En el centro de toda aquella agitación, Marie de Hautefort velaba a la reina como una loba a sus pequeños. Si el rey se había alejado, era en buena medida para escapar de su humor agresivo. En efecto, había vuelto a caer bajo el influjo de sus encantos: después del ingreso en el convento de su único amor verdadero, Louise de La Fayette, Luis XIII había buscado un hombro amigo sobre el que llorar y había vuelto a su anterior amorío. Pero el hombro que encontró estuvo lejos de mostrarse compasivo: dedicada enteramente a la reina, la orgullosa joven abusó cruelmente de su poder para hacer pagar a aquel hombre triste y enfermo todos los desprecios que Ana de Austria había sufrido de él, y en particular el drama del año anterior. [6] Y aquella agotadora sucesión de riñas y reconciliaciones resultaba tanto más penosa por el hecho de que en ella no intervenían para nada los sentidos. La joven dama de compañía no estaba en absoluto dispuesta a entregarle su virginidad, y por su parte él no se atrevía a pedírsela siquiera, por crueles que fueran en ocasiones los tormentos del deseo.
Aquel día, Mademoiselle de Hautefort -a la que llamaban Madame debido a su cargo-, en pie junto a una ventana, veía llegar una tras otra las grandes carrozas que traían a las altas damas emparentadas con la familia reaclass="underline" la princesa de Condé y su hija la encantadora Anne-Geneviève, la condesa de Soissons, la duquesa de Bouillon, la pequeña Mademoiselle, hija del hermano del rey Gastón d'Orléans, y finalmente la duquesa de Vendôme y su hija Elisabeth. El patio de honor se llenaba de ruido y colores realzados por el oro o la plata. El panorama era fastuoso: parecía como si los jardineros hubieran decidido de repente volcar delante del Grand Degré todo el contenido de sus parterres, incluida la música que les era propia: la de los pájaros… Las princesas llegaban todas juntas como si se hubieran dado cita previamente, pero los únicos hombres que las acompañaban eran sus servidores: lacayos, cocheros u otros…
— Asombroso, ¿no crees? -dijo detrás de la joven una voz divertida-. El rey sólo ha autorizado a las damas: Monsieur, su hermano, no será llamado hasta el último momento. El duque de Bouillon y el Condé de Soissons, los dos en rebelión abierta, están fuera del reino, y el duque de Vendôme sigue exiliado en su castillo de Chenonceau, donde su hijo Mercoeur le hace compañía. En cuanto a su otro hijo, Beaufort, acaba precisamente de regresar de Flandes con una pierna entablillada, y el rey no quiere verlo.
Marie abandonó su puesto de observación para tomar del brazo a Madame de Senecey, la fiel dama de honor de la reina, y suspiró:
— Sí, me temo que la corte no sea un lugar muy alegre en estos tiempos. El rey no para de escribir al cardenal que ya tiene ganas de que la reina dé a luz para poder irse de aquí… ¡y ni siquiera contamos ya con las canciones de nuestra pequeña Sylvie para alegrar el ambiente!
— ¿La echáis de menos?
— Sí. La quería mucho y me enfurece que no se haya intentado averiguar a fondo las circunstancias de una muerte tan extraña. Me niego a creer que se diera muerte a sí misma; no es propio de ella. Me inclino más a pensar… -Calló y se mordió el labio.
— Y bien, ¿qué es lo que pensáis?
