Siempre es doloroso constatar los estragos provocados por la vejez y el progresivo desgaste en una gran inteligencia, y al cabo de un rato el cardenal no pudo seguir soportándolo. Se fue aduciendo que quería ver si llegaban nuevos despachos, y se llevó con él al médico religioso que atendía al padre Joseph.
— ¿Cuánto tiempo le queda? -preguntó cuando se encontraron fuera del alcance de los oídos del enfermo.
— Es difícil de decir, monseñor, porque tiene una constitución vigorosa y ansias de vivir, pero su espíritu, como habéis podido constatar, empieza a hundirse en las tinieblas de la senilidad. El cuerpo no resistirá. Digamos… un mes. Tal vez dos.
— ¿La curación está excluida?
— No sólo la curación, sino cualquier forma de mejoría… a menos que Dios opere un milagro…
— Vos no lo creéis, y yo tampoco.
A pesar de que desconfiaba de la ciencia de los médicos laicos, Richelieu tenía confianza en aquel capuchino que, antes de tomar los hábitos, había estudiado en varios países la medicina árabe y la de los judíos. Rara vez se equivocaba. De modo que el padre Joseph iba a morir antes de que terminara el año…
De vuelta en el silencio de su gabinete, Richelieu reflexionó largamente, reclinado en su sillón y con los ojos cerrados. Adivinaba sin esfuerzo lo que sucedería al día siguiente de su muerte si no tenía la precaución de formar a un sucesor. Y como ignoraba de cuánto tiempo disponía, necesitaba elegir a un hombre de espíritu vivo y profundo a la vez.
Sabía desde hacía algún tiempo quién respondía mejor a esas condiciones, pero todavía no se había decidido a dar el paso porque el hombre en cuestión era la antítesis del padre Joseph: mundano, seductor, y un eclesiástico de boquilla (nunca había sido ordenado sacerdote). Lo había visto en acción como nuncio del Papa en el asunto de Cásale y recordaba todavía la alegría que le había inundado al encontrarse frente a aquel monsignore, tan sonriente como grave era él mismo, con el que las conferencias se convertían en un verdadero placer. Al descubrir además que aquel hombre amaba a Francia hasta el punto de de-sear adquirir su nacionalidad, pensó que había llegado el momento de reclamarlo.
Así pues, desdeñando llamar a su secretario, escribió de su puño y letra al Papa para rogarle que le enviara, en el más breve plazo, a monsignore Giulio Mazarini, a quien pensaba convertir en su sucesor.
La carta era franca y directa. Richelieu no ignoraba que en política ocurre que la verdad cruda tiene mayor peso que los más hábiles rodeos diplomáticos. A Urbano VIII le complacería sin duda ver a una de sus criaturas tomar el poder en Francia. Para la Santa Sede, aquélla sería una baza nada desdeñable… Por su parte, Richelieu estaba seguro de que, bajo su dirección, Mazarini se haría francés y se aferraría a su obra como el perro se aferra al hueso…
Una hora más tarde, un mensajero partía para Roma a galope tendido. En adelante, la suerte estaba echada.
Unas semanas más tarde, la Eminencia Gris moría con una sonrisa en los labios. Para apagar la angustia que ensombrecía su agonía, la Eminencia Roja había ido a anunciarle, con todas las señales de la más viva alegría, que Brisach acababa de caer. De hecho, Brisach no cayó hasta unos días después, pero el padre Joseph du Tremblay murió feliz…
El mismo día en que el correo del cardenal tomó el camino de Roma, un billete anónimo destinado al teniente civil fue entregado por un pillete en el cuerpo de guardia del Grand Châtelet en el que estaban instalados sus servicios. Con una letra desfigurada, el misterioso -o misteriosa- corresponsal informaba de que «la que dicen muerta no lo está, sino que se esconde en un lugar conocido sólo por el duque de Beaufort y el abate de Gondi. Un problema divertido para un hombre experimentado…».
Con gesto nervioso, Laffemas empezó por estrujar el papel, pero luego lo alisó y lo releyó con mayor atención. No cabía duda: sólo podía tratarse de ella, de la hija de Chiara, aquella jovencísima muchacha que había desencadenado en él las fuerzas más devastadoras de la pasión, pero que en este momento suscitaba sobre todo su rencor. Guardaba el recuerdo humillante de la dura filípica que le había dedicado el cardenal.
