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Dándose la vuelta, se dirigió hacia la ventana y alzó el estor. El resplandor del alba inundó la habitación y barrió hacia los rincones oscuros las sombras fantásticas, que se inmovilizaron, temblorosas. Pero la extraña expresión que Dorian Gray había advertido en el rostro del retrato siguió presente, más intensa si cabe. La temblorosa y ardiente luz del sol le mostró los pliegues crueles en torno a la boca con la misma claridad que si se hubiera mirado en un espejo después de cometer alguna acción abominable.

Estremecido, tomó de la mesa un espejo oval, encuadrado por cupidos de marfil, uno de los muchos regalos que lord Henry le había hecho, y lanzó una mirada rápida a sus brillantes profundidades. Ninguna arruga parecida había deformado sus labios rojos. ¿Qué significaba aquello?

Después de frotarse los ojos, se acercó al cuadro y lo examinó de nuevo. No había ninguna señal de cambio cuando miraba el lienzo y, sin embargo, no cabía la menor duda de que la expresión del retrato era distinta. No se lo había inventado. Se trataba de una realidad atrozmente visible.

Dejándose caer sobre una silla empezó a pensar. De repente, como en un relámpago, se acordó de lo que dijera en el estudio de Basil Hallward el día en que el pintor concluyó el retrato. Sí; lo recordaba perfectamente. Había expresado un deseo insensato: que el retrato envejeciera y que él se conservara joven; que la perfección de sus rasgos permaneciera intacta, y que el rostro del lienzo cargara con el peso de sus pasiones y de sus pecados; que en la imagen pintada aparecieran las arrugas del sufrimiento y de la meditación, pero que él conservara todo el brillo delicado y el atractivo de una adolescencia que acababa de tomar conciencia de sí misma. No era posible que su deseo hubiera sido escuchado. Cosas así no sucedían, eran imposibles. Parecía monstruoso incluso pensar en ello. Y, sin embargo, allí estaba el retrato, con un toque de crueldad en la boca.

¡Crueldad! ¿Había sido cruel? Sibyl era la culpable y no él. La había soñado gran artista, y por creerla grande le había entregado su amor. Pero Sibyl le había decepcionado, demostrando ser superficial e indigna. Y, sin embargo, un sentimiento de infinito pesar se apoderó de él, al recordarla acurrucada a sus pies y sollozando como una niñita. Rememoró con cuánta indiferencia la había contemplado. ¿Por qué la naturaleza le había hecho así? ¿Por qué se le había dado un alma como aquélla? Pero también él había sufrido. Durante las tres terribles horas de la representación había vivido siglos de dolor, eternidades de tortura. Su vida bien valía la de Sibyl. Ella lo había maltratado, aunque Dorian le hubiera infligido una herida duradera. Las mujeres, además, estaban mejor preparadas para el dolor. Vivían de sus emociones. Sólo pensaban en sus emociones. Cuando tomaban un amante, no tenían otro objetivo que disponer de alguien a quien hacer escenas. Lord Henry se lo había explicado, y lord Henry sabía cómo eran las mujeres. ¿Qué razón había para preocuparse por Sibyl Vane? Ya no significaba nada para él.

Pero, ¿y el retrato? ¿Qué iba a decir del retrato? El lienzo de Basil Hallward contenía el secreto de su vida, narraba su historia. Le había enseñado a amar su propia belleza. ¿Le enseñaría también a aborrecer su propia alma? ¿Volvería alguna vez a mirarlo?

No; se trataba simplemente de una ilusión que se aprovechaba de sus sentidos desorientados. La horrible noche pasada había engendrado fantasmas. De repente, esa minúscula mancha escarlata que vuelve locos a los hombres se había desplomado sobre su cerebro. El cuadro no había cambiado. Era locura pensarlo.

