Y eso es lo que llevó a cabo con una delicadeza inesperada, después de hacer beber a su paciente una taza de vino al que había añadido unos granos de opio que Ganseville se encargó de ir a buscar a la botica. No por ello resultó la operación menos dolorosa. Después, Sylvie se sumió en un sueño poblado de pesadillas mientras Beaufort, su escudero y Corentin partían de nuevo para llevar a cabo su expedición punitiva contra La Ferrière. Sylvie no supo nada del consejo de guerra que celebraron y que concluyó con la decisión de hacerla pasar por muerta y, a fin de ocultarla mejor, llevarla a Belle-Isle, un lugar donde no se les ocurriría buscarla a los esbirros de Richelieu.
Sylvie guardaba aquel viaje en su corazón como su recuerdo más precioso, a pesar de que se encontraba todavía débil y dolorida, aunque ya no febril. Iba sola con François en uno de los carruajes de los Vendôme y, durante todo el trayecto, él tuvo la mano de ella en la suya cuando no tomaba a Sylvie entre sus brazos para aliviar sus angustias y el terrible sentimiento de vergüenza que la torturaba. La jovencita alegre, risueña, fácilmente irritable, tierna y maliciosa, se había convertido por culpa de Laffemas en una mujer lastimada, angustiada, enferma de pena por su conciencia de haber sido envilecida y por juzgarse en adelante indigna de aquel cuyo amor, pese a la diferencia de rango, había esperado llegar a conquistar desde su primera infancia…
Con una intuición de la que muchos le habrían creído incapaz, Beaufort adivinó lo que pasaba en el interior de la que consideraba una hermana pequeña, y se esforzó a lo largo de todo el camino en luchar contra los negros demonios que la asaltaban, explicándole que seguía siendo la misma, que lo que había padecido no era una tacha para ella, como sucedería si hubiese sido violada en una ciudad tomada por asalto por los bárbaros, que debía considerar nulo su matrimonio con La Ferrière puesto que había sido obligada a consentir, no había sido consumado y, de todas maneras, el hombre en cuestión había desaparecido de entre los vivos. Debía pensar sobre todo en curarse, física y moralmente. Y él estaba allí, siempre estaría allí, para ayudarla. Y además, ella iba a conocer Belle-Isle…
Divinas palabras que ella escuchaba con delicia pero sin creer demasiado en ellas, ya que conocía el entusiasmo que ponía François en todo, en particular cuando se encontraba bajo el influjo de una emoción intensa, y porque sabía que la reina era dueña de su amor y de sus sentidos. E incluso la perspectiva de vivir en aquella isla tan amada por él no llegaba a consolarla porque, una vez tranquilizado acerca de su suerte, él la dejaría. Volvería a marcharse, aunque sólo fuera para vengarla del abominable Laffemas…
Sin embargo, Belle-Isle la encantó. El inicio de la primavera, tan frío y húmedo en el continente, florecía ya en aquella tierra de clima suave. Se encontraban allí árboles desconocidos y grandes extensiones de retama que la iluminaban incluso cuando el cielo estaba gris. Ella supo también enseguida que iba a compartir la pasión de François por el mar. Tal vez, en efecto, el exilio que le imponía el destino sería menos cruel frente al océano cuyas extensas olas cambiantes venían a romper al pie de los roquedos de granito.
La acogida de que fue objeto la entusiasmó menos. No porque fuera desagradable, al menos por parte del duque Pierre, afable y generoso; pero desde el primer momento tuvo la impresión de no gustar a Catherine de Gondi. Por mucho que la joven duquesa declarara que la fugitiva podía permanecer en su casa todo el tiempo que deseara, lo hizo como expresión de un deber cristiano, no siguiendo el impulso de la simpatía. Y eso a pesar de que no supo toda la verdad respecto de Sylvie.
