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— Imploro vuestro perdón, señora princesa, pero ¿no veis que la reina se sofoca? ¡Podríais ser acusadas de regicidio… sobre todo si el niño es un delfín! ¿No sería mejor que esperarais en la antesala?

Entre murmullos y protestas, pero sumisas, las princesas salieron una tras otra mientras Bouvard se precipitaba hacia su paciente, que tendía una mano temblorosa a su dama de compañía.

— ¿Por qué me habéis abandonado, Marie? -dijo con voz apagada-. No me encuentro bien…, nada bien…

Una persona que llevara algún tiempo sin ver a Ana de Austria habría tenido dificultades en reconocerla, hasta tal punto la había cambiado el embarazo que llegaba a su término. Su rostro, siempre resplandeciente de frescura a pesar de sus treinta y ocho años, había adquirido la «máscara» temida por toda mujer encinta. Llevaba mucho tiempo padeciendo de náuseas y, por miedo a que perdiera su fruto como en ocasiones anteriores, le habían prohibido toda clase de ejercicio, incluso un simple paseo: la llevaban de su cama a un sillón y de un sillón a otro, hasta volver a acostarla. Como era golosa, había engordado demasiado, y tenía un vientre enorme.

«¡Señor! -se dijo Marie mientras llevaban de nuevo a la reina a su dormitorio-. Me pregunto qué pensaría el loco de François si la viera ahora.» Sin embargo, no por ello dejó de prodigar los cuidados más tiernos a la que posiblemente estaba a punto de dar a luz un delfín. Aunque ese delfín representara una sentencia de muerte para ella.

Los dolores empezaron durante la noche de aquel día, del 4 al 5 de septiembre. Fueron a prevenir al rey al Château-Vieux y a despertar a todas las personas que debían ser testigos del alumbramiento. Un correo partió hacia París para anunciar la noticia a Monsieur.

Alrededor de la medianoche empezó todo, pero tres horas más tarde la atmósfera se había hecho irrespirable en aquella habitación donde la futura madre se retorcía de dolor en medio de mujeres vestidas de gala que asistían al acontecimiento sin emoción, como a un espectáculo. Habían cerrado las ventanas por miedo al fresco de la noche, y de nuevo el ambiente era asfixiante. El parto no avanzaba porque la criatura no estaba colocada como era menester. Hacia las seis, se oyó al médico gruñir que las dificultades eran cada vez mayores…

Marie de Hautefort, refugiada según su costumbre en el vano de una ventana, se echó a llorar. El rey, hasta entonces inmóvil y mudo en un sillón, se levantó y se acercó a ella.

— ¡Dejad de lloriquear! -le dijo con rudeza-. No hay ninguna razón para afligirse. -Y en voz más baja añadió-: Por mi parte, me tendré por satisfecho si el niño se salva, y vos, señora, tendréis tiempo para consolaros de la pérdida de la madre…

— ¿Cómo podéis ser tan cruel, tan insensible? -murmuró ella, indignada-. Es vuestro hijo el que tortura así a vuestra esposa…

— Precisamente. El es más importante…

— ¡Mereceríais que fuera una niña!

— Será lo que Dios quiera. ¡Voy a hablar con Bouvard!

Y recomenzó la interminable espera, agotadora incluso para quienes no hacían otra cosa que mirar. Dividido entre la esperanza y el horror, Gastón d'Orléans estaba gris. Para apaciguar un poco sus nervios, Marie se acercó a Elisabeth de Vendôme, que rezaba sin descanso al lado de su madre, y se hincó al lado de ella.

— ¿Tenéis noticias de vuestro hermano Beaufort? -susurró.

— Volvió hace tres días con una nueva herida. No muy grave, por fortuna. Escapó por muy poco a la muerte; un explosivo estalló casi bajo sus pies cuando volvía a su campamento.

A la dama de compañía le dio un vuelco el corazón. ¡Un atentado! Acababa de escapar a uno… ¿Sobreviviría al siguiente?

Hacia las once y media de la mañana, en un momento en que los repetidos dolores dieron una breve tregua a la reina, Bouvard aconsejó al rey que no demorara su almuerzo. El aceptó e invitó a los señores presentes a acompañarle, pero apenas tuvo tiempo de sentarse: un paje llegó con la noticia de que la reina por fin había dado a luz.

