Corentin sacudió la cabeza y torció los labios con aire de duda.
— Ella le importa más de lo que él mismo cree. Si lo hubieras visto cuando la encontró en el camino y supo… Creí que se volvía loco. ¡Y en La Ferrière no dio cuartel!
— Habría hecho lo mismo por una hermana pequeña o una prima.
— ¡No con esa furia! Si quieres saber lo que pienso, todavía está deslumbrado por la reina, pero ella tiene quince años más que él, y un día dejará de verla de la misma manera.
— Quizá. Pero ¿y Madame de Montbazon? Ella no tiene quince años más que él, sino sólo cuatro, y es bella, muy bella…
— No creo que sea su amante. La corteja para dar celos a la reina. Por lo demás, entre el amor y la cama hay diferencias… ¡Ocúpate de tus asuntos! Ahí vuelve…
Sylvie dejaba la playa y subía los peldaños rústicos que conducían a la casa. Parecía estar contando algo con los dedos…
Seis días después, seguía contando. Hiciera el tiempo que hiciera, permanecía durante horas sentada en la roca, envuelta en la amplia capa negra de las isleñas, mirando el mar con ojos de sonámbula. Comía poco, dormía aún menos y enflaquecía de nuevo. Intranquilos, Jeannette y Corentin se las arreglaban para que al menos uno de los dos la tuviera siempre a la vista, y sin que ella lo supiese velaban por turnos durante la noche ante la puerta de su dormitorio, la única salida posible porque la ventana, con su reja de hierro, ofrecía un hueco demasiado estrecho para pasar por él. Sin embargo, ninguno de los dos se atrevía a tratar con ella el angustioso tema, el único que podía trastornarla hasta ese punto.
— Tendremos que decidirnos -dijo una mañana Corentin, que, con un cesto al brazo, se disponía a bajar al mercado de Le Palais-. No podemos continuar así. Esta noche le hablaré.
— Me toca a mí hacerlo, pero tengo miedo. ¿Y si esa mujer lo hace mal? También es posible morir de eso…
Jeannette dirigió una mirada desolada a la puerta cerrada detrás de la cual se suponía que Sylvie estaba durmiendo. Corentin la atrajo hacia sí y la abrazó.
— ¿Prefieres que se mate ella misma? Créeme, no nos queda mucho tiempo…
No les quedaba ya ninguno. En su pequeña habitación, desde la que lo había oído todo, Sylvie acababa de decidirse a terminar de una vez. No quedaba la menor duda sobre su estado: en unos meses, si no hacía nada para evitarlo, daría a luz lo que no podía ser sino un monstruo. No sabía todavía lo que planeaban Jeannette y Corentin, pero no confiaba en otra liberación que la muerte. Se preparó, escribió una breve nota que dejó bien visible sobre la cama, se vistió y esperó a que el chirrido de la puerta de entrada le indicara que Jeannette, creyéndola aún dormida, había salido para ir, como cada lunes, a poner la colada en remojo en el trastero donde Corentin le había instalado una especie de lavadero.
En cuanto oyó aquel leve ruido, salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado. Una vez fuera de la casa, en lugar de bajar hacia las rocas se internó en el pinar después de saltar el murete, y se dirigió hacia el norte, donde la costa formaba un promontorio rocoso a cuyo pie rompían las olas. Al salir del bosque, echó a correr a través de la landa. Hacía un día gris, más bien templado, aunque los vientos recorrían la isla formando torbellinos. A su izquierda el mar estaba revuelto, con innumerables crestas blancas, y las gaviotas, sintiendo tal vez que se acercaba una tormenta, huían como flechas en busca de un refugio. Sylvie sonrió: ella iba a encontrar enseguida ese abrigo, y le gustaba que fuera en aquel decorado que las retamas empezaban a dorar. En pocos días todo estaría amarillo, aquel tono que a ella siempre le había gustado y que tan bien le sentaba. Ya no tenía miedo ni vergüenza. Se sentía liberada, hasta tal punto la toma de una decisión difícil remueve las cargas más pesadas. Pensaba también que, si Dios le perdonaba haber elegido la hora de su fin sin pedirle permiso, tal vez permitiese a su alma velar sobre su querido François. El Señor, en su bondad, no podía permanecer insensible al gran amor que albergaba su corazón y al que iba a sacrificar la envoltura carnal que otro hombre había manchado.
