La expresión de avidez del niño se transformó en desilusión. El anciano le dio una palmada en la espalda y miró a la mujer directamente a los ojos.
—Puede que no seas una narradora de cuentos —dijo satisfecho—, pero sabes cantar canciones, Princesa de los Que-shu, hija de Chieftain. Cántale tu canción al chico, Goldmoon, ya sabes cuál.
De pronto, surgido de no se sabe dónde, apareció un laúd en las manos del anciano.
Este se lo entregó a la mujer, que le miró con una mezcla de sorpresa y temor.
—Señor ..., ¿cómo sabéis quién soy?
—Eso no tiene importancia. Canta para nosotros, princesa.
La mujer tomó el laúd con manos temblorosas. Su acompañante pareció musitar una protesta, pero ella no lo escuchó, pues se hallaba bajo el influjo de los brillantes ojos negros del anciano. Lentamente, como si estuviese en trance, comenzó a tocar el laúd. A medida que los melancólicos acordes se fueron filtrando por la sala, las conversaciones fueron cesando y la gente se detuvo a escucharla, pero ella no se daba cuenta. Goldmoon cantaba sólo para el anciano.
Después del último acorde, sobrevino un denso silencio. Respirando profundamente, Goldmoon, le devolvió el laúd al anciano y se retiró entre las sombras una vez más.
—Gracias, querida.
—Y ahora, ¿me podéis contar una historia? —preguntó el niño insatisfecho.
—Por supuesto —contestó el anciano acomodándose de nuevo en su silla —. Una vez, el gran dios Paladine...
—¿Paladine? —interrumpió el niño—. Nunca he oído hablar de ningún dios que se llamara Paladine.
Se oyó un bufido en la mesa de al lado, en la que estaba sentado el Sumo Teócrata. Tanis observó a Hederick, cuyo rostro estaba ceñudo y rojo de furia. El anciano no le prestó atención.
—Paladine es uno de los antiguos dioses, muchacho. Hace ya mucho tiempo que nadie lo venera.
—¿Por qué nos dejó? —preguntó el pequeño.
—No nos dejó —le contestó, y su sonrisa se tornó triste—. Los hombres lo abandonaron a él tras los oscuros días del Cataclismo. Echaron la culpa de la destrucción del mundo a los dioses, en lugar de a sí mismos como deberían haber hecho. ¿Conoces el «Cántico del Dragón»?
—Oh, sí —dijo el niño con entusiasmo —. Me encantan los cuentos de dragones, aunque padre dice que esos monstruos no han existido nunca. Pero yo creo en ellos, ¡espero ver uno algún día!
La expresión del anciano era cada vez más triste, parecía más viejo. Acarició el cabello del niño.
—Ten cuidado con lo que deseas, pequeño mío. —La historia... —insistió el niño.
—¡Ah, sí! Bueno, una vez Paladine oyó la oración de un gran caballero, Huma...
—Huma, ¿el del Cántico?
—Sí, el mismo. Bien, una vez, Huma se perdió en el bosque. Desesperado, dio vueltas y más vueltas y pensó que nunca más podría regresar a su tierra. Rezó a Paladine para pedirle ayuda y, de repente, ante él apareció un ciervo blanco.
—¿Le disparó Huma? —preguntó el niño.
—Iba a hacerlo, pero no fue capaz. No podía disparar a un animal tan magnífico. El ciervo comenzó a alejarse, luego se detuvo y se volvió para mirarlo, como si le estuviese esperando. Huma lo siguió. Siguió al ciervo día y noche hasta que éste lo condujo hasta su tierra. Huma oró a Paladine, agradeciéndoselo...
—¡Blasfemia! —chilló una voz. Se oyó el chirrido de una silla.
Tanis dejó sobre la mesa la jarra de cerveza y alzó la mirada. Todos dejaron de beber y observaron al ebrio Teócrata.
—¡Blasfemia! —Hederick, vacilante y tambaleándose, señaló al anciano—. ¡Hereje! ¡Corrompiendo a nuestra juventud! Os llevaré ante el Consejo. —El Buscador retrocedió unos pasos y luego se tambaleó de nuevo hacia delante. Con aire pomposo miró a su alrededor. ¡Llamen a los guardias! ¡Que arresten a este hombre y a esta mujer por cantar canciones inmorales! ¡Evidentemente es una bruja! ¡Confiscaré esa vara!
El Buscador, dando bandazos, se acercó a la mujer, que lo miraba con repugnancia. Alargando torpemente el brazo, intentó asir la Vara.
—No —le dijo fríamente la mujer llamada Goldmoon—. Esto es mío. No puedes llevártelo.
—¡Bruja! —le dijo con desprecio el Buscador. ¡Soy el Sumo Teócrata! ¡Tomo lo que quiero!
Alargó de nuevo el brazo para tomar la Vara. El acompañante de la mujer se puso en pie.
—La princesa dice que no la tomes —dijo secamente el hombre empujando al Buscador hacia atrás.
El empujón no fue fuerte, pero el ebrio Teócrata perdió totalmente el equilibrio.
Agitando enérgicamente los brazos, intentó recuperarlo. Se balanceó hacia delante, pero, tropezando con sus ropajes, cayó de cabeza en el trepidante fuego.
Se oyó un chisporroteo, hubo una llamarada y enseguida un terrible olor a carne chamuscada. El alarido del Teócrata rasgó la atmósfera general de aturdimiento; enloquecido, el hombre se puso en pie y comenzó a girar sobre sí mismo. ¡Se había convertido en una antorcha viviente!
Tanis y los demás, paralizados por el incidente, seguían sentados incapaces de moverse. Sólo Tasslehoff tuvo la agilidad suficiente para apresurarse a ayudar al Teócrata, que gritaba y agitaba los brazos venteando las llamas que consumían sus ropajes y su cuerpo. Se movía tanto que no había forma de ayudarlo.
—¡Ten! —El anciano agarró la vara adornada con plumas de los bárbaros y se la pasó al kender—. Golpéale, tírale al suelo para que no se mueva; quizás entonces podamos sofocar el fuego.
Tasslehoff tomó la vara, la balanceó con todas sus fuerzas y le asestó al Teócrata un fuerte golpe en el pecho. El hombre cayó al suelo. La gente contuvo la respiración durante unos instantes. El propio Tasslehoff, boquiabierto y con la vara en la mano, se quedó mirando la increíble escena que tenía ante sí.
Las llamas se habían apagado al instante. Su vestimenta estaba intacta. Su piel volvía a ser rosada y saludable. El hombre se incorporó y, con una expresión de asombro y de temor, se quedó mirando sus manos y sus ropajes. Sobre su piel no quedaba ni una sola marca y sobre las telas ni la más mínima carbonilla.
—¡Lo ha curado! —proclamó el anciano en voz alta. ¡La vara! ¡Mirad la vara!
Tasslehoff miró la vara que tenía en sus manos. Era de cristal azul y relucía con una brillante luz azulada.