«¡Curar el alma por medio de los sentidos y los sentidos por medio del alma!» ¡Cómo resonaban aquellas palabras en sus oídos! Su alma, desde luego, tenía una enfermedad mortal. ¿Sería verdad que los sentidos podían curarla? Se había derramado sangre inocente. ¿Cómo expiarlo? No; no había expiación posible; pero aunque el perdón fuera imposible, el olvido no lo era, y Dorian Gray estaba decidido a olvidar, a pisotear aquel recuerdo, a aplastarlo como aplastamos a la víbora que nos ha inyectado su ponzoña. Después de todo, ¿qué derecho tenía Basil a hablarle como lo había hecho? ¿Quién le había otorgado la potestad de juzgar a otros? Había dicho cosas espantosas, horribles, insoportables.
El coche de punto avanzaba laboriosamente, disminuyendo la velocidad, le parecía a Dorian Gray, con cada paso. Abrió con violencia la trampilla del techo y ordenó al cochero que acelerase la marcha. La terrible ansia del opio empezaba a devorarlo. Le ardía la garganta y sus delicadas manos se habían contagiado de un temblor nervioso. Sacando un brazo por la ventanilla golpeó ferozmente al caballo con su bastón. El cochero se echó a reír y también él utilizó su látigo. Dorian Gray respondió riendo a su vez y el otro guardó silencio.
El trayecto parecía interminable, y las calles se asemejaban a los negros hilos de una inmensa telaraña. La monotonía se hizo insoportable y, al espesarse la niebla, Dorian Gray sintió miedo.
Luego pasaron junto a las solitarias fábricas de ladrillos. La niebla era allí menos densa, y pudo ver los extraños hornos con forma de botella y sus lenguas de fuego anaranjado que se extendían como abanicos. Un perro ladró cuando pasaban y a lo lejos, en la oscuridad, chilló una gaviota vagabunda. El caballo tropezó en un bache del camino, dio un bandazo y empezó a galopar.
Después de algún tiempo dejaron el camino de tierra y volvieron a traquetear por calles mal pavimentadas. La mayoría de las ventanas estaba a oscuras pero, a veces, sombras fantásticas se dibujaban sobre los estores iluminados por alguna lámpara. Dorian Gray las contemplaba con curiosidad. Se movían como marionetas monstruosas y hacían gestos de criaturas vivas. Sintió que las aborrecía. Tenía el corazón dominado por una rabia sorda. Al torcer una esquina, una mujer les gritó algo desde una puerta abierta, y dos hombres corrieron tras el coche de punto por espacio de unos cien metros. El cochero los golpeó con el látigo.
Se dice que la pasión hace que se piense en círculos. Y, ciertamente, los labios que Dorian Gray no cesaba de morderse formaban y volvían a formar, en espantosa repetición, las sutiles palabras que se ocupaban del alma y de los sentidos, hasta encontrar en ellas la plena expresión, por así decirlo, de su estado de ánimo, y justificar así, aprobándolas intelectualmente, pasiones que sin esa justificación habrían dominado su voluntad. De célula en célula aquella idea única se apoderaba de su cerebro; y el arrebatado deseo de vivir, el más terrible de los apetitos humanos, redoblaba el vigor de cada nervio y músculo temblorosos. La fealdad que en otro tiempo le había parecido odiosa porque hacía las cosas reales, le resultaba ahora amable por esa misma razón. La fealdad era la única realidad. La trifulca vulgar, el antro repugnante, la violencia brutal de una vida desordenada, la vileza misma del ladrón y del fuera de la ley, tenían más vida, creaban una impresión de realidad más intensa que todas las elegantes formas del Arte, que las sombras soñadoras de la Canción. Eran lo que necesitaba para alcanzar el olvido. En el espacio de tres días quedaría libre.
De repente, el cochero se detuvo con un movimiento brusco al comienzo de una callejuela en sombras. Sobre los bajos tejados, erizados de chimeneas, se alzaban las negras arboladuras de los barcos. Espirales de niebla blanca se aferraban a las vergas como velas fantasmales.
– Está en algún sitio por estos alrededores, ¿no es cierto, señor? -preguntó el cochero con voz ronca a través de la trampilla.
Dorian, sobresaltado, miró a su alrededor.