— Debería haceros ahorcar por los crímenes de rapto, matrimonio forzado y violación, que llevaron a una inocente a la muerte. Sé, además, que sois el autor de los crímenes perpetrados contra prostitutas a las que después marcáis con un sello de lacre rojo, y en vano habéis intentado culpar de ellos a un inocente. ¿De qué barro estáis hecho, Laffemas?
— Estoy hecho de la misma sustancia que todo hombre nacido de mujer. Tengo mis vicios, lo admito, pero ¿no soy un buen servidor para vos, monseñor?
— Es la razón por la que aún no habéis sido arrestado.
— Y nunca daréis esa orden, ¿no es así, monseñor? El amo del perro guardián ignora o no se preocupa de las inmundicias con que se alimenta ni de su ferocidad. Lo que le pide es que sea un guardián seguro, fiel e implacable. ¡Yo soy todo eso, y más aún!
— El verdugo del cardenal. Así os llaman…
— Necesitáis uno, y a mí no me importa serlo. Soy cruel y lo reconozco, pero ¿de qué le serviría a Vuestra Eminencia un santo?
— Os defendéis con habilidad y admito que deseo conservaros. Pero no volváis a atacar a ninguna muchacha, noble o plebeya. En caso de violación o asesinato, o ambas cosas, de una virgen, seré implacable. ¡Marchaos ahora mismo! Yo sentía afecto por esa pequeña…
El teniente civil no dejó de observar que únicamente le estaban prohibidas las jóvenes vírgenes, y que las busconas no habían aparecido en el discurso del cardenal-duque. Eran simplemente carne destinada al placer. ¡Qué importaba lo que les ocurriese! Evidentemente, no estaba seguro de encontrar el mismo placer en sus agresiones. El cuerpo joven, tan fresco y dulce, de Sylvie, poblaba sus noches de espantosas pesadillas desde que había llegado la noticia de su ahogamiento en el canal de Anet. ¡Y ahora resultaba que podía estar viva, escondida, inaccesible tal vez, pero viva! Encontrarla sería una partida de caza apasionante porque tampoco ella cabía en los límites impuestos por el cardenal, ya que no era virgen…
Dudó. ¿Llevaría aquel billete a su amo? Sería una satisfacción para su amor propio, pero también una falta de prudencia. Se sentiría mucho más libre si llevaba a solas su investigación; y cuando encontrara a Sylvie, le pertenecería tanto más por cuanto el cardenal seguiría creyéndola muerta.
En verdad, el día empezaba bien. Laffemas decidió continuarlo de una manera agradable yendo a presidir el interrogatorio de un monedero falso, por más que lamentó que ya no fuera posible, como en los felices tiempos de la Edad Media, enviarlo a acabar sus días sumergido en un caldero de agua hirviendo…
4… y una tan grande amistad
Aquella noche, Théophraste Renaudot cenaba en casa de su amigo el caballero de Raguenel. Entre el padre de la Gazette y el antiguo escudero de la duquesa de Vendôme había nacido una sólida amistad, reforzada si cabe por la terrible aventura vivida en las proximidades del Petit-Arsenal, a consecuencia de la cual uno de ellos había resultado gravemente herido y el otro preso en la Bastilla bajo la acusación de asesinato. A los dos les gustaba reunirse en torno a los platos cocinados por Nicole Hardouin, el ama de llaves de Perceval, que parecía no tener otra finalidad en la vida que hacer engordar a un amo cuya obstinada delgadez la habría ofendido si no supiera que en gran parte se debía a un dolor tenaz. Ella misma se sentía en ocasiones menos entregada a su labor desde que la pequeña Mademoiselle de l'Isle y Corentin Bellec, el fiel servidor del caballero, habían desaparecido sin que nadie diera razón de lo que les había sucedido. Incluso Jeannette les fue arrebatada una buena tarde por monseñor el duque de Beaufort, con el pretexto de que su lugar estaba en el hôtel de Vendôme y la duquesa la necesitaba. Evidentemente, a Nicole le habría gustado tener noticias suyas, pero por nada del mundo se habría permitido ir hasta la gran mansión del faubourg Saint-Honoré a preguntar por ella… Así se lo explicaba a su eterno prometido, el oficial de policía Désormeaux. Era a él a quien debía la llegada a la casa de Pierrot, un muchacho de doce o trece años que había sido por un tiempo marmitón en Aux Trois-Cuillers, y que la ayudaba en la cocina y el servicio de mesa, tarea en la que mostraba cierta habilidad.