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Se detuvo de repente y apareció en sus ojos un brillo especial. Recordó que lord Henry le había dicho en una ocasión, medio en serio medio en broma: «Si quieres pasar un cuarto de hora insólito, haz que Basil te cuente por qué no quiere exponer tu retrato. A mí me lo contó, y fue toda una revelación». Sí; quizá también Basil tuviera su secreto. ¿Y si tratara de interrogarlo?

– Basil -le dijo, acercándose mucho y mirándolo fijamente a los ojos-, los dos tenemos un secreto. Hazme saber el tuyo y yo te contaré el mío. ¿Qué razón tenías para negarte a exponer el retrato?

El pintor se estremeció a su pesar.

– Si te lo dijera, quizá disminuyera el aprecio que me tienes, y sin duda alguna te reirías de mí. Me resulta insoportable que suceda cualquiera de esas dos cosas. Si no quieres que vuelva a ver el cuadro, lo acepto. Siempre puedo mirarte a ti. Si quieres que mi mejor obra permanezca oculta para el mundo, me doy por satisfecho. Tu amistad es más importante para mí que la fama o la reputación.

– No, Basil; me lo tienes que contar -insistió Dorian Gray-. Creo que tengo derecho a saberlo -el sentimiento de terror había desaparecido, sustituido por la curiosidad. Estaba decidido a descubrir el misterio de Basil Hafward.

– Vamos a sentarnos, Dorian -dijo el pintor con gesto preocupado-. Siéntate y respóndeme a una sola pregunta. ¿Has notado algo peculiar en el cuadro? ¿Algo que probablemente no advertiste en un primer momento, pero que se te ha revelado de repente?

– ¡Basil! -exclamó el muchacho, agarrándose a los brazos del sillón con manos temblorosas, y mirándolo con ojos más llenos de miedo que de sorpresa.

– Ya veo que sí. No digas nada. Espera a escuchar lo que tengo que decir. Desde el momento en que te conocí, tu personalidad ha tenido sobre mí la más extraordinaria de las influencias. Has dominado mi alma, mi cerebro, mis energías. Te convertiste en la encarnación tangible de ese ideal nunca visto cuyo recuerdo obsesiona a los artistas como un sueño inefable. Te idolatraba. Sentía celos de todas las personas con las que hablabas. Te quería para mí solo. Sólo era feliz cuando estaba contigo. Y cuando te alejabas de mí seguías presente en mi arte… Por supuesto nunca te hice saber nada de todo eso. Hubiera sido imposible. No lo habrías entendido. Apenas lo entendía yo. Sólo sabía que había visto la perfección cara a cara, y que, ante mis ojos, el mundo se había convertido en algo maravilloso; demasiado maravilloso, quizá, porque en una adoración tan desmesurada existe un peligro, el peligro de perderla, no menos grave que el de conservarla… Pasaron semanas y semanas, y yo estaba cada día más absorto en ti. Luego sucedió algo nuevo. Te había dibujado como Paris con una primorosa armadura, y como Adonis con capa de cazador y lanza bruñida. Coronado con flores de loto en la proa de la falúa de Adriano, mirando hacia la otra orilla sobre las verdes aguas turbias del Nilo. Inclinado sobre un estanque inmóvil en algún bosque griego, habías visto en la plata silenciosa del agua la maravilla de tu propio rostro. Y todo había sido, como conviene al arte, inconsciente, ideal y remoto. Un día, un día fatídico, pienso a veces, decidí pintar un maravilloso retrato tuyo tal como eres, no con vestiduras de edades muertas, sino con tu ropa y en tu época. No sé si fue el realismo del método o la maravilla misma de tu personalidad, que se me presentó entonces sin intermediarios, sin niebla ni velo. Pero sé que mientras trabajaba en él, con cada pincelada, con cada toque de color me parecía estar revelando mi secreto. Sentí miedo de que otros advirtieran mi idolatría. Comprendí que había dicho demasiado, que había puesto demasiado de mí en aquel cuadro. Decidí entonces no permitir que el retrato se expusiera nunca en público. Tú te molestaste un poco; pero no te diste cuenta de todo lo que significaba para mí. Harry, a quien le hablé de ello, se rió de mí. Pero no me importó. Cuando el cuadro estuvo terminado, y me quedé a solas con él, sentí que yo tenía razón… Luego, a los pocos días, el lienzo abandonó mi estudio, y tan pronto como me libré de la intolerable fascinación de su presencia, me pareció absurdo imaginar que hubiera algo especial en él, aparte del hecho de que tú eras muy bien parecido y de que yo era capaz de pintar. Incluso ahora no puedo por menos de pensar que es un error creer que la pasión que se siente durante la creación aparece de verdad en la obra creada. El arte es siempre más abstracto de lo que imaginamos. La forma y el color sólo nos hablan de sí mismos…, eso es todo. Con frecuencia me parece que el arte esconde al artista mucho más de lo que lo revela. De manera que cuando recibí la invitación de París decidí hacer de tu retrato la pieza principal de mi exposición. Nunca se me ocurrió que te negaras. Ahora comprendo que tenías razón. El retrato no se puede mostrar. No te enfades conmigo por lo que te he contado, Dorian. Como le dije a Harry en una ocasión, estás hecho para ser adorado.

