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—Hijos míos —dijo el Orador entrecortadamente. A Tanis le sorprendió que no ocultara su emoción.

—Nunca creí que volvería a veros de nuevo en esta vida. Contadme la expedición —se dirigió a Gilthanas.

—A su tiempo, Orador —dijo Gilthanas—. Primero, os ruego que acojáis a nuestros huéspedes.

—Sí, disculpadme. —El Orador se pasó una mano temblorosa por la cara y a Tanis le pareció que el elfo envejecía por momentos.

—Disculpadme. Os doy la bienvenida a vosotros, que habéis entrado en este reino en el que, durante muchos años, nadie había entrado.

Gilthanas le dijo unas palabras y el Orador miró a Tanis de reojo, haciéndole una señal para que se acercara. Sus palabras fueron frías, su actitud, educada pero tensa.

—¿De verdad eres tú, Tanthalas? ¿El hijo de la mujer de mi hermano? Han transcurrido muchos años y todos nos preguntábamos qué habría sido de ti. Te damos la bienvenida a tu tierra natal, aunque me temo que hayas regresado sólo para ver sus últimos días. Mi hija se sentirá muy feliz de verte. Ha echado de menos a su compañero de infancia.

Gilthanas, al oírlo, se puso tenso y su expresión ensombreció al mirar a Tanis. El semielfo se sintió enrojecer. Hizo una reverencia ante el Orador, incapaz de pronunciar una palabra.

Dirigiéndose al resto de los compañeros, el Orador continuó.

—Os doy la bienvenida y espero saber algo más de vosotros más tarde. No os haremos esperar mucho, pero es conveniente que conozcáis lo que está sucediendo en el mundo. Luego os estará permitido descansar. Ahora, hijo mío —el Orador se dirigió a Gilthanas, evidentemente satisfecho de acabar con las formalidades —. Cuéntame la invasión de Pax Tharkas.

Gilthanas dio un paso al frente con la cabeza gacha.

—He fracasado, Orador de los Soles.

En la sala se oyó un murmullo. El rostro del Orador permaneció impasible. Simplemente suspiró, con la mirada perdida en una de las ventanas.

—Cuéntanos lo que ocurrió —dijo con lentitud.

Gilthanas tragó saliva y comenzó a hablar en un tono tan bajo que los que se hallaban al fondo de la habitación tuvieron que hacer un esfuerzo para oírlo.

—Viajé hacia el sur con mis guerreros, en secreto, como habíamos planeado. Todo fue bien. Encontramos un grupo de humanos de la resistencia, refugiados de Gateway, que se unieron a nosotros. Entonces, por mala fortuna, tropezamos con una patrulla draconiana. Luchamos valientemente, elfos y humanos juntos, pero no nos sirvió de nada. A mí me golpearon en la cabeza y perdí el conocimiento. Cuando desperté, estaba tendido en una hondonada, rodeado de los cadáveres de mis camaradas. Aparentemente, los malévolos soldados habían lanzado a los heridos desde una cima, dándonos al resto por muertos —Gilthanas hizo una pausa, aclarándose la garganta.

—Los druidas del bosque curaron mis heridas. Por ellos supe que muchos de mis guerreros seguían con vida y habían sido hechos prisioneros. Dejando que los druidas enterrasen a los muertos, seguí las huellas del ejército draconiano y llegué hasta Solace.

Gilthanas se detuvo. Su rostro brillaba empapado de sudor y se retorcía las manos nervioso. Se aclaró la garganta de nuevo, intentó hablar pero no pudo. Su padre lo observaba cada vez más preocupado.

Al final Gilthanas continuó:

—Han arrasado Solace.

En la cámara se oyó un tenso murmullo.

—Los duros y resistentes vallenwoods han sido talados y quemados, pocos quedan en pie.

Ahora los elfos gritaban y sollozaban de ira y tristeza. El Orador levantó el brazo para restablecer el orden.

—Son malas noticias —dijo consternado.

—Lamentamos la muerte de árboles que son más viejos incluso que nosotros. Pero continúa... ¿qué le pasó a nuestra gente?

—Encontré a mis hombres atados a unos postes en el centro de la plaza de la ciudad, junto con los humanos que se nos habían unido —Gilthanas prosiguió con la voz entrecortada. Estaban rodeados por guardias draconianos. Creí que podría liberarlos aquella noche. Pero... —La voz le falló totalmente y bajó la cabeza. Su hermano mayor se acercó a él y posó una mano sobre su hombro.