— ¿Se sabe ya si es niño o niña?

— Aún no, Sire; me han enviado en cuanto ha aparecido la cabeza…

Luis XIII tira entonces al suelo su servilleta, y corre a los aposentos de su esposa. En la puerta se encuentra con la reverencia de Madame de Senecey, que le anuncia:

— Sire, la reina acaba de dar a luz a monseñor el delfín…

El corre al lecho donde dame Péronne, la comadrona, tiene en sus brazos un paquete que patalea envuelto en un lienzo de hilo fino.

— ¡Vuestro hijo, Sire!

Luis XIII cae de rodillas mientras a su alrededor estallan aclamaciones frenéticas y una señal hace partir, desde el patio del castillo, mensajeros en todas direcciones. Finalizada su acción de gracias, el rey ordena que se abran las puertas de la antecámara. Pasa delante de su hermano, que no tiene buen aspecto, y se dispone a recibir las felicitaciones de sus gentileshombres cuando Marie de Hautefort llega hasta él y lo detiene, tocándole el brazo con audacia.

— ¿No vais a besarla? -pregunta señalando el lecho en torno al cual se afanan las mujeres-. Me parece que lo ha merecido.

No hay cariño en las miradas que se cruzan los dos extraños enamorados. A regañadientes, Luis XIII se deja llevar al lado de su esposa, medio muerta entre sus sábanas arrugadas y manchadas. Se inclina sobre ella y la besa en la frente.

— ¡Muchas gracias, señora! -dice tan sólo, y enseguida se vuelve para recibir al Gran Limosnero, que acaba de tomar en sus brazos al bebé.

La reina se ha dormido. Marie de Hautefort, agotada también, ha vuelto a su aposento, se ha desvestido y acostado con un curioso hormigueo de desazón. Es verdad que ha conseguido su objetivo: el rey tiene un heredero y el espectro de la repudiación, que planea desde hace tanto tiempo sobre la cabeza de su querida soberana, acaba de desaparecer, pero ¿cómo olvidar que ahora es ella misma la que está en peligro… y que sólo tiene veintidós años?

No por ello durmió menos profundamente, y el sol del nuevo día que hacía brillar las gotas de rocío en los jardines en terraza del Château-Neuf le devolvió todo el coraje que necesitaba la dama de compañía de una reina para afrontar una jornada de duro trabajo. En efecto, el Sena, donde tan agradable resultaba bañarse en los días cálidos del verano, estaba ya lleno de embarcaciones venidas de París que transportaban a damas y gentileshombres deseosos de rendir homenaje al recién nacido. El camino fluvial, más lento sin duda, era más agradable que las fuertes sacudidas de los carruajes.

Sin embargo, fue a caballo y acompañado por un solo escudero como llegó el marqués d'Autancourt. Marie, que le había visto llegar, se las arregló para encontrarse con él. Le había tomado simpatía desde que se declarara enamorado de Sylvie y, al verle acercarse a lo largo de la gran galería, delgado y elegante como de costumbre en un traje de terciopelo azul oscuro, pensó que la vida estaba mal hecha: aquel muchacho amable, guapo y encantador desde cualquier punto de vista, rico y heredero de un título ducal, lo tenía todo en el mundo para ser feliz, pero el destino le había colocado en el camino de Sylvie, y Sylvie ya no existía. La huella de la pena marcaba aquel rostro joven, algo severo pero seductor cuando una sonrisa lo iluminaba.

Marie no lo había visto desde que se reuniera en el Rosellón con el mariscal-duque de Fontsomme, su padre, cuyas fuerzas habían acudido a reforzar las del príncipe de Condé. Ignoraba incluso que hubiese regresado, pero era evidente que sabía ya a qué atenerse. Se alegró visiblemente de verla y acompañó su saludo con una sonrisa triste.

— Sois la primera persona que encuentro, señora… y me alegro infinitamente de ello.

— No sabía que estuvierais de vuelta, pero supongo que el señor mariscal, vuestro padre, os ha enviado a expresar sus deseos de felicidad a la reina y a monseñor el delfín.