Se trataba de un joven extraordinariamente inteligente, aunque sin verdadero aprecio por las artes plásticas y que, si en algo había llegado a captar la belleza de la poesía, se lo debía por completo a Dorian. Su pasión intelectual dominante era la ciencia. En Cambridge pasaba gran parte del tiempo trabajando en el laboratorio, y había obtenido una buena calificación en el examen final de ciencias naturales. De hecho, aún seguía dedicado al estudio de la química, y tenía laboratorio propio, donde solía encerrarse el día entero, lo que irritaba mucho a su madre, que tendía a confundir a los químicos con los boticarios, y a quien ilusionaba sobre todo que consiguiese un escaño en el Parlamento. Campbell era, por otra parte, un músico excelente, y tocaba el violín y el piano mejor que la mayoría de los aficionados. La música había sido, de hecho, el lazo de unión entre Dorian Gray y éclass="underline" la música y la indefinible capacidad de atracción que Dorian podía utilizar a voluntad y que de hecho utilizaba con frecuencia sin. ser consciente de ello. Se habían conocido en casa de lady Berkshire la noche en que tocó allí Rubinstein [17], y después se los veía con frecuencia juntos en la ópera y dondequiera que se interpretara buena música. Su intimidad había durado dieciocho meses. Campbell estaba siempre en Selby Royal o en Grosvenor Square. Para él, como para muchos otros, Dorian Gray representaba el modelo de todo lo que la vida tiene de maravilloso y fascinante.
Nadie sabía si habían llegado a pelearse. Pero, de repente, otras personas se dieron cuenta de que apenas hablaban cuando se veían, y de que Campbell se marchaba pronto de las fiestas a las que asistía Dorian Gray. Había cambiado, por otra parte: se mostraba extrañamente melancólico a veces, casi parecía que la música le desagradase, y no tocaba nunca, dando como excusa, cuando se le pedía que interpretase algo, estar tan absorto en la ciencia que le faltaba tiempo para practicar. Y era sin duda cierto. Cada día que pasaba daba la impresión de estar más interesado por la biología, y su nombre había aparecido una o dos veces en algunas dulas revistas científicas, en relación con ciertos curiosos experimentos.
Tal era el hombre que Dorian Gray esperaba. Su mirada se volvía hacia el reloj a cada momento. A medida que pasaban los minutos aumentaba su agitación. Finalmente se levantó y empezó a pasear por la estancia, con el aspecto de un bello animal enjaulado. Caminaba a grandes zancadas que tenían algo de furtivo. Y las manos se le habían quedado extrañamente frías.
La incertidumbre se hizo insoportable. Tuvo la impresión de que el tiempo se arrastraba con pies de plomo, mientras él, empujado por monstruosos huracanes, avanzaba hacia el borde dentado de un negro precipicio. Dorian sabía lo que le esperaba allí abajo; lo veía, incluso, y, estremecido, se aplastó con manos húmedas los párpados ardientes como si quisiera robarle la vista al cerebro mismo, empujando los globos de los ojos hasta el fondo de las órbitas. Pero era inútil. El cerebro disponía de su propio alimento, en el que se cebaba, y la imaginación, lanzada a grotescos excesos por el terror, se retorcía y deformaba como un ser vivo a causa del dolor, bailaba como una horrible marioneta sobre un escenario, y hacía muecas detrás de máscaras animadas. Luego, de repente, el Tiempo se detuvo para él. Sí; aquella dimensión ciega, de lentísima respiración, dejó de arrastrarse, y horribles pensamientos, puesto que el Tiempo había muerto, emprendieron una veloz carrera y desenterraron el espantoso futuro de su tumba para mostrárselo. Dorian lo contempló fijamente. Y el horror que sintió lo dejó petrificado.
Finalmente la puerta se abrió, dando paso al ayuda de cámara. Dorian Gray lo miró con ojos vidriosos.
– El señor Campbell -anunció.
Un suspiro de alivio escapó entonces de los labios resecos de Dorian Gray el color regresó a sus mejillas.
– Hágalo pasar ahora mismo, Francis -sintió que volvía a ser el de siempre. Había superado el momento de cobardía.
