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Capítulo 4

Cierta tarde, un mes después, Dorian Gray estaba recostado en un lujoso sillón, en la pequeña biblioteca de la casa de lord Henry en Mayfair. Se trataba, en su estilo, de una habitación muy agradable, con alto revestimiento de madera de roble color oliva, friso de color crema, techo de escayola y alfombra de fieltro color ladrillo, sobre la que se habían extendido otras alfombras persas de seda, más pequeñas, con largos flecos. En una diminuta mesa de madera de satín había una estatuilla obra de Clodion y, junto a ella, un ejemplar de Les CentNouvelles, encuadernado para Margarita de Valois por Clovis Eve y adornado con las margaritas que la reina había elegido como emblema. Algunos grandes jarrones de porcelana azul con tulipanes de colores abigarrados ocupaban la repisa de la chimenea y, a través de los emplomados rectángulos de cristal de la ventana, se derramaba la luz de color albaricoque de un día de verano en Londres.

Lord Henry no había vuelto aún. Siempre se retrasaba por principio, ya que, en su opinión, la puntualidad es el ladrón del tiempo. De manera que el muchacho parecía bastante enfurruñado mientras con una mano distraída pasaba las páginas de una edición de Manon Lescaut, suntuosamente ilustrada, que había encontrado en una de las estanterías. El solemne y monótono tictac del reloj Luis XIV le molestaba. Una o dos veces pensó en marcharse.

Finalmente oyó pasos fuera y se abrió la puerta.

– ¡Qué tarde llegas, Harry! -murmuró.

– Me temo que no se trata de Harry, señor Gray -respondió una voz muy aguda.

Dorian se volvió rápidamente, poniéndose en pie. -Le ruego me disculpe. Creí…

– Creyó usted que era mi marido. Soy sólo su mujer. Permítame que me presente. A usted lo conozco bien por sus fotografías. Me parece que mi marido tiene diecisiete.

– No, lady Wotton, ¡no diecisiete!

– Dieciocho, entonces. Y los vi juntos la otra noche en la ópera -rió con nerviosismo mientras hablaba, contemplándolo con sus ojos azules, un poco vagos, de nomeolvides. Era una mujer curiosa, cuyos vestidos siempre daban la impresión de haber sido diseñados en la cólera y utilizados en la tempestad. De ordinario estaba enamorada de alguien y, como su pasión nunca era correspondida, había conservado todas sus ilusiones. Trataba de conseguir una apariencia pintoresca, pero sólo conseguía dar sensación de desaseo. Se llamaba Victoria y tenía la manía perseverante de ir a la iglesia.

– Se trataba de Lohengrin, si no recuerdo mal.

– Sí, era mi querido Lohengrin. La música de Wagner me gusta más que ninguna otra. Es tan ruidosa que se puede hablar todo el tiempo sin que otras personas oigan lo que se dice. Eso es una gran ventaja, ¿no le parece, señor Gray?

La misma risa, nerviosa y entrecortada, se escapó de los delgados labios, y sus dedos empezaron a jugar con un abrecartas de carey.

Dorian sonrió y negó con la cabeza.

– Me temo que no estoy de acuerdo, lady Wotton. Nunca hablo cuando suena la música; al menos, si se trata de buena música. Si la música es mala, es nuestro deber ahogarla con la conversación.

– ¡Ah! Ésa es una de las ideas de Harry, ¿no es así, señor Gray? Siempre oigo las ideas de Harry de labios de sus amigos. Es así como me entero de que existen. Pero no debe usted pensar que no me gusta la buena música. La adoro, pero me da miedo. Me pone demasiado romántica. Sencillamente, venero a los pianistas; dos a la vez, en algunas ocasiones, me dice Harry. No sé qué es lo que tienen. Quizá el ser extranjeros. Todos lo son, ¿no es cierto? Incluso los que han nacido en Inglaterra se convierten en extranjeros con el tiempo, ¿no le parece? ¡Qué habilidad la suya! Y para el arte, ¡qué excelente cumplido! La hace sumamente cosmopolita, ¿verdad? ¿No ha estado usted nunca en alguna de mis fiestas, señor Gray? Tiene que venir. No puedo permitirme orquídeas, pero no reparo en gastos con extranjeros. ¡Hacen que la casa parezca tan pintoresca! ¡Pero aquí está Harry! Harry, vine buscándote para preguntarte algo, no recuerdo qué, y encontré al señor Gray. Hemos tenido una conversación muy agradable sobre música. Tenemos exactamente las mismas ideas. No; creo que nuestras ideas son completamente distintas. Pero ha sido la simpatía personificada. Y me alegro mucho de haberlo conocido.

– Espléndido, amor mío, espléndido -dijo lord Henry, alzando la doble media luna oscura de las cejas y contemplando a ambos con una sonrisa divertida.

– Siento llegar tarde, Dorian. Fui en busca de una pieza de brocado antiguo en Wardour Street, y he tenido que regatear durante horas para conseguirla. En los días que corren la gente sabe el precio de todo y el valor de nada.

– Me temo que he de irme -exclamó lady Wotton, rompiendo un silencio embarazoso con su repentina risa sin sentido-. He prometido salir en coche con la duquesa. Hasta la vista, señor Gray. Hasta luego, Harry. Imagino que cenas fuera. Yo también. Quizá te vea en casa de lady Thornbury.