Tal vez François puso un calor excesivo en su alegato en favor de Sylvie, y su actitud fue interpretada como el eco de una pasión; el caso fue que Sylvie sorprendió un relámpago de malestar bajo las cejas súbitamente fruncidas de la joven duquesa que, en el instante inmediatamente anterior, la acogía con benignidad. ¿Estaba también ella enamorada de su antiguo compañero de infancia, de la lejana época en que los Vendôme pasaban en Belle-Isle algunas semanas de veraneo?
Mientras Beaufort permaneció en la isla todo fue bien, pero apenas se alejó su barca, instalaron a Sylvie en el pabellón que había al fondo del jardín.
Tal vez ella lo hubiese preferido a la atmósfera fría del palacio si no se hubiera decretado que los postigos no debían estar nunca abiertos «por prudencia, a fin de que vuestra presencia pase inadvertida a visitantes eventuales». La duquesa decidió, además, que su estado exigía aislamiento. La antigua Sylvie habría protestado con vehemencia, pero se vio obligada a aceptar las imposiciones de quienes le daban hospitalidad. Y allí permaneció, custodiada por la vieja Maryvonne, taciturna y silenciosa, que no la entendía y a la que tampoco ella entendía. Y también por Corentin que, por su parte, hablaba a la perfección la lengua bretona. Impotente y desolado, intentó plantear algunas objeciones pero se le dio a entender que si las nuevas disposiciones no le gustaban, siempre le quedaba la opción de marcharse.
El criado había llegado a pensar en ir al galope hasta París para poner a Beaufort al corriente de lo que ocurría, pero ¿cómo abandonar a su suerte a un ser tan frágil y dolorido? ¿Encontraría a Beaufort al final del camino? Y sobre todo, ¿creería él lo que iba a contarle? Una vez había dado su amistad, a François le costaba mucho retirarla. Para él los Gondi eran personas maravillosas ligadas a las bellas imágenes de la infancia, y sin duda estaba convencido de haber tomado la mejor decisión para el bien de Sylvie. De modo que, mientras la pobrecilla languidecía convencida de que François la había abandonado, el infeliz Corentin se esforzaba en impedir que ella se hundiese más y más, cosa que fue haciéndose cada vez más difícil. ¡Qué alivio, entonces, ver llegar a Jeannette y al escudero de Beaufort! ¡Verdaderamente, ya era hora!
Más tarde, mientras Ganseville regresaba al castillo para acabar de arreglarlo todo con Gondi, Jeannette hacía milagros. Había abierto los postigos, se había procurado todo lo necesario para lavar a fondo a su joven ama, que lo necesitaba mucho, la había obligado a tomar un poco de sopa y algunos bizcochos que Corentin había ido a buscar a las cocinas, y luego, apartando de un empujón a la vieja Maryvonne cuando quiso impedirlo, llevó a Sylvie, ataviada con un vestido púrpura y bien peinada, a dar un breve paseo bajo los árboles para «enseñarla de nuevo a respirar» aprovechando la aparición de unos rayos de sol. En cuanto a Pierre de Ganseville, se multiplicó.
A la mañana siguiente, un carricoche utilizado para el aprovisionamiento del castillo fue a buscar a Sylvie y Jeannette, con los pocos enseres que poseían. Ganseville conducía.
— ¿Adónde vamos? -preguntó Jeannette-. Y ¿dónde está Corentin?
— Está en el sitio al que vamos, ocupado en terminar los preparativos para recibiros.
— ¿Abandonamos esta casa? -preguntó Sylvie con un acento de esperanza muy parecido a la alegría.
— Si monseñor François hubiera podido suponer que os encerrarían ahí dentro, nunca os habría traído a este lugar, puedo asegurároslo. Es lo mismo que le he dicho al señor de Gondi, el cual no sabía nada del estado al que os habían reducido. En adelante, viviréis en una casa propia, al otro lado del pueblo y la ciudadela, lejos de este castillo. Os encontraréis mejor y tendréis libertad.