Sin embargo, el retrato seguía contemplándolo, con el hermoso rostro deformado por una cruel sonrisa. Sus cabellos resplandecían, brillantes, bajo el sol matinal. Los ojos azules del lienzo se clavaban en los suyos. Un indecible sentimiento de compasión le invadió, pero no por él, sino por aquella imagen pintada. Ya había cambiado y aún cambiaría más. El oro se marchitaría en gris. Las rosas, rojas y blancas, morirían. Por cada pecado que cometiera, una mancha vendría a ensuciar y a destruir su belleza. Pero no volvería a pecar. El cuadro, igual o distinto, sería el emblema visible de su conciencia. Resistiría a la tentación. Nunca volvería a ver a lord Henry: no volvería a escuchar, al menos, aquellas teorías sutilmente ponzoñosas que, en el jardín de Basil Hallward, habían despertado en él por vez primera el deseo de cosas imposibles. Volvería junto a Sibyl Vane, le pediría perdón, se casaría con ella, se esforzaría por amarla de nuevo. Sí; era su deber hacerlo. Sin duda había sufrido más que él. ¡Pobre chiquilla! ¡Qué cruel y egoísta había sido! La fascinación que provocara en él renacería. Serían felices juntos. Su vida con ella sería hermosa y pura.

Se levantó de la silla y colocó un biombo de grandes dimensiones delante del retrato, estremeciéndose mientras lo contemplaba. «¡Qué horror!», murmuró, y, acercándose a la puerta que daba al jardín, la abrió. Al pisar la hierba, respiró hondo. El frescor del aire matutino pareció ahuyentar todas sus sombrías pasiones. Pensaba sólo en Sibyl. Un débil eco del antiguo amor reapareció en su pecho. Repitió muchas veces su nombre. Los pájaros que cantaban en el jardín empapado de rocío parecían hablar de ella a las flores.

Capítulo 8

Era más de mediodía cuando se despertó. Su ayuda de cámara había entrado varias veces de puntillas en la habitación, preguntándose qué hacía dormir hasta tan tarde a su amo. Dorian tocó finalmente la campanilla, y Víctor apareció sin hacer ruido con una taza de té y un montón de cartas en una bandejita de porcelana de Sévres. Luego descorrió las cortinas de satén color oliva, con forro azul irisado, que cubrían las tres altas ventanas de la alcoba.

– El señor ha dormido muy bien esta noche -dijo, sonriendo.

– ¿Qué hora es, Víctor? -preguntó Dorian, todavía medio despierto.

– La una y cuarto, señor.

¡Qué tarde ya! Se sentó en la cama y, después de tomar unos sorbos de té, se ocupó del correo. Una de las cartas era de lord Henry, y la habían traído a mano por la mañana. Dorian vaciló un momento y luego terminó por apartarla. Las demás las abrió distraídamente. Contenían la usual colección de tarjetas, invitaciones para cenar, entradas para exposiciones privadas, programas de conciertos con fines benéficos y otras cosas parecidas que llueven todas las mañanas sobre los jóvenes de la buena sociedad durante la temporada. Había también una factura considerable por un juego de utensilios de aseo Luis XV de plata repujada, factura que Dorian no se había atrevido aún a reexpedir a sus tutores, personas extraordinariamente chapadas a la antigua, incapaces de comprender que vivimos en una época en la que ciertas cosas innecesarias son nuestras únicas necesidades; también encontró varias comunicaciones, redactadas en términos muy corteses, de los prestamistas de Jermyn Street, ofreciéndose a adelantarle cualquier cantidad de dinero sin molestas esperas y a unas tasas de interés sumamente razonables.

Al cabo de unos diez minutos Dorian se levantó y, echándose por los hombros una lujosa bata de lana de Cachemira con bordados en seda, entró en el cuarto de baño con suelo de ónice. El agua fresca lo despejó después de las muchas horas de sueño. Parecía haber olvidado lo sucedido el día anterior. Una vaga sensación de haber participado en alguna extraña tragedia se le pasó por la cabeza una o dos veces, pero con la irrealidad de un sueño.