— No… nada. Una idea sin sentido…
Tenía confianza en su compañera, pero no hasta el punto de hacerla partícipe del secreto de la alcoba de la reina, un secreto que compartían únicamente tres personas: Pierre de La Porte, en el exilio desde su salida de la Bastilla, ella misma y Sylvie. Era extraño, sin embargo, que la niña hubiera desaparecido después de una larga entrevista con Su Eminencia, y Marie se sentía inclinada a pensar que las mazmorras subterráneas de Rueil tal vez no eran únicamente una leyenda. Si Richelieu sospechaba alguna cosa respecto de las relaciones de la reina con Beaufort, no pararía hasta haber eliminado a todas las personas que compartieran el secreto. Sobre todo si el niño que estaba a punto de nacer era un varón. Ahora bien, Sylvie había muerto y La Porte parecía haber desaparecido. Tal vez ella misma se estuviera beneficiando simplemente del aplazamiento de una condena ya dictada. ¿Bastaría el amor del rey, al que maltrataba con tanta dureza, para defenderla de los esbirros del cardenal, si nacía el tan deseado delfín? Nunca la había asustado el peligro, ¡pero los palacios reales estaban tan llenos de ratoneras y de servidores venales! Quedaba todavía Beaufort, el peón principal; pero debido a su temerario arrojo, sería fácil matarlo en algún campo de batalla. El también se había desvanecido al mismo tiempo que Sylvie. Se decía que había aterrizado en París unas semanas más tarde, pero una orden real le había enviado de inmediato a Flandes. ¿Seguía aún allí?
— ¿Dónde estáis, querida? -se quejó cariñosamente la dama de honor-. Os hablo y no me escucháis…
Un paje que llegaba a toda prisa le evitó recurrir a una mentira: el médico real reclamaba a Madame de Hautefort. De inmediato ella, inquieta, recogió sus faldas de raso gris claro, descubriendo unos pies perfectos calzados en chinelas de tafetán rojo, y echó a correr sin esperar a su compañera, que la siguió a paso más moderado. Encontró a Bouvard que se paseaba inquieto delante de la puerta de la reina, guardada por dos suizos. No le gustaba mucho aquel discípulo de Esculapio, al que reprochaba su pasión por las sangrías y los enemas, pero en esta ocasión no tuvo la menor dificultad en adivinar la causa de su mal humor: al otro lado de la doble puerta magníficamente decorada se oía un alboroto de pajarera enloquecida. El no le dio tiempo ni siquiera de abrir la boca.
— ¿Dónde estabais, señoras? -gritó con una mirada de indignación que transfirió de Marie a Madame de Senecey-. Estaba examinando a Su Majestad cuando nos hemos visto asaltados por todas las coronas principescas de París. Primero las señoras de Guéménée y de Conti, luego Mademoiselle, que se ha puesto a corretear por todas partes y quería a toda costa tocar el vientre de Su Majestad, luego Madame de Condé…
— ¿Ya están aquí? Acabo de verlas llegar.
— Han debido de subir las escaleras al galope, tanta prisa tenían, y yo, desbordado e impotente, me he visto obligado a cederles el sitio. ¿Quién soy yo al lado de ellas? -añadió con amargura-. ¡Oídlas! Cada una aporta su consejo, su elixir, ¡qué sé yo!
Sin responder, Marie empezó por cerrar el paso a la duquesa de Vendôme, que llegaba acompañada por su hija y por la condesa de Soissons.
— Pronto veréis a la reina -suplicó-, pero por el momento debo dejar pasar al doctor Bouvard. ¡Venid, Senecey!
Las dos mujeres entraron en el aposento, donde hacía mucho calor. Alguna persona solícita había considerado útil cerrar las ventanas, y la acumulación de los perfumes y las respiraciones de tantas mujeres hacía el aire irrespirable.
En medio de la estancia, la pobre reina, colorada y sudorosa bajo los rasos que se pegaban a su cuerpo deformado, se esforzaba por responder a todas, sofocada a pesar del abanico que agitaba blandamente una de sus doncellas de honor. Aquel comienzo de septiembre seguía muy caluroso, y el sol próximo ya al ocaso daba aún con fuerza en las altas ventanas del Grand Cabinet.
Marie empezó por dirigir una rápida reverencia a la concurrencia, corrió a abrir de nuevo las ventanas y dijo en voz tan alta como pudo:
— Señoras, ¿no comprendéis que incomodáis a la reina y que además estáis impidiendo que su médico le dedique sus cuidados?
— No exageréis, Madame de Hautefort -contestó en tono áspero la princesa de Condé-. Hemos traído remedios para ayudar a Su Majestad…