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De repente, lord Henry se detuvo y contempló las casas que lo rodeaban. Se dio cuenta de que había dejado atrás la de su tía y, sonriendo, volvió sobre sus pasos. Cuando entró en el vestíbulo, un tanto sombrío, el mayordomo le hizo saber que los comensales ya se habían sentado a la mesa. Entregó el sombrero y el bastón a uno de los lacayos y pasó al comedor.

– Tarde como de costumbre -exclamó su tía, reprendiéndolo con un movimiento de cabeza.

Lord Henry inventó una excusa banal y, después de acomodarse en el sitio vacío al lado de lady Agatha, miró a su alrededor para ver a los invitados. Dorian Gray le hizo una tímida inclinación de cabeza desde el extremo de la mesa, apareciendo en sus mejillas un rubor de satisfacción. Frente a él tenía a la duquesa de Harley, una dama con un carácter y un valor admirables, muy querida por todos los que la conocían, y con las amplias proporciones arquitectónicas a las que los historiadores contemporáneos, cuando no se trata de duquesas, dan el nombre de corpulencia. A su derecha estaba sentado sir Thomas Burdon, miembro radical del Parlamento, que seguía a su líder en la vida pública y a los mejores cocineros en la privada, cenando con los conservadores y pensando con los liberales, según una regla tan prudente como bien conocida. El asiento a la izquierda de la duquesa estaba ocupado por el señor Erskine de Treadley, anciano caballero de considerable encanto y cultura, que había caído sin embargo en la mala costumbre de guardar silencio, puesto que, como explicó en una ocasión a lady Agatha, todo lo que tenía que decir lo había dicho antes de cumplir los treinta. A la izquierda de lord Henry se sentaba la señora Vandeleur, una de las amigas más antiguas de su tía, santa entre las mujeres, pero tan terriblemente poco atractiva que hacía pensar en un himnario mal encuadernado. Afortunadamente para él, la señora Vandeleur tenía a su otro lado a lord Faudel -una mediocridad muy inteligente, de más de cuarenta años y calva tan rotunda como una declaración ministerial en la Cámara de los Comunes-, con quien conversaba de esa manera tan intensamente seria que es el único error imperdonable, como él mismo había señalado en una ocasión, en el que caen todas las personas realmente buenas y del que ninguna de ellas escapa por completo.

– Estamos hablando del pobre Dartmoor, lord Henry -exclamó la duquesa, haciéndole, desde el otro lado de la mesa, un gesto amistoso con la cabeza-. ¿Cree usted que se casará realmente con esa joven tan fascinante?

– Creo que la joven está decidida a pedir su mano, duquesa.

– ¡Qué espanto! -exclamó lady Agatha-. Alguien debería tomar cartas en el asunto.

– Me han informado, de muy buena tinta, que su padre tiene un almacén de áridos -dijo sir Thomas Burdon con aire desdeñoso.

– Mi tío ha sugerido y a que se trata de chacinería, sir Thomas.

– ¡Áridos! ¿Qué mercancías son ésas? -preguntó la duquesa, alzando sus grandes manos en gesto de asombro y acentuando mucho el verbo.

– Novelas americanas -respondió lord Henry, mientras se servía una codorniz.

La duquesa pareció desconcertada.

– No le haga caso, querida -susurró lady Agatha-. Mi sobrino nunca habla en serio.

– Cuando se descubrió América… -intervino el miembro radical de la Cámara de los Comunes, procediendo a enumerar algunos datos aburridísimos. Como todas las personas que tratan de agotar un tema, logró agotar a sus oyentes. La duquesa suspiró e hizo uso de su posición privilegiada para interrumpir.

– ¡Ojalá nunca la hubieran descubierto! -exclamó-. A decir verdad, nuestras jóvenes no tienen ahora la menor oportunidad. Es una gran injusticia.

– Quizá, después de todo, América nunca haya sido descubierta -dijo el señor Erskine-; yo diría más bien que fue meramente detectada.

– Sí, sí, pero yo he visto especímenes de sus habitantes -respondió vagamente la duquesa-. He de confesar que la mayoría de las mujeres son extraordinariamente bonitas. Y además visten bien. Compran toda la ropa en París. Me gustaría poder permitírmelo.

– Dicen que cuando mueren, los americanos buenos van a París -rió entre dientes sir Thomas, que tenía un gran armario de frases ingeniosas ya desechadas.

– ¿De verdad? Y, ¿adónde van los malos? -quiso saber la duquesa.

– Van a los Estados Unidos -murmuró lord Henry.

Sir Thomas frunció el ceño.

– Me temo que su sobrino tiene prejuicios contra ese gran país -le dijo a lady Agatha-. He viajado por todo el territorio, en coches suministrados por los directores, que son, en esas cuestiones, extraordinariamente hospitalarios. Le aseguro que es muy instructivo visitarlos Estados Unidos.

– ¿De verdad tenemos que ver Chicago para estar bien educados? -preguntó el señor Erskine quejumbrosamente-. No me siento capaz de emprender ese viaje.

Sir Thomas agitó la mano.