– Déjeme aquí -respondió y, después de apearse precipitadamente y de entregar el dinero prometido, se alejó a toda prisa en dirección al muelle. Aquí y allá una linterna brillaba en la proa de algún gigantesco barco mercante. La luz temblaba y se descomponía en los charcos. De un vapor a punto de partir que avivaba el fuego para aumentar la presión de la caldera salía un resplandor rojo. El suelo resbaladizo parecía un impermeable húmedo.
Dorian Gray apresuró el paso hacia la izquierda, volviendo la cabeza de cuando en cuando para comprobar si alguien lo seguía. Siete u ocho minutos después llegó a una casita destartalada, encajonada entre dos lúgubres fábricas. En una de las ventanas del piso superior brillaba una luz. Se detuvo ante la puerta y llamó de una manera peculiar.
Al cabo de algún tiempo oyó pasos en el corredor y luego el deslizarse de un cerrojo. La puerta se abrió sin ruido y Dorian Gray entró sin decir una sola palabra a la deforme criatura rechoncha que se aplastó contra la pared en sombra para darle paso. Al final del vestíbulo colgaba una andrajosa cortina verde, agitada y estremecida por el golpe de viento que siguió a Dorian Gray desde la calle. Apartándola, penetró en una habitación alargada y de techo bajo que daba la impresión de haber sido en otro tiempo una sala de baile de tercera categoría. Sobre las paredes ardían, sibilantes, mecheros de gas, cuya imagen, apagada y deforme, reproducían otros tantos espejos, negros de manchas de moscas. Los reflectores grasientos de estaño ondulado, colocados detrás, los convertían en temblorosos discos de luz. El suelo estaba cubierto de serrín ocre, que, a fuerza de pisarlo, se había transformado en barro, manchado, además, por oscuros redondeles de bebidas derramadas. Algunos malayos, acurrucados junto a una pequeña estufa de carbón de leña, jugaban con fichas de hueso y enseñaban unos dientes muy blancos al hablar. En un rincón, la cabeza escondida entre los brazos, un marinero se había derrumbado sobre una mesa, y junto al bar chillonamente pintado, que ocupaba uno de los laterales de la habitación, dos mujeres ojerosas se burlaban de un anciano que se sacudía las mangas de la chaqueta con expresión de repugnancia.
– Cree que le atacan hormigas rojas -rió una de ellas cuando Dorian Gray pasó a su lado.
El anciano la miró aterrorizado y empezó a gemir.
Al fondo de la habitación, una escalerita conducía a una habitación oscura. Mientras Dorian se apresuraba a ascender los tres desvencijados escalones, el denso olor del opio le asaltó. Respiró hondo y las aletas de la nariz se le estremecieron de placer. Al entrar, un joven de lisos cabellos rubios que, inclinado sobre una lámpara, encendía una larga pipa muy fina, miró en su dirección y le saludó, titubeante, con una inclinación de cabeza.
– ¿Tú aquí, Adrian? -murmuró Dorian.
– ¿Dónde quieres que esté? -respondió el otro apáticamente-. Todos mis amigos me han retirado el saludo. -Creía que habías dejado Inglaterra.
– Darlington no hará nada contra mí. Mi hermano acabó por pagar la deuda. George tampoco me dirige la palabra… Me tiene sin cuidado -añadió con un suspiro-. Mientras esto no falte no se necesitan amigos. Creo que tenía demasiados.
El rostro de Dorian Gray se crispó un instante; luego contempló las grotescas figuras que yacían sobre los mugrientos colchones en extrañas posturas. Los miembros contorsionados, las bocas abiertas, las miradas perdidas y los ojos vidriosos le fascinaban. Sabía en qué extraños paraísos se dedicaban al sufrimiento y qué tristes infiernos les enseñaban el secreto de alguna nueva alegría. Eran más afortunados que él, prisionero de sus pensamientos. La memoria, como una horrible enfermedad, le devoraba el alma. De cuando en cuando le parecía ver los ojos de Basil Hallward que lo miraban. Comprendió, sin embargo, que no podía quedarse allí. La presencia de Adrian Singleton le perturbaba. Quería estar en un lugar donde nadie supiera quién era. Quería huir de sí mismo.