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– No soy el mismo, Harry.

– Sí que lo eres. Me pregunto cómo será el resto de tu vida. No la estropees con renunciaciones. En el momento presente eres la perfección misma. No te hagas voluntariamente incompleto. No te falta nada. No muevas la cabeza: sabes que es así. Además, Dorian, no te engañes. La vida no se gobierna ni con la voluntad ni con la intención. La vida es una cuestión de nervios, de fibras, y de células lentamente elaboradas en las que el pensamiento se esconde y la pasión tiene sus sueños. Quizá te imaginas que estás a salvo y crees que eres fuerte. Pero un cambio casual de color en una habitación o en el color del cielo matutino, un determinado perfume que te gustó en una ocasión y que te trae recuerdos sutiles, un verso de un poema olvidado con el que te tropiezas de nuevo, una cadencia de una composición musical que has dejado de tocar… Te aseguro, Dorian, que la vida depende de cosas como ésas. Browning escribe acerca de ello en algún sitio, pero nuestros propios sentidos lo inventan para nosotros. Hay momentos en los que el olor a lilas blancas me domina de repente, y tengo que vivir de nuevo el mes más extraño de mi vida. Bien quisiera cambiarme contigo, Dorian. El mundo no se cansa de denunciarnos a los dos, pero a ti siempre te ha rendido culto. Y siempre lo hará. Eres el prototipo de lo que busca esta época nuestra y tiene miedo de haber encontrado. ¡Me alegro muchísimo de que nunca hayas hecho nada, de que nunca hayas tallado una estatua, ni pintado un cuadro, ni producido nada distinto de tu persona! La vida ha sido tu arte. Has hecho música de ti mismo. Tus días son tus sonetos.

Dorian se levantó del piano y se pasó la mano por el cabello.

– Sí; la vida me ha dado placeres exquisitos -murmuró-, pero voy a cambiar, Harry. Y no debes hacerme esos elogios tan excesivos. No lo sabes todo. Creo que si lo supieras, también tú te alejarías de mí. Ríes. No debieras hacerlo.

– ¿Por qué has dejado de tocar, Dorian? Vuelve al piano y obséquiame otra vez con ese nocturno. Contempla la enorme luna color de miel que cuelga en la oscuridad. Está esperando a que la encandiles, y si tocas se acercará más a la tierra. ¿No quieres? Vayámonos entonces al club. Ha sido una velada deliciosa y debemos acabarla de la misma manera. Hay alguien en el White que tiene un deseo inmenso de conocerte: se trata del joven lord Poole, el hijo mayor de Bournemouth. Ya te ha copiado las corbatas, y ahora me suplica que te lo presente. Es un muchacho encantador y me recuerda mucho a ti.

– Espero que no -dijo Dorian, con una expresión triste en los ojos-. Lo cierto es que esta noche estoy cansado, Harry. No voy a ir al club. Son casi las once y quiero acostarme pronto.

– Quédate, por favor. Nunca habías tocado tan bien como esta noche. Había algo maravilloso en tu estilo. Resultaba más expresivo que nunca.

– Eso se debe a que voy a ser bueno -respondió él, sonriendo-. Ya he cambiado un poco.

– Para mí no puedes cambiar -dijo lord Henry-. Tú y yo siempre seremos amigos.

– En una ocasión, sin embargo, me envenenaste con un libro. Eso no lo olvidaré. Harry, prométeme que nunca le prestarás ese libro a nadie. Hace daño.

– Mi querido muchacho, es cierto que estás empezando a moralizar. Muy pronto saldrás por ahí como los conversos y los evangelistas, poniendo a la gente en guardia contra todos los pecados de los que ya te has cansado. Eres demasiado encantador para hacer una cosa así. Además, no sirve de nada. Tú y yo somos lo que somos, y seremos lo que seremos. En cuanto a ser envenenado por un libro, no existe semejante cosa. El arte no tiene influencia sobre la acción. Aniquila el deseo de actuar. Es magníficamente estéril. Los libros que el mundo llama inmorales son libros que muestran al mundo su propia vergüenza. Eso es todo. Pero no vamos a discutir sobre literatura. Ven a verme mañana. Iré a montar a caballo a las once. Podemos hacerlo juntos y luego te llevaré a almorzar con lady Branksome. Es una mujer encantadora, y quiere hacerte una consulta sobre ciertos tapices que piensa comprar. No te olvides de venir. ¿O te parece mejor que almorcemos con nuestra duquesita? Dice que ahora no te ve nunca. ¿Acaso te has cansado de Gladys? Ya pensaba yo que terminaría por sucederte. Esa lengua suya tan inteligente acaba por exasperar a cualquiera. De todos modos, no dejes de estar aquí a las once.

