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— ¡Un momento, amigo mío! No nos entendemos. Recordad que no estamos hablando de la reina, sino de Sylvie, y os digo que al declararla muerta habéis atendido posiblemente a lo más urgente, pero habéis cometido una locura… Y no soy yo la única que lo afirma.

Del corsé de encaje blanco en el que reposaban sus arrebatadores senos, Marie extrajo una carta con el sello roto, que agitó delante de las narices de su anfitrión, quien preguntó de mala gana:

— ¿Qué pasa ahora?

— ¡Qué manera de perder el tiempo! Deberíais preguntarme de quién es esta carta. Os lo diré enseguida. Permitid, mientras tanto, que os lea… Pero por favor, sentaos. Me resulta penoso veros dar saltitos sobre un solo pie, como una garza.

Sin esperar la reacción de François, leyó, luego de precisar que la carta venía de Lyon:

— «Antes de proseguir mi viaje a la ciudad de los Dogos cedo, querida amiga, a la necesidad imperiosa de daros un buen consejo que tal vez os parecerá oscuro, pero sé que sois tan aguda que no os será difícil encontrar el cabo del hilo. Decid al imbécil de B. que su protegida no está tan bien escondida ni tan a resguardo de los peligros como él cree. Además de los ataques de desesperación, de los que he tenido la felicidad de salvar su vida no sin estar a punto de perder la mía, es insensato confiar un ser tan encantador a una mujer naturalmente inclinada a detestarlo porque está secretamente enamorada de ese matasiete…»

— ¡Por todos los diablos del infierno! -rugió François, levantándose una vez más de su asiento de forma tan brusca que su pierna entablillada resbaló y a punto estuvo de hacerle caer-. Mataré a ese sacristán en cuanto vuelva a asomar por Francia su fea jeta…

— ¿Por qué os habéis sentido retratado? -susurró Marie con una sonrisa ingenua que hizo que Beaufort se pusiera rojo de furia.

— Y también lo he reconocido a él. Sólo un hombre en el mundo puede escribir tales infamias sobre mí: ese miserable del abate de Gondi, que el diablo se lo lleve…

— ¡Dejad de una vez de invocar a Satanás! ¿Queréis saber la continuación de la carta?

— Si sigue en el mismo tono…

— No. Está llena de alabanzas a mi persona. Me dice que habría sido preferible pedirme ayuda y confiarme el problema. Dice también que tal vez no es demasiado tarde para llevar a esa persona a un convento seguro en el que al menos su alma, si no su cuerpo, estará segura…

François explotó una vez más.

— ¡Un convento! ¡Mi avecilla canora en un convento! ¡Moriría asfixiada!

— Al parecer -observó Marie, de nuevo con tono grave-, no es mucho más feliz en el refugio donde la habéis ocultado. La carta habla de ataques de desesperación. Se diría que la pobre niña ha intentado acabar con una vida que…

— ¿Creéis que no lo he entendido? No soy tan estúpido como pretende vuestro querido amigo… ¿Por qué, Dios mío, por qué? -François se cubrió la cara con las manos y, dejándose caer en un taburete, rompió a llorar.

Conmovida en parte por aquella explosión de dolor y por la angustia que reflejaba, Marie apoyó en su hombro una mano apaciguadora y dijo:

— Calmaos, os lo suplico, e intentemos mirar las cosas de frente…

— ¿Qué puedo hacer, si ni siquiera me es posible montar a caballo para ir a toda prisa allá…?

— En último término podríais viajar en coche, pero eso no arreglaría nada. En cambio, podríais pedir que os traigan algo de vino y unos mazapanes: no he comido nada en todo el día y me muero de hambre. Después me lo contaréis todo. Y para empezar, vuelvo a mi primera pregunta: ¿dónde está?

— ¡En Belle-Isle! -exclamó Beaufort mientras agitaba una campanilla que hizo aparecer a Ganseville-: Di que nos traigan vino y bizcochos.

Acompañó a Marie en su colación, y el calor del vino de España restauró algo su moral. Además, le pareció que sería un gran alivio compartir su secreto -que ya no lo era, ay, después de que el metomentodo de Gondi lo había descubierto- con aquella joven tan orgullosa y tan recta, que quería sinceramente a Sylvie y en la que podía confiar. ¿Por qué no lo habría pensado antes? Pero ¿cómo pensar con claridad bajo el dominio de la indignación, el dolor y la protesta?

