Una sonrisa curvó los labios de lord Henry, quien, volviéndose, miró a Dorian.
– ¿Te encuentras mejor? -preguntó-. Parecías un poco perdido durante la cena.
– Estoy perfectamente, Harry. Un poco cansado. Eso es todo.
– Anoche te superaste a ti mismo. La duquesita sólo ve por tus ojos. Me ha dicho que irá a Selby.
– Ha prometido estar allí para el día veinte. -¿También irá Monmouth?
– Sí, Harry.
– Me aburre terriblemente, casi tanto como la aburre a ella. Mi prima es muy inteligente, demasiado inteligente para una mujer. Le falta el encanto indefinible de la debilidad. Los pies de barro dan todo su valor a la imagen de oro. Tiene unos pies preciosos, pero no son de barro. Blancos pies de porcelana, si quieres. Han pasado por el fuego, y lo que el fuego no destruye, lo endurece. Ha tenido experiencias.
– ¿Cuánto tiempo lleva casada? -preguntó Dorian. -Una eternidad, me dice. Según el libro nobiliario, creo que diez años, pero diez años con Monmouth pueden ser una eternidad e incluso un poco más. ¿Quiénes son los otros invitados?
– Los Willoughby, lord Rugby y su esposa, nuestra anfitriona, Geoffrey Clouston, los habituales. Le he pedido a lord Grotrian que vaya.
– Me gusta -dijo lord Henry-. Hay mucha gente que no está de acuerdo, pero yo lo encuentro encantador. Compensa sus ocasionales excesos en el vestir con una educación siempre ultrarrefinada. Es una persona muy moderna.
– No sé si podrá formar parte del grupo, Harry. Quizá tenga que ir a Montecarlo con su padre.
– ¡Ah! ¡Qué molestas son las familias! Procura que vaya. Por cierto, Dorian, anoche desapareciste muy pronto. ¿Qué hiciste después? ¿Volver directamente a casa?
Dorian lo miró un momento y frunció el entrecejo. -No, Harry -dijo finalmente-. No volví a casa hasta cerca de las tres.
– ¿Fuiste al club?
– Sí -respondió. Luego se mordió los labios-. No; no era eso lo que quería decir. No fui al club. Estuve paseando. No recuerdo lo que hice… ¡Qué inquisitivo eres, Harry! Siempre quieres saber lo que uno hace. Yo siempre quiero olvidarlo. Regresé a casa a las dos y media, si quieres saber la hora exacta. Me había dejado la llave, y Francis tuvo que abrirme la puerta. Si necesitas confirmación sobre ese punto, puedes preguntárselo.
Lord Henry se encogió de hombros.
– ¡Mi querido amigo, como si a mí me importara! Subamos al salón. No, muchas gracias, señor Chapman, no quiero jerez. A ti te ha sucedido algo, Dorian. Dime qué ha sido. Te encuentro distinto esta noche.
– No lo tomes a mal, Harry. Estoy nervioso y de mal humor. Iré mañana o pasado mañana a verte. Presenta mis excusas a lady Narborough. No voy a subir a reunirme con las señoras. Tengo que ir a casa. Debo ir a casa.
– Muy bien. Espero verte mañana a la hora del té. Vendrá la duquesa.
– Procuraré estar allí -dijo Dorian Gray, abandonando la habitación. Mientras regresaba a su casa se dio cuenta de que el sentimiento de terror que creía haber sofocado volvía a hacer acto de presencia. Las preguntas intrascendentes de lord Henry le habían hecho perder la calma unos instantes, y debía conservarla a toda costa. Había que destruir objetos peligrosos. Su rostro se crispó. Aborrecía hasta la idea de tocarlos.
Pero había que hacerlo. Lo comprendía perfectamente y, después de cerrar con llave la puerta de la biblioteca, abrió el armario secreto en cuyo interior arrojara el abrigo y el maletín de Basil. En la chimenea ardía un fuego muy vivo. Añadió un tronco más. El olor de la ropa y del cuero al quemarse era horrible. Fueron necesarios tres cuartos de hora para que todo se consumiera. Al acabar se sentía débil y mareado y, después de quemar algunas pastillas argelinas en un pebetero de cobre, se mojó las manos y la frente con vinagre aromatizado al almizcle.
