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— En efecto, madame, pero, aunque vos seguramente lo ignoráis, mi padre nunca podrá doblar la rodilla ante su príncipe: se nos muere, y hacía falta una gran circunstancia como ésta para que yo abandonara la cabecera de su lecho.

— ¿Se muere? ¿Qué ha pasado?

— Delante de Salses fue alcanzado por fragmentos de metralla cuando, debido al fuerte calor, no llevaba puesta su coraza. Como las cosas iban mal para nuestras armas, monsieur el príncipe tuvo a bien pedirme que me encargara de llevarlo a París. De intentarlo al menos porque, en verdad, pensábamos que no llegaría vivo a su casa. Sin embargo así fue, y en estos momentos lucha contra la muerte porque nunca ha admitido ser vencido por ella, aunque la espera con resignación cristiana. El señor de Paul vino a visitarle ayer, y él sintió una gran alegría…

— Estoy desolada, amigo mío -dijo Marie al tiempo que colocaba su mano sobre el brazo del joven-. Un gran dolor que llega demasiado cerca de la desaparición de la muchacha a quien amabais… ¡a quien amábamos todos!

Esperaba una crispación en su rostro, tal vez unas lágrimas mal contenidas, pero no ocurrió nada de eso. Para su sorpresa, la mirada que le dirigió Jean d'Autancourt fue serena, tierna y casi luminosa.

— ¿Estáis hablando de Mademoiselle de l'Isle?

— Claro que sí. ¿De quién, si no? ¿Sabéis, imagino…?

— Sí. El rumor llegó hasta mí en el otro extremo de Francia, pero me he negado a creerlo.

— Sin embargo, es cierto. El señor de Beaufort en persona trajo la noticia a Sus Majestades. La pobre niña, víctima de un miserable que pagó el crimen con su vida, reposa en el castillo de Anet. La señora duquesa de Vendôme, que está todavía haciendo compañía a la reina, podrá confirmároslo. Ha hecho grabar una lápida con su nombre en la capilla…

Se produjo un silencio, y luego el joven sonrió de nuevo.

— No le preguntaré nada -dijo-, porque nada de lo que pueda decir afectará mi convicción de que tal vez Mademoiselle de l'Isle ha muerto, pero Sylvie vive.

— ¿Qué queréis decir?

— Es difícil de explicar. Sé que no ha muerto, eso es todo.

— ¿Queréis decir que vive en vos como viven en nosotros las personas amadas que la muerte nos ha arrebatado?

— No. En absoluto. La llevo en mí desde la primera mirada que intercambiamos en el parque de Fontainebleau, tan íntimamente unida que, si hubiese dejado de respirar, si su corazón ya no latiese, el mío también se habría detenido y lo habría sentido en cada fibra de mi cuerpo como una de esas heridas mortales por las que se escapa la sangre…

— Es insensato.

— No. Es amor. Nunca he amado ni amaré más que a ella, y hasta que no la haya visto con mis ojos, repetiré que vive y sabré encontrarla algún día… Pero os estoy entreteniendo a vos, que tan preciosa sois para Su Majestad. Os pido mil perdones. El rey está aquí, según me han dicho, y voy a solicitar el favor de ser conducido a su presencia. Se alejó, dejando a Marie confusa y admirada ante un amor tan grande. Jean d'Autancourt no tenía nada de un visionario. Hablaba con tanta convicción, con tal seguridad que Marie sintió que sus certezas vacilaban. El no ofrecía ninguna explicación ni aportaba ninguna prueba: sencillamente sabía, Dios sabe cómo, y lo más curioso era que, en contra de toda lógica, Marie se sentía ahora inclinada a darle la razón.

Al día siguiente de aquella feliz jornada, Beaufort, en su apartamento del hôtel de Vendôme, escuchaba con cierta melancolía el alboroto de una ciudad presa de la locura. Desde la víspera, las campanas no paraban de tañir. En Notre-Dame cantaban un solemne tedeum. En las plazas se encendían hogueras, y en la que llevaba el nombre de Place Dauphine (del Delfín) había un concierto de oboes y gaitas. Desfilaban procesiones alegóricas presididas por las corporaciones gremiales. Había bailes casi por todas partes, y como delante de todas las mansiones aristocráticas se habían perforado barricas y el vino corría gratuitamente, por la noche, cuando estallaran los fuegos artificiales, los parisinos estarían borrachos como esponjas en honor de su futuro rey.