– ¿Es necesario que venga, Harry?

– Por supuesto. Ahora el Parque está maravilloso. Creo que no ha habido nunca unas lilas tan hermosas desde el año en que te conocí.

– Muy bien. Estaré aquí a las once -dijo Dorian-. Buenas noches, Harry.

Al llegar a la puerta, vaciló un momento, como si tuviera algo más que decir. Luego dejó escapar un suspiro y abandonó la habitación.

Capítulo 20

El aire de la noche era una delicia, tan tibio que Dorian Gray se colocó el abrigo sobre el brazo y ni siquiera se anudó en torno a la garganta la bufanda de seda. Mientras se dirigía hacia su casa, fumando un cigarrillo, dos jóvenes vestidos de etiqueta se cruzaron con él, y oyó cómo uno le susurraba al otro: «Ése es Dorian Gray». Recordó cuánto solía agradarle que alguien lo señalara con el dedo o se le quedara mirando y hablara de él. Ahora le cansaba oír su nombre. Buena parte del encanto del pueblecito adonde había ido con tanta frecuencia últimamente era que nadie lo conocía. A la muchacha a la que cortejó hasta enamorarla le había dicho que era pobre, y Hetty le había creído. En otra ocasión le dijo que era una persona malvada, y ella se echó a reír, respondiéndole que los malvados eran siempre muy viejos y muy feos. ¡Ah, su manera de reírse! Era como el canto de la alondra. Y ¡qué bonita estaba con sus vestidos de algodón y sus sombreros de ala ancha! Hetty no sabía nada de nada, pero poseía todo lo que él había perdido.

Al llegar a su casa, encontró al ayuda de cámara esperándolo. Le dijo que se acostara, se dejó caer en un sofá de la biblioteca y empezó a pensar en las cosas que lord Henry le había dicho.

¿Era realmente cierto que no se cambia? Sentía un deseo loco de recobrar la pureza sin mancha de su adolescencia; su adolescencia rosa y blanca, como lord Henry la había llamado en una ocasión. Sabía que estaba manchado, que había llenado su espíritu de corrupción y alimentado de horrores su imaginación; que había ejercido una influencia nefasta sobre otros, y que había experimentado, al hacerlo, un júbilo incalificable; y que, de todas las vidas que se habían cruzado con la suya, había hundido en el deshonor precisamente las más bellas, las más prometedoras. Pero, ¿era todo ello irremediable? ¿No le quedaba ninguna esperanza?

¡Ah, en qué monstruoso momento de orgullo y de ceguera había rezado para que el retrato cargara con la pesadumbre de sus días y él conservara el esplendor, eternamente intacto, de la juventud! Su fracaso procedía de ahí. Hubiera sido mucho mejor para él que a cada pecado cometido le hubiera acompañado su inevitable e inmediato castigo. En lugar de «perdónanos nuestros pecados», la plegaria de los hombres a un Dios de justicia debería ser «castíganos por nuestras iniquidades».

El curioso espejo tallado que lord Henry le regalara hacía ya tantos años se hallaba sobre la mesa, y los cupidos de marfileñas extremidades seguían, como antaño, rodeándolo con sus risas. Lo cogió, como había hecho en aquella noche de horror, cuando por primera vez advirtiera un cambio en el retrato fatal, y con ojos desencajados, enturbiados por las lágrimas, contempló su superficie pulimentada. En una ocasión, alguien que le había amado apasionadamente le escribió una carta que concluía con esta manifestación de idolatría: «El mundo ha cambiado porque tú estás hecho de marfil y oro. La curva de tus labios vuelve a escribir la historia». Aquellas frases le volvieron a la memoria, y las repitió una y otra vez. Luego su belleza le inspiró una infinita repugnancia y, arrojando el espejo al suelo, lo aplastó con el talón hasta reducirlo a astillas de plata. Su belleza le había perdido, su belleza y la juventud por la que había rezado. Sin la una y sin la otra, quizá su vida hubiera quedado libre de mancha. La belleza sólo había sido una máscara, y su juventud, una burla. ¿Qué era la juventud en el mejor de los casos? Una época de inexperiencia, de inmadurez, un tiempo de estados de ánimo pasajeros y de pensamientos morbosos. ¿Por qué se había empeñado en vestir su uniforme? La juventud lo había echado a perder.