Consideraba evidente que el método experimental era el único que le llevaría al análisis científico de las pasiones; Dorian Gray, por su parte, era el sujeto soñado, y parecía prometer abundantes y preciosos resultados. Su repentino e insensato amor por Sybil Vane era un fenómeno psicológico de interés nada desdeñable. Sin duda, la curiosidad tenía mucho que ver con ello; la curiosidad y el deseo de nuevas experiencias; no se trataba, sin embargo, de una pasión simple sino muy complicada. Lo que había en ella de instinto adolescente puramente sensual había sido transformado gracias a la actividad de la imaginación, transformado en algo que al muchacho mismo le parecía alejado de los sentidos y que era, por esa misma razón, mucho más peligroso. Las pasiones sobre cuyo origen uno se engaña son las que más tiranizan. Los motivos que mejor se conocen tienen mucha menos fuerza. Cuántas veces sucedía que, al creer que se experimenta sobre otros, experimentamos en realidad sobre nosotros mismos.
Un golpe en la puerta sacó a lord Henry de aquella larga ensoñación. Su ayuda de cámara le recordó que tenía que vestirse para cenar. Se levantó y miró hacia la calle. El ocaso había deshecho en dorados escarlatas las ventanas altas de las casas de enfrente. Los cristales brillaban como láminas de metal al rojo vivo. Arriba, el cielo era como una rosa marchita. Lord Henry pensó en su amigo, en aquella vida coloreada por todos los fuegos de la juventud, y se preguntó cómo terminaría todo.
Cuando regresó a su casa, a eso de las doce y media, vio un telegrama sobre la mesa del vestíbulo. Al abrirlo descubrió que era de Dorian Gray. Le anunciaba que se había prometido con la señorita Sibyl Vane.
Capítulo 5
– Qué feliz soy, madre! -susurró la muchacha, escondiendo el rostro en el regazo de la marchita mujer, de aspecto cansado, que, vuelta de espaldas a la luz demasiado estridente de la ventana, estaba sentada en el único sillón que contenía su sórdida sala de estar-. Soy muy feliz -repitió-, ¡y tú también debes serlo!
La señora Vane hizo una mueca de dolor y puso las delgadas manos, con la blancura de los afeites, sobre la cabeza de su hija.
– ¡Feliz! -repitió como un eco-. Sólo soy feliz cuando te veo actuar. Sólo debes pensar en tu carrera. El señor Isaacs ha sido muy bueno con nosotras, y le debemos dinero.
La muchacha alzó la cabeza e hizo un puchero.
– ¿Dinero, madre? -exclamó-, ¿qué importancia tiene el dinero? El amor es más que el dinero.
– El señor Isaacs nos ha adelantado cincuenta libras para pagar nuestras deudas, y para vestir a James como es debido. No debes olvidarlo, Sibyl. Cincuenta libras es mucho. El señor Isaacs ha tenido muchas consideraciones con nosotras.
– No es un caballero, madre, y me desagrada mucho la manera que tiene de hablarme -dijo la muchacha, poniéndose en pie y acercándose a la ventana.
– No sé cómo podríamos arreglárnoslas sin él -respondió la mujer de más edad con tono quejumbroso.
Sibyl movió la cabeza y se echó a reír.
– Ya no nos hace falta, madre. El príncipe azul gobierna ahora nuestras vidas -luego hizo una pausa. Una rosa se agitó en su sangre, encendiéndole las mejillas. La respiración, acelerada, abrió los pétalos de sus labios, que temblaron. Un viento meridional de pasión sopló sobre ella, moviendo los delicados pliegues del vestido-. Le quiero -añadió con sencillez.
– ¡Estúpida niña!, ¡estúpida niña! -fue la frase cotorril que recibió como respuesta. El movimiento de unos dedos deformados, cubiertos de falsas joyas, dio un carácter grotesco a aquellas palabras.
La muchacha volvió a reírse. Su voz reflejaba la alegría de un pájaro enjaulado. Sus ojos retomaron la melodía y le hicieron eco con su brillo: luego se cerraron por un momento, como para ocultar su secreto. Cuando se volvieron a abrir, los velaba la niebla de un sueño.
