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Tan sólo al tercer día se aventuró a salir. Había algo en el aire límpido de aquella mañana de invierno, en la que flotaba el aroma de los pinos, que pareció devolverle la alegría y el ansia de vivir. Pero no sólo las condiciones exteriores habían provocado el cambio. Su propia naturaleza se rebelaba contra el exceso de angustia que había tratado de alterar, de mutilar, su serenidad perfecta. Siempre es así con temperamentos sutiles y delicados. Sus pasiones ardientes hieren o ceden. Matan o mueren. Los sufrimientos y los amores superficiales viven largamente. A los grandes amores y sufrimientos los destruye su propia plenitud. Dorian Gray estaba convencido además de haber sido víctima de una imaginación aterrorizada, y veía ya los temores de ayer con un poco de compasión y una buena dosis de desprecio.

Después del desayuno paseó con la duquesa por el jardín durante una hora, y luego atravesó el parque en coche para reunirse con la partida de caza. La escarcha matinal recubría la hierba como un manto de sal. El cielo era una copa invertida de metal azul. Una delgada capa de hielo bordeaba el lago inmóvil donde crecían los juncos.

En el límite del pinar reconoció a sir Geoffrey Clouston, el hermano de la duquesa, que expulsaba dos cartuchos vacíos de su escopeta de caza. Apeándose del vehículo, después de decirle al palafrenero que regresara con la yegua, se abrió camino hacia su invitado entre los helechos secos y la espesa maleza.

– ¿Buena caza, Geoffrey? -preguntó.

– No demasiado buena, Dorian. Me parece que la mayoría de las aves han salido ya a cielo abierto. Espero que tengamos más suerte después del almuerzo, cuando iniciemos otra batida.

Dorian caminó a su lado. El aire intensamente aromático, los resplandores marrones y rojos que aparecían momentáneamente en el pinar, los gritos roncos de los ojeadores que resonaban de cuando en cuando y el ruido seco de las detonaciones que los seguían eran para él motivo de fascinación, y lo llenaban de un delicioso sentimiento de libertad. Le dominaba la despreocupación de la felicidad, la suprema indiferencia de la alegría.

De repente, de una espesa mata de hierbas amarillentas, a unos veinte metros de donde ellos se encontraban, erguidas las orejas de puntas negras, avanzando a saltos sobre sus largas patas traseras, salió una liebre, que se dirigió de inmediato hacia un grupo de alisos. Sir Geoffrey se llevó la escopeta al hombro, pero algo en los ágiles movimientos del animal cautivó extrañamente a Dorian Gray, quien gritó de inmediato:

– ¡No dispares, Geoffrey! Déjala vivir.

– ¡Qué absurdo, Dorian! -rió Clouston, disparando cuando la liebre entraba de un salto en la espesura. Se, oyeron dos gritos: el de la liebre herida de muerte, que es terrible, y el de un ser humano agonizante, que es todavía peor.

– ¡Cielo santo! ¡He alcanzado a un ojeador! -exclamó sir Geoffrey-. ¡Qué estupidez ponerse delante de las escopetas! ¡Dejen de disparar! -gritó con todas sus fuerzas-. Hay un herido.

El guarda mayor llegó corriendo con un bastón en la mano.

– ¿Dónde, señor? ¿Dónde está? -gritó. Al mismo tiempo cesó el fuego en toda la línea.

– Ahí -respondió muy irritado sir Geoffrey, acercándose al bosquecillo-. ¿Por qué demonios no controla a sus hombres? Me han echado a perder toda una jornada de caza.

Dorian los contempló mientras penetraban en el alisal, apartando las delgadas ramas flexibles. Al verlos reaparecer a los pocos momentos, arrastrando un cuerpo sin vida que llevaron hasta el sol, se dio la vuelta horrorizado. Le pareció que las desgracias lo seguían dondequiera que iba. Oyó preguntar a sir Geoffrey si aquel hombre estaba realmente muerto, y la respuesta afirmativa del guarda mayor. Tuvo de pronto la impresión de que el bosque se había llenado de rostros. Oía los pasos de miles de pies y un murmullo confuso de voces. Un gran faisán de pecho cobrizo pasó aleteando entre las ramas más altas.