A François le habría gustado mezclarse con toda aquella agitación en torno a la cuna de un niño al que deseaba amar, pero su herida en la pierna, que le había roto la tibia, no le permitía recorrer las calles como tanto le gustaba hacer por la simple alegría de mezclarse con el pueblo llano, que siempre lo acogía con entusiasmo. Las mujeres le encontraban guapo, y los hombres apreciaban su sencillez, generosidad y bravura. Y a todos les gustaba recordar que era nieto de aquel Vert-Galant cuyo recuerdo seguía gozando de tanta popularidad. De modo que aquel día se sentía un poco abandonado: su madre, su hermana, su hermano y sus mejores amigos habían acudido a Saint-Germain para ofrecer sus felicitaciones y sus mejores deseos. De todos modos, ni siquiera cojeando le habría sido posible acompañarles. Las órdenes de la reina, transmitidas a través de Marie de Hautefort, eran taxativas: en ningún caso debía aparecer en la corte antes de ser autorizado para ello. ¡Tal era el amargo precio que había de pagar por algunos momentos de felicidad, al parecer ya olvidados!

Acababa una melancólica partida de ajedrez con Ganseville-Brillet había ido a celebrar el acontecimiento en Notre-Dame, cuando un lacayo anunció a una dama que deseaba hablarle en privado. La dama no había querido dar su nombre, pero se anunciaba «de parte de Sus Majestades». Su corazón, entonces, brincó de alegría: ¡en aquel día de triunfo, Ana pensaba en él! ¡No cabía engaño, a pesar del plural!

Envuelta en una capa de seda ligera y con un antifaz del mismo color azul cubriéndole el rostro, la visitante entró sin decir palabra, pero bastó que el capuchón resbalara un poco y descubriera la frente pura y el magnífico cabello dorado para que él la identificara.

— ¡Madame de Hautefort! ¿Aquí, en mi casa… y en este día? ¡Qué inmensa felicidad!

Con un movimiento de los hombros Marie hizo caer su capa, mientras sus dedos retiraban el antifaz.

— No cantéis victoria, querido François. No vengo de «su» parte, sino únicamente de la mía; pero, en primer lugar, ¿estamos realmente solos?

— Espero que no lo pongáis en duda. Pierre de Ganseville, que acaba de salir, vigila detrás de esa puerta cerrada.

— He venido a hablaros de Sylvie. ¿Dónde está?

— ¡Qué pregunta tan estúpida! ¿Acaso no lo sabéis? -gruñó él, súbitamente irritado.

— No. Sé dónde dicen que está, en la capilla de Anet, no dónde se encuentra en realidad. Porque está viva, ¿no es así?

— ¿Quién os ha metido semejante idea en la cabeza?

— Primero, el joven marqués D'Autancourt, que se niega a creer en su muerte porque el inmenso amor que profesa a Sylvie le susurra que ella vive todavía.

— ¡Qué tontería! -exclamó Beaufort, rojo de cólera-. Ese joven inexperto sueña despierto, ¡y toma sus sueños por la realidad! ¡Deberían sumergirle la cabeza en un cubo de agua fría!

Marie se echó a reír.

— Ese joven inexperto, querido duque, sólo tiene dos años menos que vos, pero desde el punto de vista moral cuenta con diez años más. Cuando dice que ama a alguien, puede dársele crédito. Y creedme, ama a Sylvie.

— ¡Es una locura! Y lo que es más, peligrosa para su propia razón. ¿No puede contentarse con llorarla, en lugar de dedicarse a chismorreos estúpidos?

— Habló conmigo en privado. Yo no llamo a eso chismorrear. En cuanto a los peligros de esa locura, me parecen menores que los de la vuestra.

— ¿Estoy loco yo? Verdaderamente, señora, me repetís lo mismo cada vez que nos encontramos, pero deberiáis comprender que en este momento mi pretendida locura es inofensiva para cualquiera, ¡y sobre todo para aquella que ya está olvidándome!