– ¡Quitado la vida! ¡Cielo santo! ¿Se sabe a ciencia cierta? -exclamó Hallward, mirando horrorizado a su amigo.
– ¡Mi querido Basil! ¿No pensarás que ha sido un vulgar accidente? Por supuesto que se ha suicidado.
El hombre de más edad se cubrió la cara con las manos.
– Qué cosa tan terrible -murmuró, el cuerpo entero sacudido por un estremecimiento.
– No -dijo Dorian Gray-; no tiene nada de terrible. Es una de las grandes tragedias románticas de nuestra época. Por regla general, los actores llevan una vida bien corriente. Son buenos maridos, o esposas fieles, o algo igualmente tedioso. Ya sabes a qué me refiero, virtudes de la clase media y todas esas cosas. ¡Qué diferente era Sibyl, que ha vivido su mejor tragedia! Fue siempre una heroína. La última noche que actuó, la noche en que tú la viste, su interpretación fue mala porque había conocido la realidad del amor. Cuando conoció su irrealidad, murió, como podría haber muerto Julieta. Volvió de nuevo a la esfera del arte. Había algo de mártir en ella. Su muerte tiene toda la patética inutilidad del martirio, toda su belleza desperdiciada. Pero, como iba diciendo, no debes pensar que no he sufrido. Si hubieras venido ayer en cierto momento, hacia las cinco y media, quizá, o las seis menos cuarto, me habrías encontrado llorando. Incluso Harry, que estaba aquí y fue quien me trajo la noticia, no se dio cuenta de lo que me sucedía. Sufrí inmensamente. Luego el sufrimiento acabó. No puedo repetir una emoción. Nadie puede, excepto las personas sentimentales. Y tú eres terriblemente injusto, Basil. Vienes aquí a consolarme. Es muy de agradecer. Me encuentras consolado y te enfureces. ¡Bien por las personas compasivas! Me haces pensar en una historia que me contó Harry acerca de cierto filántropo que se pasó veinte años tratando de rectificar un agravio o de cambiar una ley injusta, no recuerdo exactamente de qué se trataba. Finalmente lo consiguió, y su decepción fue inmensa. Como no tenía absolutamente nada que hacer, casi se murió de ennui, convirtiéndose en un perfecto misántropo. Y además, mi querido Basil, si realmente quieres consolarme, enséñame más bien a olvidar lo que ha sucedido o a verlo desde el ángulo artístico más conveniente. ¿No era Gautier quien hablaba sobre la consolafon des arts? Recuerdo haber encontrado un día en tu estudio un librito con tapas de vitela en el que descubrí por casualidad esa frase deliciosa. Bien, no soy como el joven de quien me hablaste cuando estuvimos juntos en Marlow, el joven para quien el satén amarillo podía consolar a cualquiera de todas las tristezas de la vida. Me gustan las cosas hermosas que se pueden tocar y utilizar. Brocados antiguos, bronces con cardenillo, objetos lacados, marfiles tallados, ambientes exquisitos, lujo, pompa: es mucho lo que se puede disfrutar con todas esas cosas. Pero el temperamento artístico que crean, o que al menos revelan, tiene todavía más importancia para mí. Convertirse en el espectador de la propia vida, como dice Harry, es escapar a sus sufrimientos. Ya sé que te sorprende que te hable de esta manera. No te has dado cuenta de cómo he madurado. No era más que un colegial cuando me conociste. Soy un hombre ya. Tengo nuevas pasiones, nuevos pensamientos, nuevas ideas. Soy diferente, pero no debes tenerme menos afecto. He cambiado, pero tú serás siempre mi amigo. Es cierto que a Harry le tengo mucho cariño. Pero sé que tú eres mejor. Menos fuerte, porque le tienes demasiado miedo a la vida, pero mejor. Y, ¡qué felices éramos cuando estábamos juntos! No me dejes, Basil, ni te pelees conmigo. Soy lo que soy. No hay nada más que decir.
El pintor se sintió extrañamente emocionado. Apreciaba infinitamente a Dorian, y gracias a su personalidad su arte había dado un paso decisivo. No cabía seguir pensando en hacerle reproches. Tal vez su indiferencia fuese un estado de ánimo pasajero. ¡Había tanta bondad en él, tanta nobleza!
– Bien, Dorian -dijo, finalmente, con una triste sonrisa-; a partir de hoy no volveré a hablarte de ese suceso tan terrible. Sólo deseo que tu nombre no se vea mezclado en un escándalo. La investigación judicial se celebra esta tarde. ¿Te han convocado?