Gilthanas se incorporó.

—Un dragón rojo apareció en el cielo...

De los elfos reunidos surgieron sonidos de sorpresa y enojo. El Orador sacudió la cabeza apenado.

—Sí, Orador —dijo Gilthanas, con voz firme, aunque extrañamente fuerte y discordante—. Es verdad. Esos monstruos han regresado a Krynn. El dragón rojo voló en círculos sobre Solace y los que lo vieron, huyeron despavoridos. Voló cada vez más bajo hasta posarse en la plaza. Su inmenso y reluciente cuerpo rojo de reptil ocupó toda la plaza, sus alas sembraron la destrucción, su cola derribó algunos árboles. Sus amarillos colmillos relucían, de sus inmensas mandíbulas goteaba saliva verdosa, sus gigantescos talones partían la tierra... y, montado sobre su lomo, había un humano.

—Era muy corpulento e iba ataviado con la túnica negra que llevan los sumos sacerdotes de la Reina de la Oscuridad, cubriéndose con una ondeante capa de color negro y oro. Su cara estaba oculta tras una horrenda máscara astada, labrada en negro y oro para emular el rostro de un dragón. Los súbditos del dragón cayeron de rodillas adorándolo tan pronto como lo vieron. Los goblins y los traidores humanos que luchan de su lado se agacharon aterrorizados; muchos de ellos huyeron. Tan sólo el heroico comportamiento de mi gente me impulsó a quedarme.

Ahora que había empezado a hablar, Gilthanas parecía ansioso de contar todo lo sucedido.

—Algunos de los humanos atados a las estacas enloquecieron de terror, chillando lastimosamente, pero mis guerreros permanecieron callados y desafiantes, a pesar de estar igualmente afectados por el miedo provocado por la presencia de los monstruosos dragones. Al jinete del dragón, aquello no le gustó nada. Los miró fijamente y comenzó a hablarles con una voz que parecía surgir de las profundidades de los Abismos. Sus palabras aún resuenan en mi mente.

—«Soy Verminaard, Señor del Dragón del Norte. He luchado para liberar a esta tierra y a estas gentes de los falsos rumores propagados por aquellos que se autodenominan Buscadores. Muchos se han pasado a mi lado, satisfechos de favorecer la gran causa de los Señores de los Dragones. Les he enseñado a tener misericordia y los he favorecido con las bendiciones que me ha otorgado mi diosa. Poseo encantamientos de curación que ningún otro en esta tierra posee, y ello prueba que soy el representante de los verdaderos dioses. Pero vosotros, humanos, me habéis desafiado. Habéis elegido luchar contra mí, por tanto vuestro castigo servirá de escarmiento para todo aquel que elija la insensatez en lugar de la sabiduría». .

—Entonces se dirigió a los elfos y dijo:

—«En este acto proclamo que yo, Verminaard, tal como ha decretado mi diosa, destruiré vuestra raza por completo. A los humanos se les puede enseñar a enmendar sus errores, pero a los elfos... ¡nunca!».

—La voz del hombre se fue elevando hasta hacerse más potente que la voz de los vientos.

—«¡Que éste sea el último aviso para todos los que aquí estáis! ¡Ember, a la carga!».

—Al oír la orden, el gran dragón comenzó a vomitar fuego sobre los que estaban atados a los postes, quienes se retorcían de dolor, indefensos, ardiendo hasta la muerte en una terrible agonía...

La sala se sumió en un silencio absoluto. Todos estaban demasiado impresionados para pronunciar palabra.

—Me sentía enloquecer —continuó Gilthanas con una mirada febril que era casi un reflejo de lo que había visto.

—Decidí unirme a mi gente para morir con ellos, cuando una mano me agarró y me retuvo. Era Theros Ironfield, el herrero de Solace. «No es momento de morir, elfo», me dijo. «Es momento de venganza». Yo... me desmayé, y él me llevó a su casa poniendo en peligro su vida. ¡Y hubiera pagado con su vida la ayuda que brindó a los elfos, si esta mujer no le hubiese curado!

Gilthanas señaló a Goldmoon, quien, de pie entre los compañeros, ocultaba su rostro tras la capa de pieles. El Orador se volvió a mirarla, y lo mismo hicieron todos los presentes, murmurando palabras amenazadoras.