos años que Tanis no veía al Orador, que había sido su padre adoptivo y también en él, notó el cambio. El elfo aún era alto, más alto, incluso, que su hijo Porthios. Iba ataviado con la túnica amarillo pálido que le distinguía. Su rostro era duro e inflexible; sus maneras, austeras. Hacía más de un siglo que se le denominaba con el nombre de «el Orador». Aquellos que conocían su verdadero nombre nunca lo pronunciaban, incluyendo a sus hijos. Tanis notó en su cabello hebras de plata que antes no tenía, y en su rostro, en el que antes no se apreciaba el paso del tiempo, había marcas de tristeza y preocupación.

Apenas los compañeros entraron en la sala, Porthios se reunió con su hermano. El Orador extendió ambos brazos y los llamó por su nombre.