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Cuando lord Henry entró en la habitación de su tío lo encontró vestido con una tosca chaqueta de caza, fumando un cigarro habano y refunfuñando mientras leía The Times.

– Vaya, Harry -dijo el anciano caballero-, ¿qué te ha hecho salir tan pronto de casa? Creía que los dandis no se levantaban hasta las dos y que no aparecían en público hasta las cinco.

– Puro afecto familiar, tío George, te lo aseguro. Quiero pedirte algo.

– Dinero, imagino -respondió lord Fermor, torciendo el gesto-. Bueno; siéntate y cuéntamelo todo. En estos tiempos que corren los jóvenes se imaginan que el dinero lo es todo.

– Sí -murmuró lord Henry, colocándose mejor la flor que llevaba en el ojal de la chaqueta-; y cuando se hacen viejos no se lo imaginan: lo saben. Pero no quiero dinero. Sólo las personas que pagan sus facturas necesitan dinero, tío George, y yo nunca pago las mías. El crédito es el capital de un segundón, y se vive agradablemente con él. Además, siempre me trato con los proveedores de Dartmoor y, en consecuencia, nunca me molestan. Lo que quiero es información: no información útil, por supuesto; información perfectamente inútil.

– Te puedo contar todo lo que contiene cualquier informe oficial, aunque quienes los redactan hoy en día escriben muchas tonterías. Cuando yo estaba en el cuerpo diplomático las cosas iban mucho mejor. Pero, según tengo entendido, ahora les hacen un examen de ingreso. ¿Hay que extrañarse del resultado? Los exámenes, señor mío, son pura mentira de principio a fin. Si una persona es un caballero, sabe más que suficiente, y si no lo es, todo lo que sepa es malo para él.

– El señor Dorian Gray no tiene nada que ver con el mundo de los informes oficiales, tío George -dijo lord Henry lánguidamente.

– ¿El señor Dorian Gray? ¿Quién es? -preguntó lord Fermor, frunciendo el espeso entrecejo cano.

– Eso es lo que he venido a averiguar, tío George. Debo decir, más bien, que sé quién es. Es el nieto del último lord Kelso. Su madre era una Devereux, lady Margaret Devereux. Quiero que me hables de su madre. ¿Cómo era? ¿Con quién se casó? Trataste prácticamente a todo el mundo en tu época, de manera que quizá la hayas conocido. En el momento actual me interesa mucho el señor Gray. Acaban de presentármelo.

– ¡Nieto de Kelso! -repitió el anciano caballero-. El nieto de Kelso… Claro… Conocí muy bien a su madre. Creo que asistí a su bautizo. Era una joven extraordinariamente hermosa, Margaret Devereux, y volvió loco a todo el mundo escapándose con un joven que no tenía un céntimo, un don nadie, señor mío, un suboficial de infantería o algo por el estilo. Ya lo creo. Lo recuerdo todo como si hubiera sucedido ayer. Al pobre infeliz lo mataron en un duelo en Spa pocos meses después de la boda. Una historia muy fea. Dijeron que Kelso se agenció un aventurero sin escrúpulos, un animal belga, para que insultara en público a su yerno; le pagó, señor mío, para que lo hiciera; le pagó y luego aquel individuo ensartó al suboficial como si fuera un pichón. Echaron tierra sobre el asunto, pero, cielo santo, Kelso comió solo en el club durante cierto tiempo después de aquello. Recogió a su hija, según me contaron, pero la chica nunca volvió a dirigirle la palabra. Sí, sí, un asunto muy feo. Margaret también se murió, en menos de un año. De manera que dejó un hijo, ¿no es eso? Lo había olvidado. ¿Cómo es el chico? Si es como su madre debe de ser bien parecido.

– Es bien parecido -asintió lord Henry.

– Espero que caiga en buenas manos -prosiguió el anciano-. Heredará un montón de dinero si Kelso se ha portado bien con él. Su madre también tenía dinero. Le correspondieron todas las propiedades de Selby, a través de su abuelo. Su abuelo odiaba a Kelso, lo consideraba un tacaño de mucho cuidado. Y no se equivocaba. Fue a Madrid en una ocasión cuando yo estaba allí. Cielo santo, logró que me avergonzase de él. La reina me preguntaba quién era el noble inglés que siempre se peleaba con los cocheros por el precio de las carreras. Menuda historia. Pasé un mes sin aparecer por la Corte. Confío en que tratara a su nieto mejor que a los cocheros de alquiler.

– No lo sé -respondió lord Henry-. Imagino que al chico no le faltará de nada. Todavía no es mayor de edad. Sé que Selby es suyo: lo sé porque me lo ha dicho él. Y…, ¿su madre, entonces, era muy hermosa?

– Margaret Devereux era una de las criaturas más encantadoras que he visto nunca, Harry. Qué la impulsó a comportarse como lo hizo es algo que nunca entenderé. Podría haberse casado con quien hubiera querido. Carlington estaba loco por ella. Pero era una romántica. Todas las mujeres de esa familia lo han sido. Los hombres no valían nada, pero, cielo santo, las mujeres eran maravillosas. Carlington se declaró de rodillas. Me lo dijo él mismo. Margaret Devereux se rió de él, y no había por entonces una chica en Londres que no quisiera pescarlo. Y, por cierto, Harry, hablando de matrimonios estúpidos, ¿qué es esa patraña que me cuenta tu padre de que Dartmoor se quiere casar con una americana? ¿Es que las chicas inglesas no son lo bastante buenas para él?

– Ahora está bastante de moda casarse con americanas, tío George.

– Yo apoyo a las mujeres inglesas contra el mundo entero, Harry -dijo lord Fermor, golpeando la mesa con el puño.

