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El ayuda de cámara tuvo que tocarle dos veces en el hombro para despertarlo, y mientras abría los ojos la sombra de una sonrisa cruzó por sus labios, como si hubiera estado perdido en algún sueño placentero. En realidad no había soñado en absoluto. Ninguna imagen, ni agradable ni dolorosa, había turbado su descanso. Pero la juventud sonríe sin motivo. Es uno de sus mayores encantos.

Volviéndose, Dorian Gray empezó a tomar a sorbos el chocolate, apoyándose en el codo. El dulce sol de noviembre entraba a raudales en el cuarto. El cielo resplandecía y había en el aire una tibieza reconfortante. Era casi como una mañana de mayo.

Poco a poco, los acontecimientos de la noche anterior penetraron en su cerebro, avanzando a pasos furtivos con los pies manchados de sangre, hasta recobrar su forma con terrible claridad. En su rostro apareció una mueca de dolor al recordar todo lo que había sufrido y, por un momento, volvió a apoderarse de él, llenándolo de una cólera glacial, el extraño sentimiento de odio que le había obligado a matar a Basil Hallward. El muerto seguía sin duda sentado en la silla, iluminado ahora por el sol. ¡Qué horrible imagen! Cosas tan espantosas como aquélla eran para la oscuridad de la noche, no para la luz del día.

Sintió que si meditaba sobre lo que le había sucedido se exponía a enfermar o a volverse loco. Había pecados cuya fascinación residía más en la memoria que en su misma realización; extraños triunfos más gratificantes para el orgullo que para las pasiones, y que daban a la inteligencia un sentimiento de alegría más vivo, superior al gozo que procuran o podrían jamás procurar a los sentidos. Pero este último no pertenecía a esa categoría. Se trataba de algo que era necesario expulsar de la mente, adormecerlo con opio, estrangularlo antes de que pudiera estrangularlo a uno.

Cuando el reloj dio la media, Dorian Gray se pasó la mano por la frente, se levantó con decisión, y se vistió con más cuidado incluso del habitual, prestando gran atención a la elección de la corbata y del alfiler, y cambiando más de una vez de sortijas. También dedicó mucho tiempo al desayuno, probando los diferentes platos, hablando con su ayuda de cámara sobre las nuevas libreas que estaba pensando encargar para los criados de Selby, y revisando la correspondencia. Algunas de las cartas le hicieron sonreír. Tres le aburrieron. Una la leyó varias veces y luego la rasgó con un ligero gesto de irritación en el rostro. «¡Qué calamidad, los recuerdos de una mujer!», como lord Henry había dicho en una ocasión.

Después de beber la taza de café solo, se limpió lentamente los labios con la servilleta, hizo un gesto a su cría-do para que esperase y, dirigiéndose hacia su escritorio, se sentó y redactó dos cartas. Guardó una en el bolsillo y tendió la otra al criado.

– Llévela al 152 de Hertford Street, Francis, y si el señor Campbell ha salido de Londres, pida que le den su dirección.

Cuando se quedó solo encendió un cigarrillo y empezó a hacer dibujos en un trozo de papeclass="underline" primero flores, luego detalles arquitectónicos y, finalmente, rostros. De repente advirtió que todas las caras que dibujaba parecían tener un extraño parecido con Basil Hallward. Frunció el ceño y, poniéndose en pie, se acercó a una estantería y tomó un volumen al azar. Estaba decidido a no pensar en lo que había sucedido hasta que fuese absolutamente necesario hacerlo.

Después de tumbarse en el sofá miró el título del libro. Se trataba de Émaux et Camées [14] , la edición de Charpentier en papel japón, con un grabado de Jacquemart [15]. La encuadernación era de cuero verde limón, con un enrejado en oro, salpicado de granadas. Se lo había regalado Adrian Singleton. Al pasar las páginas, sus ojos se detuvieron en un poema sobre la mano de Lacenaire [16], la helada mano amarillenta «du supplice encore mal lavée», con su vello rojo y sus «doigts de faune». Dorian Gray se miró los dedos, blancos como la cera, tuvo un estremecimiento a su pesar, y siguió adelante, hasta que llegó a las espléndidas estrofas dedicadas a Venecia:

Sur une gamme chromatique, Le sein de perles ruisselant, La Vénus de l'Adriatique Sort de feau son corps rose et blanc.
Les dómes, sur I'azur des ondes Suivant la phrase au pur contour, S'enflentcomme des gorges rondes Que souléve un soupir d'amour.
L'esquif aborde et me dépose Jetantson amarre au pilfer, Devant une fa~ade rose, Sur le marbre d'un escalier.

¡Qué versos exquisitos! Al leerlos se tenía la impresión de estar flotando por los verdes canales de la ciudad de color rosa y gris perla, sentado en una góndola negra con la proa de plata y unos cendales arrastrados por la brisa. Los versos mismos le parecían las rectas estelas azul turquesa que siguen al visitante cuando navega hacia el Lido. Los repentinos estallidos de color le recordaban los destellos de las palomas -la garganta de color ópalo e iris- que revolotean en torno al esbelto campanile acolmenado, o que pasean, con tranquila elegancia, entre los polvorientos arcos en penumbra. Recostándose, con los ojos semicerrados, Dorian repitió una y otra vez los versos:

«Devant une fa~ade rose, Sur le marbre d'un escalier».

Toda Venecia estaba contenida allí. Recordó el otoño que había pasado en la ciudad, y el maravilloso amor que le empujó a desenfrenadas y deliciosas locuras. Había poesía por doquier. Porque Venecia, como Oxford, conservaba el adecuado ambiente poético y, para el verdadero romántico, el ambiente lo era todo, o casi todo. Basil pasó con él algún tiempo durante aquella estancia, y se había entusiasmado con Tintoreto. ¡Pobre Basil! ¡Qué muerte tan horrible la suya!

Dorian Gray suspiró, abrió de nuevo el libro de Gautier, y se esforzó por olvidar. Leyó los versos dedicados al pequeño café de Esmirna donde los hayis pasan sus cuentas de ámbar, y los mercaderes enturbantados fuman sus largas pipas adornadas con borlas, al tiempo que conversan sobre temas profundos mientras las golondrinas entran y salen haciendo rápidos quiebros; leyó sobre el obelisco de la Place de la Concorde que llora lágrimas de granito en su solitario exilio sin sol y anhela volver al ardiente Nilo cubierto de flores de loto, donde hay esfinges e ibis rosados y buitres blancos de garras doradas y cocodrilos con ojillos de berilo que se arrastran por el humeante cieno verde; y empezó a soñar con las estrofas que, extrayendo música del mármol manchado de besos, hablan de la curiosa estatua que Gautier compara con una voz de contralto, el «monstre charmant» tumbado en el Louvre en la sala de los pórfidos. Pero al cabo de algún tiempo el libro se le cayó de las manos. Le fue dominando el nerviosismo, que culminó con un tremendo ataque de terror. ¿Qué sucedería si Alan Campbell no estaba en Inglaterra? Tendrían que pasar días y días antes de que regresara. Quizás se negara a volver. ¿Qué hacer entonces? Cada minuto contaba; era de importancia vital. Habían sido grandes amigos en otro tiempo, cinco años atrás; casi inseparables, a decir verdad. Luego su intimidad terminó bruscamente. Cuando se encontraban en público, era Dorian Gray quien sonreía, nunca Alan Campbell.