– ¡Jim! -exclamó Sibyl, riendo-, ¡qué poco amable por tu parte! ¿De verdad quieres dar un paseo conmigo? ¡Eso está bien! Temía que fueses a despedirte de algunos de tus amigos…, de Tom Hardy, que te regaló esa pipa espantosa, o de Ned Langton, que te toma el pelo fumando en ella. Me conmueve que me concedas tu última tarde. ¿Qué hacemos? ¿Vamos al parque?
– No tengo ropa adecuada -respondió su hermano, frunciendo el ceño-. Al parque sólo va gente elegante. -Tonterías, Jim -susurró Sibyl, acariciándole la manga de la chaqueta.
James vaciló un momento.
– De acuerdo -dijo por fin-, pero no tardes demasiado en vestirte.
Sibyl dio unos pasos de baile hasta la puerta. Se la oyó cantar mientras subía corriendo las escaleras y luego el ruido de sus pies en el piso superior.
Su hermano recorrió la habitación dos o tres veces antes de volverse hacia la figura inmóvil en el sillón.
– ¿Están listas mis cosas, madre? -preguntó.
– Todo está preparado, James -respondió la señora Vane sin levantar los ojos de su labor. Desde hacía varios meses se sentía incómoda cuando se quedaba a solas con aquel hijo suyo tan tosco y tan severo. Temía revelar su secreta frivolidad cada vez que sus miradas se cruzaban. Y se preguntaba con frecuencia si James sospechaba algo. El silencio, porque su hijo no hizo ya ninguna otra observación, llegó a resultarle intolerable y empezó a quejarse. Las mujeres se defienden atacando, como también atacan mediante repentinas y extrañas rendiciones-. Espero que estés satisfecho con tu vida en el mar -dijo-. Recuerda que eres tú quien la ha elegido. Podrías haber entrado en el bufete de un abogado. Los abogados son personas muy respetables, y en provincias comen a menudo con las mejores familias.
– Aborrezco los despachos y los oficinistas -replicó su hijo-. Pero tienes toda la razón. Soy yo quien ha elegido vivir así. Sólo te pido que cuides de Sibyl. No permitas que le suceda nada malo. Tienes que cuidarla, madre.
– Hablas de una manera muy extraña, James. Claro está que cuidaré de Sibyl.
– Me han dicho que hay un caballero que va todas las noches al teatro y luego charla con ella entre bastidores. ¿Es cierto? ¿Qué hay de eso?
– Hablas de cosas que no entiendes, James. En nuestra profesión estamos acostumbradas a recibir atenciones. Hubo un tiempo en que yo misma recibía muchos ramos de flores. Entonces sí que se entendía el trabajo de los actores. En cuanto a Sibyl, ignoro si en el momento actual su interés es serio o no. Pero no hay duda de que el joven que mencionas es un perfecto caballero. A mí me trata con extraordinaria corrección. Por otra parte, da la sensación de ser rico, y las flores que manda son muy bonitas.
– Pero no sabes cómo se llama -dijo el muchacho con aspereza.
– No -respondió la señora Vane con una plácida expresión en el rostro-. No ha revelado aún su verdadero nombre. Y me parece muy romántico. Probablemente se trata de un aristócrata.
James Vane se mordió los labios.
– Cuida de Sibyl, madre -exclamó-. ¡Cuídala!
– Hijo mío, me duelen mucho tus palabras. Siempre cuido de Sibyl de manera muy especial. Por supuesto, si ese caballero es rico, no hay razón para que no se case con él. Estoy segura de que se trata de un aristócrata. Tiene todo el aspecto, no hay la menor duda. Sería un matrimonio brillantísimo para Sibyl. Harían una pareja encantadora. Es un muchacho muy apuesto, todo el mundo lo advierte.
El joven murmuró algo para sus adentros y tableteó sobre el cristal de la ventana con sus dedos de trabajador. Acababa de volverse para decir algo cuando se abrió la puerta y entró Sibyl.
– ¡Qué serios estáis! -exclamó-. ¿Qué sucede?
– Nada -respondió su hermano-. Supongo que a veces hay que ponerse serio. Hasta luego, madre; cenaré a las cinco. El equipaje está hecho, a excepción de las camisas, así que no tienes que preocuparte.