El criado hizo una inclinación de cabeza y se retiró. Instantes después entró Alan Campbell, con aspecto severo y bastante pálido, la palidez intensificada por los cabellos y las cejas de color negro azabache.
– ¡Atan! ¡Cuánta amabilidad por tu parte! Te agradezco mucho que hayas venido.
– Me había propuesto no volver a pisar tu casa, Gray. Pero se me ha dicho que era una cuestión de vida o muerte -su voz era dura y fría y hablaba con estudiada lentitud. Había una expresión de desprecio en la mirada insistente con que procedió a estudiar el rostro de Dorian. Mantenía las manos en los bolsillos de su abrigo de astracán y dio la impresión de no haberse percatado del gesto con el que había sido recibido.
– Sí; se trata de una cuestión de vida o muerte, Alan, y para más de una persona. Haz el favor de sentarte.
Campbell ocupó una silla junto a la mesa, y Dorian se sentó frente a él. Los dos hombres se miraron a los ojos. En los de Dorian había una infinita compasión. Sabía que lo que se disponía a hacer era espantoso.
Después de un tenso momento de silencio, se inclinó hacia adelante y dijo, con mucha calma, pero atento al efecto de cada palabra sobre el rostro de su visitante:
– Alan, en una habitación cerrada con llave en el ático de esta casa, en una habitación a la que nadie, excepto yo mismo, tiene acceso, hay un muerto sentado ante una mesa. Hace ya diez horas que falleció. No te muevas, ni me mires de esa manera. Quién es esa persona, por qué ha muerto, cómo ha muerto, son cuestiones que no te conciernen. Lo que tienes que hacer es esto…
– Basta, Gray. No quiero saber nada más. Ignoro si lo que me acabas de contar es mentira o verdad. No me importa. Me niego por completo a verme mezclado en tu vida. Guarda para ti solo tus horribles secretos. Han dejado de interesarme.
– Tienen que interesarte, Alan. Éste, en concreto, va a tener que interesarte. Lo siento muchísimo por ti, pero no puedo evitarlo. Eres la única persona que me puede salvar. Estoy obligado a forzar tu intervención. No tengo alternativa. Eres un hombre de ciencia, Alan. Sabes química y otras cosas relacionadas con ella. Has hecho experimentos. Se trata de que destruyas el cuerpo sin vida que está ahí arriba; de destruirlo de manera que no quede el menor rastro. Nadie vio entrar a esa persona en esta casa. Se piensa, de hecho, que se encuentra actualmente en París. Pasarán meses antes de que se le eche de menos. Cuando eso suceda, es preciso que no quede aquí traza alguna suya. Tú, Alan, debes encargarte de convertirlos, a él y a todas sus pertenencias, en un puñado de cenizas que puedan esparcirse al viento.
– Estás loco, Dorian.
– ¡Ah! Esperaba anhelante a que me llamaras Dorian. -Estás loco, te lo repito… Loco por imaginar que vaya a alzar un dedo por ayudarte, loco por hacer esa confesión monstruosa. No quiero tener nada que ver con ese asunto, se trate de lo que se trate. ¿Me crees dispuesto a poner en peligro mi reputación por ti? ¿Qué me importa en qué tarea diabólica te hayas metido?
– Se trata de un suicidio, Alan.
– Me alegro de saberlo. Pero, ¿quién lo ha empujado al suicidio? Estoy seguro de que has sido tú.
– ¿Sigues negándote a hacer lo que te pido?
– Claro que me niego. No quiero tener nada que ver con ello. No me importa lo que te acarree. Mereces todo lo que te suceda. No me entristecerá verte deshonrado, públicamente deshonrado. ¿Cómo te atreves a pedirme, a mí especialmente, que tome parte en ese horror? Hubiera creído que entendías mejor la manera de ser de las personas. Quizá tu amigo lord Henry Wotton no te ha enseñado tanto sobre psicología, aunque te haya enseñado mucho sobre otras cosas. Nada me llevará a dar un paso por ayudarte. Te has equivocado de persona. Acude a alguno de tus amigos. No a mí.