De repente tuvo un sobresalto. Sus ojos se iluminaron extrañamente y empezó a mordisquearse el labio inferior. Entre dos de las ventanas de la biblioteca había un voluminoso bargueño florentino de caoba, con incrustaciones de marfil y lapislázuli. Lo contempló como si fuera algo terrible y fascinante al mismo tiempo, como si contuviera algo que anhelaba y que, sin embargo, casi aborrecía. Su respiración se aceleró. Un deseo furioso se apoderó de él. Encendió un cigarrillo que tiró instantes después. Dejó caer los párpados hasta que las largas pestañas casi le tocaban la mejilla. Pero seguía mirando al bargueño. Finalmente se levantó del sofá donde había estado tumbado, se acercó a él y, después de descorrer el pestillo, tocó un resorte escondido. Lentamente apareció un cajón triangular. Sus dedos se movieron instintivamente hacia su interior y se apoderaron de algo. Era una cajita china de laca negra recubierta de polvo de oro, delicadamente trabajada; sus paredes estaban decoradas con sinuosas ondulaciones, y de los cordoncillos de seda colgaban cristales redondos y borlas tejidas con hilos metálicos. Dorian Gray la abrió. Dentro había una pasta verde que tenía el brillo de la cera y que desprendía un olor peculiar, denso y persistente.
Vaciló unos momentos, con una extraña sonrisa inmóvil en el rostro. Luego, tiritando, aunque en la biblioteca hacía muchísimo calor, se irguió y miró el reloj. Faltaban veinte minutos para las doce. Devolvió la cajita china al bargueño, cerró la puerta y pasó a su dormitorio.
Cuando la medianoche desgranaba doce golpes de bronce en la oscuridad, Dorian Gray, vestido con ropa nada llamativa y una bufanda enrollada al cuello, salió sigilosamente de su casa. En Bond Street encontró un coche de punto con un buen caballo. Lo llamó, pero al dar en voz baja una dirección, el cochero movió la cabeza.
– Es demasiado lejos para mí -murmuró.
– Aquí tiene un soberano -le dijo Dorian Gray-. Le daré otro si va deprisa.
– De acuerdo, señor -respondió el cochero-; estaremos allí dentro de una hora -y después de que su pasajero subiera al vehículo, hizo dar la vuelta al caballo y se dirigió rápidamente hacia el río.
Capítulo 16
Empezó a caer una lluvia fría, y los faroles desdibujados no lanzaban ya, entre la niebla, más que un resplandor descolorido. Era el momento en que cerraban los establecimientos públicos, y hombres y mujeres todavía reunidos delante de sus puertas empezaban a desperdigarse. Del interior de algunas de las tabernas brotaban aún horribles carcajadas. En otras, los borrachos discutían y gritaban.
Casi tumbado en el coche de punto, el sombrero calado sobre la frente, Dorian Gray contemplaba con indiferencia la sórdida abyección de la gran ciudad, y de cuando en cuando se repetía las palabras que lord Henry le había dicho el día que se conocieron: «Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio del alma». Sí, ése era el secreto. Dorian Gray lo había probado con frecuencia y se disponía a volver a hacerlo. Había fumaderos de opio donde se podía comprar el olvido, antros espantables donde se podía destruir el recuerdo de los antiguos pecados con el frenesí de los recién cometidos.
La luna, cerca del horizonte, parecía un cráneo amarillo. De cuando en cuando una enorme nube deforme extendía un largo brazo y la ocultaba por completo. Los faroles de gas se fueron distanciando, y las calles se hicieron más estrechas y sombrías. En una ocasión el cochero se equivocó de camino, y tuvo que volver sobre sus pasos casi un kilómetro. El caballo quedaba envuelto en nubes de vapor cuando pisoteaba los charcos. Las ventanas del coche de punto se fueron cubriendo de una película de cieno semejante a franela gris.