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También sentía una especial pasión por las vestiduras eclesiásticas, como de hecho por todo lo referente al servicio de la Iglesia. En los largos baúles de cedro, dispuestos a lo largo de la galería oeste de su casa, había almacenado gran número de ejemplares raros y soberbios de lo que es realmente el aderezo de la Esposa de Cristo, que debe adornarse con la púrpura, las joyas y el lino de mejor calidad para ocultar su pálido cuerpo, mortificado, gastado por el sufrimiento que ella misma busca y herido por los dolores que se inflige. Dorian poseía una suntuosa capa pluvial de seda carmesí y damasco con hilo de oro, en la que las granadas repetían un motivo estilizado de flores de seis pétalos, a cuyos lados se reproducía en perlas finas el emblema de la piña. Los orifrés estaban divididos en paneles representando escenas de la vida de la Virgen, y bordada su coronación en sedas de colores sobre la capucha. Se trataba de un trabajo italiano del siglo XV. Otra capa pluvial era de terciopelo verde, bordado con grupos de hojas de acanto en forma de corazón, de los que surgían flores blancas de largo tallo, trabajadas en hilo de plata y cristales de colores. El broche lucía una cabeza de serafín bordada en relieve con hilo de oro. Los orifrés estaban tejidos en un adamascado de seda roja y oro, y constelados con medallones de muchos mártires y santos, entre los que se hallaba san Sebastián. También se hizo con casullas de seda color ámbar, y seda azul y brocado de oro, y de seda adamascada amarilla y paño de oro, con representaciones de la Pasión y la Crucifixión de Cristo, y bordadas con leones y pavos reales y otros emblemas; dalmáticas de satén blanco y de damasco de seda rosa, decoradas con tulipanes y delfines y flores de lis; frontales de altar de terciopelo carmesí y lino azul; y muchos corporales, velos de cáliz y sudarios. En la utilización mística asignada a aquellos objetos había algo que estimulaba su imaginación.

Porque aquellos tesoros y todo lo que coleccionaba en su hermosa mansión estaba destinado a servirle de medio para el olvido, eran una manera de escapar, durante una temporada, al miedo que a veces le parecía casi demasiado intenso para poder soportarlo. En una pared de la solitaria habitación, siempre cerrada con llave, donde transcurriera una parte tan considerable de su infancia y adolescencia, había colgado con sus propias manos el terrible retrato cuyos rasgos cambiantes le mostraban la verdadera degradación de su vida, y delante, a modo de cortina, había colocado el paño mortuorio de color morado y oro. Pasaba semanas sin subir, olvidándose de aquella espantosa pintura, recuperando la ligereza de espíritu, la maravillosa alegría de vivir, dejándose absorber apasionadamente por la existencia misma. Luego, de repente, una noche cualquiera, salía furtivamente de su casa, bajaba hasta alguno de los terribles lugares próximos a Blue Gate Fields, y allí se quedaba, por espacio de varios días, hasta que lo echaban. Al regresar a su casa, se sentaba delante del retrato, a veces aborreciéndolo y aborreciéndose, pero dejándose dominar, en otras ocasiones, por ese orgulloso individualismo que supone buena parte de la fascinación del pecado, y sonreía, secretamente complacido, a la imagen deforme, condenada a soportar el peso que debiera haber caído sobre sus espaldas.

Al cabo de algunos años empezó a resultarle imposible pasar mucho tiempo fuera de Inglaterra, y renunció a la villa que había compartido en Trouville con lord Henry, así como a la blanca casita de Argel, aislada por un alto muro, donde ambos habían pasado más de una vez el invierno. No podía vivir lejos del retrato que era un elemento tan imprescindible de su vida, y temía, además, que, durante su ausencia, alguien entrara en la habitación, a pesar de los complicados cerrojos que había hecho instalar.

Se daba cuenta, por otra parte, con toda claridad, de que el retrato nada revelaría. Era cierto que todavía conservaba, bajo la vileza y fealdad del rostro, un considerable parecido con el original; pero, ¿qué consecuencias se podían extraer de ello? Dorian Gray se reiría de cualquiera que intentase utilizarlo en su contra. No lo había pintado él. ¿Qué le importaba lo vil y abyecto de su apariencia? Aunque revelase la verdad, ¿quién la creería?