La sabiduría de unos labios demasiado finos le habló desde el sillón desgastado, aconsejando prudencia, con citas de ese libro sobre la cobardía cuyo autor se disfraza con el nombre de sentido común. No la escuchó. Era libre en la cárcel de su pasión. Su príncipe, el príncipe azul, estaba con ella. Había llamado a la memoria para reconstruirlo. Envió a su alma a buscarlo, y su alma volvió con él. Su beso le quemaba de nuevo la boca. Su aliento le entibiaba los párpados.
La sabiduría cambió entonces de método y habló de espiar y descubrir. Aquel joven podía ser rico. En caso afirmativo, había que pensar en el matrimonio. Contra la concha del oído de Sibyl se estrellaban las olas de la prudencia mundana. Las flechas de la astucia pasaban sin tocarla. Vio que los finos labios se movían, y sonrió.
De repente sintió la necesidad de hablar. El silencio lleno de palabras la desazonaba.
– Madre, madre -exclamó-, ¿por qué me quiere tanto? Sé que yo le quiero. Le quiero porque es la imagen de lo que el mismo Amor debe ser. Pero, ¿qué ve él en mí? No soy digna de él. Y sin embargo, aunque me veo tan por debajo de él, no siento humildad: siento orgullo, un orgullo terrible, pero no sé explicar por qué. Madre, ¿querías a mi padre como yo quiero al príncipe azul? -la mujer de más edad palideció bajo los polvos demasiado visibles que le embadurnaban las mejillas, y sus labios secos se estremecieron en un espasmo de dolor. Sibyl corrió hacia ella, se abrazó a su cuello y la besó-. Perdóname, madre. Ya sé que hablar de mi padre te hace sufrir. Pero sufres porque lo querías muchísimo. No te entristezcas. Soy tan feliz hoy como lo eras tú hace veinte años. ¡Ah, déjame que sea feliz para siempre!
– Hijita mía, eres demasiado joven para pensar en enamorarte. Además, ¿qué sabes de ese joven? Ni siquiera su nombre. Todo esto es muy poco conveniente y, a decir verdad, cuando lames está a punto de irse a Australia y yo tengo tantas preocupaciones, he de decir que podrías haber mostrado un poco más de consideración. Sin embargo, como ya he dicho antes, en el caso de que sea rico… -¡Madre, madre! ¡Permíteme ser feliz!
La señora Vane se la quedó mirando y, con uno de esos falsos gestos teatrales que con tanta frecuencia se convierten casi en segunda naturaleza para un actor, la estrechó entre sus brazos. En aquel momento se abrió la puerta, y un joven de áspero pelo castaño entró en la habitación. Era más bien corpulento, tenía grandes los pies y las manos y se movía con cierta torpeza. No poseía la delicadeza de su hermana y era difícil adivinar el estrecho parentesco que existía entre los dos. La señora Vane fijó sus ojos en él, y su sonrisa se intensificó. Mentalmente elevaba a su hijo a la categoría de público. Estaba segura de que el tableau era interesante.
– Podrías guardar algunos de tus besos para mí, Sibyl, pienso yo -dijo el muchacho con tono de amable reproche.
– ¡Pero si no te gusta que te besen! -exclamó su hermana-. Siempre has sido un cardo borriquero.
Y cruzó corriendo la habitación para abrazarlo.
James Vane contempló con ternura el rostro de su hermana.
– Ven conmigo a dar un paseo, Sibyl. No creo que vuelva a ver nunca este horrible Londres. Estoy seguro de que no lo echaré de menos.
– No digas esas cosas tan horribles, hijo mío -murmuró la señora Vane, retomando, con un suspiro, una chabacana pieza de vestuario teatral que empezó a remendar. La apenaba un tanto que James no se hubiera incorporado a la compañía, lo que hubiera aumentado el pintoresquismo teatral de la situación.
– ¿Por qué no, madre? Es lo que siento.
– Me duele que digas eso, hijo mío. No pierdo la esperanza de que regreses de Australia después de hacer fortuna. Creo que la buena sociedad no existe en las colonias; al menos, nada de lo que yo considero buena sociedad; de manera que cuando hayas triunfado deberás volver a Londres y convertirte aquí en una persona conocida.
– ¡Buena sociedad! -murmuró el muchacho-. No me interesa nada la buena sociedad. Me gustaría ganar algún dinero para sacaros a ti y a Sibyl de los escenarios. Aborrezco la vida del teatro.