Dorian negó con la cabeza; y una expresión de fastidio pasó por su rostro al oír mencionar la palabra «investigación». Todo aquel asunto tenía algo de vulgar y de tosco.
– No saben cómo me llamo -respondió.
– ¿Tampoco ella?
– Sólo mi nombre de pila, y estoy seguro de que nunca se lo dijo a nadie. En una ocasión me contó que todos tenían una gran curiosidad por saber quién era yo, pero siempre les decía que era el Príncipe Azul. Una delicadeza por su parte. Has de hacerme un dibujo de Sibyl, Basil. Me gustaría tener algo más que el recuerdo de algunos besos y unas palabras entrecortadas llenas de patetismo.
– Trataré de hacer algo, Dorian, si eso te agrada. Pero tienes que venir y posar para mí de nuevo. Sin ti no hago nada que merezca la pena.
– Nunca volveré a posar para ti. ¡Es imposible! -exclamó Dorian, retrocediendo.
El pintor lo miró fijamente.
– ¡Mi querido Dorian, eso es una tontería! -exclamó-. ¿Quieres decir que no te gusta el retrato tuyo que pinté? ¿Dónde está? ¿Por qué has colocado ese biombo delante? Déjamelo ver. Es lo mejor que he hecho. Haz el favor de retirar el biombo, Dorian. Me parece vergonzoso que tu criado esconda mi retrato de esa manera. Ahora comprendo por qué la habitación me ha parecido distinta al entrar.
– Mi criado no tiene nada que ver con eso. ¿No imaginarás que le dejo arreglar la biblioteca por mí? A veces coloca las flores…, eso es todo. No; soy yo quien lo ha hecho. La luz era demasiado fuerte para el retrato.
– ¡Demasiado fuerte! No puede ser. Es un sitio admirable para ese cuadro. Déjamelo ver.
Un grito de terror escapó de la boca de Dorian Gray, que corrió a situarse entre el pintor y el biombo.
– Basil -dijo, sumamente pálido-, no debes verlo. No quiero que lo veas.
– ¡Que no vea mi propia obra! No hablas en serio. ¿Por qué tendría que no verlo? -preguntó Hallward, riendo.
– Si tratas de verlo, te juro por mi honor que nunca volveré a dirigirte la palabra mientras viva. Hablo completamente en serio. No te doy ninguna explicación, ni te permito que me la pidas. Pero, recuérdalo, si tocas ese biombo, nuestra amistad se habrá terminado para siempre.
Hallward quedó anonadado. Miró a Dorian Gray con infinito asombro. Nunca lo había visto así. El muchacho estaba lívido de rabia. Apretaba los puños y sus pupilas eran como discos de fuego azul. Temblaba de pies a cabeza.
– ¡Dorian!
– ¡No digas nada!
– Pero, ¿qué es lo que te pasa? Por supuesto que no voy a mirarlo si tú no quieres -dijo, con bastante frialdad, girando sobre los talones y acercándose a la ventana-. Pero me parece bastante absurdo que no pueda ver mi propia obra, sobre todo cuando me dispongo a exponerla en París en otoño. Probablemente tendré que darle otra mano de barniz antes, de manera que tendré que verlo algún día, y ¿por qué no hoy?
– ¿Exponerlo? ¿Quieres exponerlo? -exclamó Dorian Gray, sintiendo que le invadía un extraño terror. ¿Iba a ser el mundo testigo de su secreto? ¿Se quedaría la gente con la boca abierta ante el misterio de su vida? Imposible. Había que hacer algo, no sabía aún qué, y hacerlo de inmediato.
– Sí; espero que no te opongas. George Petit va a reunir mis mejores obras para una exposición personal en la rue de Séze que se inaugurará la primera semana de octubre. El retrato sólo estará fuera un mes. Creo que podrás pasarte sin él ese tiempo. De hecho es seguro que no estarás en Londres. Y si lo tienes detrás de un biombo, quiere decir que no te importa demasiado.
Dorian Gray se pasó la mano por la frente, donde habían aparecido gotitas de sudor. Se sentía al borde de un espantoso abismo.
– Hace un mes me dijiste que no lo expondrías nunca -exclamó-. ¿Por qué has cambiado de idea? Las personas que presumís de coherentes sois tan caprichosas como todo el mundo. La única diferencia es que vuestros caprichos carecen de sentido. No es posible que lo hayas olvidado: me aseguraste con toda la solemnidad del mundo que nada te impulsaría a mandarlo a ninguna exposición. Y a Harry le dijiste exactamente lo mismo.