Pero eso no impedía que sintiera miedo. A veces, cuando se hallaba en la gran mansión familiar de Nottinghamshire, donde recibía a los jóvenes elegantes de su misma posición social que eran sus compañeros habituales, y donde asombraba a todo el condado por el lujo gratuito y la suntuosidad desmedida de su manera de vivir, abandonaba de repente a sus invitados para regresar precipitadamente a la capital y comprobar que nadie había forzado la puerta y que el retrato seguía en su sitio. ¿Qué sucedería si alguien lo robara? La mera posibilidad le helaba de horror. Sin duda el mundo llegaría entonces a conocer su secreto. Quizá el mundo lo sospechaba ya.

Porque, si bien era cierto que fascinaba a muchos, había ya bastantes personas que desconfiaban de él. Casi estuvieron a punto de negarle la admisión en un club del West End, pese a que su cuna y su posición social justificaban plenamente que se le diera una respuesta afirmativa; también se contaba que, en una ocasión, al llevarle uno de sus amigos al salón para fumadores del Churchill, el duque de Berwick y otro caballero se pusieron en pie de manera muy ostensible y se retiraron. Curiosas historias acerca de su persona empezaron a hacerse frecuentes una vez que cumplió los veinticinco años. Se rumoreaba que se le había visto peleándose con marineros extranjeros en un local de pésima reputación en las profundidades de Whitechapel, e igualmente que se relacionaba con ladrones y monederos falsos y que conocía todos los misterios de sus oficios. Sus sorprendentes ausencias se hicieron famosas, y cuando reaparecía entre la buena sociedad, la gente cuchicheaba en los rincones, o dejaba escapar una risa burlona al pasar a su lado, o lo miraba con fríos ojos interrogadores, como si estuvieran decididos a descubrir su secreto.

Dorian Gray, por supuesto, no prestaba la menor atención a tales insolencias y desprecios deliberados y, en opinión de la mayoría, su naturalidad y su aire jovial, su encantadora sonrisa adolescente y la gracia infinita de la maravillosa juventud que parecía no abandonarle nunca, eran por sí solas respuesta suficiente a las calumnias, porque así las calificaba la mayoría, que circulaban acerca de él. Se señalaba, de todos modos, que algunas de las personas con las que había tenido un trato más íntimo parecían, al cabo de algún tiempo, evitarlo. Mujeres que manifestaron hacia él una adoración sin limites, que desafiaron por él la censuró de la sociedad y que prescindieron de todas las convenciones, palidecían de vergüenza y horror si Dorian Gray entraba en el salón donde se encontraban.

Aquellos escándalos susurrados sólo servían, sin embargo, a ojos de muchos, para acrecentar su extraño y peligroso encanto. Su gran fortuna era, indudablemente, un elemento de seguridad. La sociedad, la sociedad civilizada al menos, nunca está muy dispuesta a creer nada en detrimento de quienes son, al mismo tiempo, ricos y fascinantes. Siente, de manera instintiva, que los modales tienen más importancia que la moral y, en su opinión, la respetabilidad más acrisolada vale muchísimo menos que la posesión de un buen chef. Y, a decir verdad, consuela muy poco saber que la persona que te invita a una cena execrable o que te sirve un vino de mala calidad es irreprochable en su vida privada. Ni siquiera las virtudes cardinales justifican unas entrées semifrías, como señaló en una ocasión lord Henry en un debate sobre aquel tema; y existen sin duda excelentes razones para sostener ese punto de vista. Porque los cánones de la buena sociedad son, o deberían ser, los mismos que los cánones del arte. La forma es absolutamente esencial. La vida social debe tener la dignidad de una ceremonia, y también su irrealidad, y combinar la insinceridad de una comedia romántica con el ingenio y la belleza que la dotan de encanto para nosotros. ¿Acaso la insinceridad es una cosa tan terrible? No lo creo. Es, sencillamente, un método que nos permite multiplicar nuestras personalidades.