– Hasta luego, hijo mío -respondió ella, con una inclinación resentidamente majestuosa.
Estaba muy molesta con el tono que su hijo había adoptado con ella, y había algo en su mirada que le hacía sentir miedo.
– Bésame, madre -dijo Sibyl. Sus labios florales tocaron la marchita mejilla, entibiando su escarcha.
– ¡Hija mía, hija mía! -exclamó la señora Vane, alzando los ojos al techo en busca de un imaginario anfiteatro. -Vamos, Sibyl -dijo su hermano con impaciencia. Le irritaba la teatralidad de su madre.
Salieron a una luz de reflejos agitados por el viento y empezaron a caminar por la deprimente Euston Road. Los viandantes miraban con asombro al joven corpulento y hosco que, con ropa basta y nada favorecedora, iba acompañado de una joven tan atractiva y de aspecto refinado. Era como un vulgar jardinero paseando con una rosa.
Jim fruncía el ceño de cuando en cuando al sorprender la mirada inquisitiva de algún desconocido. Sentía, ante las miradas insistentes, el desagrado que los genios sólo conocen ya tarde en la vida, y que siempre acompaña a las personas corrientes. Sibyl, sin embargo, no se daba cuenta en absoluto del efecto que causaba. El amor le temblaba en los labios en forma de risa. Pensaba en el príncipe azul y, para poder hacerlo con mayor libertad, se lanzó a parlotear sobre el barco en el que Jim iba a hacerse a la mar, sobre el oro que sin duda encontraría, sobre la maravillosa heredera cuya vida salvaría de los malvados bandidos de camisa roja. Porque no seguiría siendo marinero, o sobrecargo, o lo que fuese que hiciera a bordo. ¡No, no! La existencia de un marinero era espantosa. Qué absurdo encerrarse en un horrible barco que las grupas monstruosas de las olas trataban de invadir, mientras un viento aciago derribaba mástiles y rasgaba velas hasta convertirlas en largos colgajos desmelenados y rugientes. Sin duda, Jim abandonaría la nave en Melbourne, se despediría cortésmente del capitán y se pondría en camino hacia las explotaciones auríferas. Antes de que transcurriese una semana habría encontrado una enorme pepita, la mayor jamás descubierta, y la transportaría hasta la costa en una carreta protegida por seis policías a caballo. Los salteadores los atacarían tres veces, y serían rechazados con inmensas pérdidas. O mejor, no. No iría a las explotaciones auríferas, que eran unos sitios horribles, donde los hombres se emborrachaban y se peleaban a tiros en los bares y decían palabras malsonantes. Se dedicaría a criar ovejas y, una noche, cuando regresara a su casa a caballo, al ver a la bella heredera, raptada por un ladrón con un caballo negro, los daría caza y la rescataría. Por supuesto la muchacha se enamoraría de él, y él de ella, se casarían, volverían a Inglaterra y vivirían en una inmensa casa londinense. Sí, le esperaban aventuras maravillosas. Pero tenía que ser muy bueno, y no enfadarse, ni gastarse el dinero tontamente. Sibyl sólo era un año mayor que Jim, pero sabía mucho más sobre la vida. También tenía que escribirle siempre que hubiera correo, y decir sus oraciones todas las noches antes de acostarse. Dios era muy bueno y cuidaría de él. También ella rezaría por él, y al cabo de muy pocos años regresaría, muy rico ya y muy feliz.
El muchacho la escuchó hoscamente y no hizo ningún comentario. Se le partía el corazón al pensar en abandonar su hogar.
Pero no era sólo eso lo que le deprimía y ponía de mal humor. Pese a su falta de experiencia, se daba cuenta con toda claridad de los peligros de la situación de Sibyl. Aquel joven dandi que le hacía la corte no le traería la felicidad. Era un caballero y lo aborrecía por eso, con una extraña repugnancia instintiva que no sabía explicar y que, por esa misma razón, resultaba aún más imperiosa. Tampoco se le ocultaba la superficialidad y vanidad de su madre, y advertía en ello un peligro infinito para Sibyl y para su felicidad. Los hijos comienzan la vida amando a sus padres; al hacerse mayores, los juzgan, y en ocasiones los perdonan.