Después de unos momentos que fueron para él, dada la agitación de su espíritu, como interminables horas de dolor, sintió que una mano se posaba en su hombro. Sobresaltado, volvió la vista.

– Dorian -dijo lord Henry-. Será mejor decirles que por hoy se ha terminado la caza. No parecería bien seguir adelante.

– Me gustaría detenerla para siempre, Harry -respondió amargamente-. Todo es horrible y cruel. ¿Está…?

No pudo terminar la frase.

– Mucho me temo -replicó lord Henry-. La descarga le alcanzó de lleno en el pecho. Debe de haber muerto de manera casi instantánea. Ven; volvamos a casa.

Echaron a andar, uno al lado del otro, en dirección al paseo, y recorrieron casi cincuenta metros sin hablar. Luego Dorian miró a lord Henry y dijo, con un hondo suspiro:

– Es un mal presagio, Harry; un pésimo presagio.

– ¿A qué te refieres? -preguntó lord Henry-. Ah, hablas del accidente, imagino. Pero, ¿quién podía preverlo? La culpa ha sido suya. ¿Qué hacía por delante de la línea de fuego? En cualquier caso no es asunto nuestro. Molesto para Geoffrey, sin duda. No está bien visto agujerear ojeadores. Hace pensar a la gente que uno no sabe dónde tira. Y Geoffrey lo sabe perfectamente; donde pone el ojo pone la bala. Pero no sirve de nada hablar de este asunto.

Dorian hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Es un mal presagio, Harry. Siento como si algo horrible nos fuese a suceder a alguno de nosotros. A mí, tal vez -añadió, pasándose las manos por los ojos, con un gesto de dolor.

Su amigo de más edad se echó a reír.

– Lo único horrible en el mundo es el ennui, Dorian. Ése es el único pecado que no tiene perdón. Pero no es probable que lo padezcamos, a no ser que nuestros amigos sigan hablando durante la cena de lo sucedido. He de decirles que es un tema tabú. En cuanto a presagios, no existe nada semejante. El destino no nos envía heraldos. Es demasiado prudente o demasiado cruel para eso. Además, ¿qué demonios podría sucederte? Tienes todo lo que un hombre puede desear. Cualquiera se cambiaría por ti.

– No hay nadie con quien yo no estaría dispuesto a cambiarme, Harry. No te rías así. Te estoy diciendo la verdad. Ese pobre campesino que acaba de morir es más afortunado que yo. No le tengo miedo a la muerte. Es su forma de llegar lo que me aterroriza. Sus alas monstruosas parecen girar en el aire plomizo a mi alrededor. ¡Dios del cielo! ¿No has visto a un hombre moviéndose detrás de aquellos árboles, un individuo que me vigila, que me está esperando?

Lord Henry miró en la dirección que señalaba la temblorosa mano enguantada.

– Sí -dijo sonriendo-; veo un jardinero que te espera. Imagino que desea preguntarte qué flores quieres esta noche en la mesa. ¡Qué increíblemente nervioso estás, mi querido amigo! Has de ir a ver a mi médico cuando vuelvas a Londres.

Dorian dejó escapar un suspiro de alivio al ver acercarse al jardinero, quien, llevándose la mano al sombrero, miró un momento a lord Henry, como dubitativo, y luego sacó una carta, que entregó a su amo.

– Su gracia me ha dicho que esperase la respuesta -murmuró.

Dorian se guardó la carta en el bolsillo.

– Dígale a su gracia que llegaré enseguida -respondió con frialdad. El mensajero se dio la vuelta, regresando rápidamente hacia la casa.

– ¡Cuánto les gusta a las mujeres hacer cosas peligrosas! -rió lord Henry-. Es una de las cualidades que más admiro en ellas. Una mujer puede coquetear con cualquiera con tal de que haya otras personas mirando.

– ¡Cuánto te gusta decir cosas peligrosas, Harry! En este caso te equivocas por completo. Me gusta mucho la duquesa, pero no estoy enamorado de ella.