Marie lo escuchó en silencio y olvidó casi por completo mordisquear el pastelillo de almendra que sostenía con dos dedos. Al oír los sufrimientos padecidos por Sylvie, vertió lágrimas sinceras, aplaudió el incendio de La Ferrière y luego preguntó:

— ¿Y el otro, el verdadero criminal? ¿Qué pensáis hacer con él?

François se encogió de hombros con desánimo.

— Cometí la locura de pedir su cabeza al cardenal -repuso-. La «muerte» de Sylvie me daba derecho a ello.

— ¿Y qué dijo?

— Que ese hombre, de una integridad perfecta al parecer, es demasiado precioso para el servicio del Estado. Me vi obligado a dar mi palabra de gentilhombre de que no atentaré contra él mientras siga con vida el propio Richelieu…

— Pues bien, amigo mío, ¡habrá que procurar que no viva demasiado tiempo! ¿No habéis jurado, que yo sepa, no conspirar?

— No. La misma reacción tuvo Pierre de Ganseville, mi escudero…

— ¡Ya lo veis! Vamos a reflexionar -añadió la joven, sacudiendo las migas que habían quedado entre sus encajes-. Porque además ha sugerido al rey unas órdenes bárbaras: la reina no tendrá derecho a educar en persona a su hijo, ni siquiera hasta que estrene sus primeros pantalones. El delfín será llevado a una casa regida con plenos poderes por Madame de Lansac. La han elegido por ser hija del señor de Souvré, el antiguo preceptor del rey. Una mujer seca, que da únicamente importancia a su rango. ¡Pobre pequeño! Habría sido más feliz y habría estado mejor cuidado en casa de mi abuela, Madame de La Flotte, para la que solicité el puesto…

— ¿Y el rey se ha atrevido a negároslo? ¿A vos, de quién es esclavo?

— Un esclavo al que no molestan demasiado sus cadenas cuando habla el cardenal. ¡Pero dejemos eso y volvamos a Sylvie! ¿Qué podemos hacer si ese chiflado cuenta su aventura a todo el mundo?

— Si no me equivoco, va camino de Venecia. Supongo que lo que pase en Belle-Isle no apasionará a la gente del Rialto. Eso nos da un poco de tiempo. Yo no puedo moverme, y cuando esté curado habré de reincorporarme al ejército de inmediato. ¿Y vos?

— ¿Yo? ¿Cómo queréis que me aleje en estos momentos? Pero en el fondo, ¿qué tenemos que temer de inmediato? ¿El mal humor de Madame de Gondi, que debe de creer que Sylvie es vuestra amante y se dedica a hacerla sufrir?

— Ya no está en su casa. Cuando supe que el abate tenía intención de ir a saludar a su hermano antes de marchar a Italia, envié allí a Ganseville, que la instaló en un lugar apartado donde no tiene nada que temer de la duquesa, la cual en efecto la trataba muy mal. Nunca la habría creído capaz…

— ¡Como si conocieseis algo de las mujeres! ¿Ignorabais la inclinación que sentía por vos esa beata?

— ¿Con su actitud contrita y sus ojos bajos? Estaba a cien leguas de imaginar…

— El inconveniente con vos, querido François, es que siempre estáis a cien leguas de un montón de cosas. ¿Nunca habéis imaginado, por ejemplo, que yo podía sentirme atraída por vuestra persona?

— ¿Vos? ¡Qué agradable sorpresa!

— ¡Despacio! Si os hablo de ese pequeño acceso de locura, es porque ya pasó. Todo el mundo está expuesto a un brote de fiebre, pero el caso de Sylvie es distinto: nunca amará a nadie más que a vos. Es hora de que os preocupéis de sus sentimientos. ¿Olvidáis lo que escribe el abate? La salvó del suicidio.

— No, no lo he olvidado -murmuró François, de nuevo sombrío-. ¿Por qué llegó a ese extremo?

— Lo ignoro… Quizá porque se creyó abandonada por vos para siempre. Cuando os plantan en una isla agreste en el fin del mundo, supongo que es fácil tener esa impresión. Deberíais encontrar el medio de hacerle llegar una carta en que la tranquilizarais respecto de vuestro cariño. Y convendrá que, al mismo tiempo, la duquesa de Retz sepa que… el señor de Paul se inquieta por esa niña perdida, ya que desearía… ¿ganarla para la religión, por ejemplo? -añadió Marie, inventando a medida que hablaba-. Eso debería calmar los ardores belicosos de nuestra beata. En el caso de una visita de los esbirros del cardenal, callará.