– Imagino que sí, querida mía -lord Henry cerró la puerta tras ella, cuando, con el aspecto de un ave del paraíso que se hubiera pasado toda la noche bajo la lluvia, salió revoloteando de la habitación, dejando un leve olor a tarta de almendras; luego encendió un cigarrillo y se dejó caer en el sofá.

– Nunca te cases con una mujer con el pelo de color pajizo, Dorian -dijo después de lanzar unas cuantas bocanadas de humo.

– ¿Por qué, Harry?

– Porque son muy sentimentales.

– Pero a mí me gusta la gente sentimental.

– No te cases, Dorian. Los hombres se casan porque están cansados; las mujeres, porque sienten curiosidad: unos y otras acaban decepcionados.

– Creo que no es probable que me case, Harry. Estoy demasiado enamorado. Ése es uno de tus aforismos. Lo estoy poniendo en práctica, y hago todo lo que recomiendas.

– ¿De quién te has enamorado? -preguntó lord Henry, después de una pausa.

– De una actriz -dijo Dorian Gray, ruborizándose. Lord Henry se encogió de hombros.

– Es un debut bastante corriente.

– No dirías eso si la vieras, Harry.

– ¿Quién es?

– Se llama Sibyl Vane.

– Nunca he oído hablar de ella.

– Nadie ha oído. Pero todo el mundo oirá algún día. Es un genio.

– Mi querido muchacho, ninguna mujer es un genio. Las mujeres son un sexo decorativo. Nunca tienen nada que decir, pero lo dicen encantadoramente. Representan el triunfo de la materia sobre la mente, de la misma manera que los hombres representan el triunfo de la mente sobre la moral.

– ¿Cómo puedes decir una cosa así, Harry?

– Mi querido Dorian, no es más que la verdad. Estoy analizando a las mujeres en el momento actual, de manera que debo saberlo. No es un tema tan abstruso como yo pensaba. Descubro que, en último extremo, sólo hay dos clases de mujeres, las corrientes y las que se pintan. Las primeras son muy útiles. Si quieres conseguir una reputación de persona respetable, basta con invitarlas a cenar. Las otras mujeres son sumamente encantadoras. Pero cometen un error. Se pintan con el fin de parecer jóvenes. Nuestras abuelas se pintaban para tratar de hablar con brillantez. Rouge y esprit solían ir juntos. Ahora eso se ha acabado. Siempre que una mujer pueda parecer diez años más joven que sus hijas, estará perfectamente satisfecha. En cuanto a conversación, sólo hay cinco mujeres en Londres con las que merece la pena hablar, y a dos de ellas no las recibe la buena sociedad. De todos modos, háblame de tu genio. ¿Cuánto hace que la conoces?

– ¡Harry, Harry! Tus opiniones me aterran.

– No te preocupes por eso. ¿Cuánto hace que la conoces?

– Unas tres semanas.

– Y, ¿cómo te tropezaste con ella?

– Te lo voy a contar, Harry; pero tienes que ser comprensivo. Después de todo, no me habría pasado si no te hubiera conocido. Hiciste que sintiera un tremendo deseo de saberlo todo acerca de la vida. Durante varios días, después de conocerte, algo especial me latía en las venas. Mientras estaba en el parque o me paseaba por Picadilly, miraba a todas las personas con las que me cruzaba, preguntándome con tremenda curiosidad cómo era su vida. Algunas personas me fascinaban. Otras me llenaban de horror. Venenos exquisitos flotaban en el aire. Sentía pasión por las sensaciones… Bien, una tarde, hacia las siete, decidí salir en busca de alguna aventura. Sentía que este Londres nuestro, tan gris y tan monstruoso, con sus miríadas de personas, sus sórdidos pecadores y sus espléndidos pecados, tal como tú dijiste una vez, me reservaba algo. Me imaginé mil cosas. La simple sensación de peligro me llenaba de gozo. Recordé lo que me habías dicho en aquella maravillosa velada cuando cenamos juntos por vez primera, sobre el hecho de que la búsqueda de la belleza es el verdadero secreto de la vida. No sé qué esperaba, pero salí a la calle y me dirigí hacia el este, perdiéndome muy pronto en un laberinto de calles mugrientas y plazas oscuras y sin hierba. A eso de las ocho y media pasé por delante de un absurdo teatrillo, con luces brillantes y carteles chillones. En la entrada había un judío horroroso, con el chaleco más exótico que he visto en mi vida y fumando un cigarro apestoso. El cabello le caía en bucles grasientos y en mitad de una sucia camisa resplandecía un enorme diamante. «¿Un palco, milord?», dijo al verme, y se quitó el sombrero con un aire fascinantemente servil. Había algo en él que me divirtió, Harry. ¡Era tan monstruoso! Te vas a reír de mí, lo sé, pero entré y pagué nada menos que una guinea por un palco junto al escenario. Todavía hoy sigo sin saber por qué lo hice; pero si no lo hubiera hecho, mi querido Harry, me hubiera perdido la gran historia de amor de mi vida. Veo que te estás riendo. ¡Qué mal me parece!