Dorian Gray respiró hondo. Sus mejillas recobraron el color y sus labios juguetearon con una sonrisa. Había pasado el peligro. De momento estaba a salvo. Pero no podía dejar de sentir una piedad infinita por el pintor que acababa de hacerle aquella extraña confesión, al tiempo que se preguntaba si alguna vez llegaría a sentirse tan dominado por la personalidad de un amigo. Lord Henry tenía el encanto de ser muy peligroso. Pero nada más. Era demasiado inteligente y demasiado cínico para que nadie sintiera por él un afecto apasionado. ¿Habría alguna vez alguien que suscitara en él, en Dorian Gray, tan extraña idolatría? ¿Era ésa una de las cosas que le reservaba la vida?

– Me parece extraordinario, Dorian -prosiguió Hallward-, que hayas descubierto mi secreto en el retrato. ¿Lo has visto de verdad?

– Vi algo en él -respondió el joven-; algo que me pareció sumamente curioso.

– Bien; ahora ya no te importará que lo vea, ¿no es cierto?

Dorian negó con un movimiento de cabeza.

– No me pidas eso, Basil. No puedo permitir que veas ese cuadro cara a cara.

– Pero llegará algún día en que sí.

– Nunca.

– Bien; quizás estés en lo cierto. Me despido de ti. Has sido la única persona que de verdad ha influido en mi arte. Si he hecho algo que merezca la pena, te lo debo a ti. ¡Ah! No sabes lo que me ha costado decirte todo lo que te he dicho.

– Mi querido Basil -respondió Dorian-, ¿qué es lo que me has contado? Simplemente, que te parecía que me admirabas demasiado. Eso ni siquiera llega a ser un cumplido.

– No era mi intención hacerte un cumplido. Ha sido una confesión. Ahora que ya la he hecho, tengo la impresión de haber perdido algo de mí mismo. Quizá nunca se deba traducir en palabras un sentimiento de adoración.

– Ha sido una confesión muy decepcionante.

– ¿Qué esperabas, Dorian? No has visto ninguna otra cosa en el cuadro, ¿no es cierto? ¿Había algo más que ver?

– No, no había nada más. ¿Por qué lo preguntas? Pero no debes hablar de adoración. No tiene sentido. Tú y yo somos amigos, y hemos de seguir siéndolo siempre.

– Tienes a Harry-dijo el pintor con tristeza.

– ¡Ah, Harry! -exclamó el muchacho con una carcajada-. Harry se pasa los días diciendo cosas increíbles y las veladas haciendo cosas improbables. Exactamente la clase de vida que me gustaría llevar. Pero de todos modos no creo que fuese en busca de Harry cuando tuviera problemas. Creo que iría antes a verte a ti.

– ¿Volverás a posar para mí?

– ¡Imposible!

– Destrozas mi vida de artista negándote. Nadie se tropieza dos veces con el ideal. Y son muy pocos los que lo encuentran siquiera una.