– Todo el mundo apuesta por las americanas.

– No duran, según me han dicho -murmuró su tío. -Las carreras de fondo las agotan, pero son inigualables en las de obstáculos. Lo saltan todo sin pestañear. No creo que Dartmoor tenga la menor posibilidad.

– ¿Quiénes son sus padres? -gruñó el anciano-. ¿Acaso los tiene?

Lord Henry negó con la cabeza.

– Las jóvenes americanas son tan inteligentes para esconder a sus padres como las mujeres inglesas para ocultar su pasado -dijo lord Henry, levantándose para marcharse.

– Serán chacineros, supongo.

– Eso espero, tío George, por el bien de Dartmoor. Me dicen que la chacinería es una de las profesiones más lucrativas de los Estados Unidos, después de la política.

– ¿Es bonita esa muchacha?

– Se comporta como si fuese hermosa. La mayoría de las americanas lo hacen. Es el secreto de su encanto.

– ¿Por qué no se quedan en su país? Siempre nos están diciendo que es el paraíso de las mujeres.

– Lo es. Ésa es la razón de que, como Eva, estén tan excesivamente ansiosas de abandonarlo -dijo lord Henry-. Adiós, tío George. Gracias por darme la información que quería. Me gusta saberlo todo sobre mis nuevos amigos y nada sobre los viejos.

– ¿Dónde almuerzas hoy, Harry?

– En casa de tía Agatha. He hecho que me invite, junto con el señor Gray, que es su último protégé.

– ¡Umm! Dile a tu tía Agatha, Harry, que no me moleste más con sus empresas caritativas. Estoy harto. Caramba, la buena mujer cree que no tengo nada mejor que hacer que escribir cheques para sus estúpidas ocurrencias.

– De acuerdo, tío George, se lo diré, pero no tendrá ningún efecto. Las personas filantrópicas pierden toda noción de humanidad. Se las reconoce por eso.

El anciano caballero gruñó aprobadoramente y llamó para que entrara su criado.

Lord Henry atravesó unos soportales de poca altura para llegar a Burlington Street, y dirigió sus pasos en dirección a la plaza de Berkeley.

Aquélla era, por tanto, la historia familiar de Dorian Gray. Pese a lo esquemático del relato, le había impresionado porque hacía pensar en una historia de amor extraña, casi moderna. Una mujer hermosa que se arriesga a todo por una loca pasión. Unas pocas semanas de felicidad sin límite truncadas por un crimen odioso, por una traición. Meses de silenciosos sufrimientos, y luego un hijo nacido en el dolor. La madre arrebatada por la muerte, el niño abandonado a la soledad y a la tiranía de un anciano sin corazón. Sí; unos antecedentes interesantes, que situaban al muchacho, que le añadían una nueva perfección, por así decirlo. Detrás de todas las cosas exquisitas hay algo trágico. Para que florezca la más humilde de las flores se necesita el esfuerzo de mundos… Y, ¡qué encantador había estado durante la cena la noche anterior, cuando, la sorpresa en los ojos y los labios entreabiertos por el placer y el temor, se había sentado frente a él en el club, las pantallas rojas de las lámparas avivando el rubor despertado en su rostro por el asombro! Hablar con él era como tocar el más delicado de los violines. Dorian respondía a cada toque y vibración del arco… Había algo terriblemente cautivador en influir sobre alguien. No existía otra actividad parecida. Proyectar el alma sobre una forma agradable, detenerse un momento; emitir las propias ideas para que las devuelva un eco, acompañadas por la música de una pasión juvenil; transmitir a otro la propia sensibilidad como si se tratase de un fluido sutil o de un extraño perfume; allí estaba la fuente de una alegría verdadera, tal vez la más satisfactoria que todavía nos permite una época tan mezquina y tan vulgar como la nuestra, una época zafiamente carnal en sus placeres y enormemente vulgar en sus metas… Aquel muchacho a quien por una extraña casualidad había conocido en el estudio de Basil encarnaba además un modelo maravilloso o, al menos, se le podía convertir en un ser maravilloso. Suyo era el encanto, y la pureza inmaculada de la adolescencia, junto a una belleza que sólo los antiguos mármoles griegos conservan para nosotros. No había nada que no se pudiera hacer con él. Se le podía convertir en un titán o en un juguete. ¡Qué lástima que semejante belleza estuviera destinada a marchitarse!… ¡Y Basil? Desde un punto de vista psicológico, ¡qué interesante era! Un nuevo estilo artístico, un modo nuevo de ver la vida, todo ello sugerido de manera tan extraña por la simple presencia de alguien que era todo eso de manera inconsciente; el espíritu silencioso que mora en bosques sombríos y camina sin ser visto por campos abiertos, mostrándose, de repente, como una dríade, y sin temor, porque en el alma que la busca se ha despertado ya esa singular capacidad a la que corresponde la revelación de las cosas maravillosas; las simples formas, los simples contornos de las cosas que se estilizaban, por así decirlo, adquiriendo algo semejante a un valor simbólico, como si fuesen a su vez el esbozo de otra forma más perfecta, a cuya sombra dotaban de realidad: ¡qué extraño era todo! Recordaba algo parecido en la historia del pensamiento. ¿No fue Platón, aquel artista de las ideas, quien lo había analizado por vez primera? ¿No había sido Buonarotti quien lo esculpió en el mármol multicolor de una sucesión de sonetos? Pero en nuestro siglo era extraño… Sí; trataría de ser para Dorian Gray lo que él, sin saberlo, había sido para el autor de aquel retrato maravilloso. Trataría de dominarlo; en realidad ya lo había hecho a medias. Haría suyo aquel espíritu maravilloso. Había algo fascinante en aquel hijo del Amor y de la Muerte.