Un sendero se abría a su derecha, entre rocas orladas por líquenes blancos. Ella sabía perfectamente adonde conducía, y se adentró en él, más aprisa ahora por el temor de que Jeannette se hubiese dado cuenta de su fuga. Sus rápidas piernas corrían con ligereza, y pronto vio la abertura que, como bien sabía, se abría al vacío.
Sin embargo, cuando estuvo en el borde, se detuvo para contemplar por última vez al magnífico paisaje marino y aspirar una gran bocanada de aire con sabor de algas y sal. Abrió los brazos y el viento hinchó su capa como si fuera la vela de un navío. Iba a lanzarse cuando algo le cayó encima y tiró de ella hacia atrás. Creyó que era Jeannette y lanzó un grito de desesperación mientras se debatía:
— ¡Déjame! ¡Te lo ruego, déjame! No tienes derecho a impedirme…
La tela que habían arrojado sobre su cabeza para apartarla del vacío ahogó su voz. Cuando se la quitaron, estaba tendida de través en el sendero y un curioso personaje estaba arrodillado encima de ella. Era un hombrecillo ridículo de cabellos hirsutos y nariz en forma de silla de montar. Al reconocerlo no pudo disimular su estupefacción.
— ¿El señor abate de Gondi…? ¡Oh, Dios mío…!
— Ya era hora de que os acordarais de Él, pequeña desgraciada que tan gravemente ibais a ofenderle. ¡Pero…, pero yo también os conozco! Sois… la protegida de Madame de Vendôme, Mademoiselle de… de l'Isle -concluyó en tono triunfal-. ¿Qué diablos estáis haciendo aquí? No iríais a…
— ¡Sabéis muy bien que sí, puesto que me lo habéis impedido! -exclamó ella, en un repentino acceso de cólera-. Pero ¿por qué os entrometéis?
— Porque es una cuestión que afecta a todo hombre honrado, sobre todo si además es un hombre de Iglesia. ¿Queríais realmente morir, tan joven, tan encantadora?
— No hay edad ni encanto que valgan cuando se está desesperada… ¡Marchaos, señor abate, y olvidad que me habéis visto!
— ¡De ninguna manera! Volveréis conmigo y…
Ella se levantó con la agilidad de una gata y lo rechazó con un gesto brusco. Él estuvo a punto de caer, pero consiguió agarrar la capa negra, cuyo cierre empezó a estrangular a Sylvie. Ésta se debatió con más energía cuando advirtió que, aprovechando esa ventaja, él le echaba los brazos encima.
Aunque pequeño, Gondi era más fuerte que una muchacha de dieciséis años. Además, sus músculos estaban bien ejercitados, ya que practicaba con asiduidad la esgrima y la equitación. Sin embargo, la lucha no se decidió durante unos instantes, debido a la rabia con que defendía Sylvie su mortal proyecto. Los dos rodaron por el suelo sin que ninguno llegara a tomar ventaja sobre el otro, y sin darse cuenta de que llegaban al borde del sendero. Y entonces, de repente, no hubo nada por debajo de ellos. Enlazados, cayeron…
3. Un amor tan grande…
A partir del 28 de agosto, toda Francia empezó a rezar para obtener del Cielo el parto feliz de la reina, próxima ya a salir de cuentas, pero también y sobre todo para que diera a luz un delfín. El Santo Sacramento estuvo expuesto día y noche en las iglesias de París, y grandes rogativas públicas marcaron el inicio de una espera que los médicos estimaban que se prolongaría de ocho a diez días.
No sucedía lo mismo en el Château-Neuf de Saint-Germain, que Ana no había abandonado desde el inicio de su embarazo. Ante la inminencia del parto, se preparaba alojamiento para los príncipes y las princesas que habían de asistir al acontecimiento. El rey, atrincherado en el Château-Vieux, [5] se consideró demasiado cercano todavía a aquel barullo y se retiró por dos días a su mansión de Versalles. Por su parte, el cardenal había marchado a Chaulnes.