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En la amplia cámara en que admirables tapices flamencos alternaban con preciosos armarios repletos de libros, François, indiferente al esplendor de la decoración, miraba por una ventana al tiempo que se mordía la uña del pulgar. Absorto en sus pensamientos, no oyó abrirse la puerta, y Richelieu se concedió unos instantes para observar a su joven visitante y pensar que, de todos los descendientes de Enrique IV y la bella Gabrielle, era sin duda el de mejor presencia, lo que hacía comprensible la afición que le profesaba la reina… Vestido con un jubón ceñido de paño gris muy sencillo -un atuendo de viaje, más que de corte-, pero adornado con un cuello y puños de encaje de una blancura deslumbrante que hacían plena justicia a su figura esbelta y sus anchos hombros, François de Beaufort, a sus veintidós años, era uno de los hombres más apuestos de Francia. Con su largo y claro cabello que desdeñaba someter a la moda del rizado, y su rostro de tez bronceada que la arrogante nariz de los Borbones y el voluntarioso mentón eximían de la afectación que suele acompañar a los rasgos demasiado perfectos, hacía perder la cabeza a muchas mujeres sin pretenderlo siquiera.

Arrancado de sus ensoñaciones por el ruido de la puerta al cerrarse, hizo una profunda reverencia que las plumas blancas de su sombrero parecieron enfatizar; pero no bajó sus ojos azules, que siguieron la marcha del cardenal hasta la mesa abarrotada de papeles, informes y misivas, tan grande que dejaba en un segundo plano el resto de la decoración.

Llegado a su sillón, Richelieu hizo incorporarse a Beaufort con un gesto cortés, pero no le invitó a sentarse.

— Me dicen, señor duque, que deseáis comunicarme un asunto grave -comenzó-. Deseo creer que no afecta a ningún miembro de vuestra augusta familia.

— No exactamente, pero casi. De todas maneras, de haberse tratado de mi padre o mi hermano, vos lo habríais sabido antes que yo. Por más que no lo sabéis siempre todo, monseñor, o al menos así quiero creerlo.

— ¡Desembuchad! -ordenó Richelieu con rudeza-. ¿De qué queréis hablarme?

— De una joven que habéis conocido con el nombre de Mademoiselle de l'Isle y que se llamaba en realidad Sylvie de Valaines.

El cardenal frunció el entrecejo.

— ¿Se llamaba? No me gusta mucho ese pretérito.

— A mí tampoco. Ha muerto. Asesinada por vuestros hombres.

— ¿Qué?

El cardenal se levantó como impulsado por un resorte. A menos que fuera un comediante genial, su sorpresa era genuina. Beaufort no lo esperaba, y experimentó un amargo placer: no estaba al alcance de todo el mundo conseguir sobresaltar a la impenetrable estatua del Poder. Pero el placer fue breve. Recubierto de nuevo de hielo, Richelieu volvió a tomar asiento.

— Espero una explicación. ¿A quién acusáis, en concreto? Y ¿de qué?

— Al teniente civil Laffemas y a un antiguo oficial de vuestra guardia: el barón de La Ferrière. ¿Lo que han hecho? El primero raptó a Mademoiselle de l'Isle aquí mismo, cuando salía de una audiencia que vos le habíais concedido. En lugar de llevarla de nuevo a Saint-Germain, como anunció a los presentes, la forzó a beber una droga y la llevó al castillo de La Ferrière, cerca de Anet, donde hace años fueron asesinados su madre, su hermano y su hermana… por el mismo Laffemas. Allí se preparó un simulacro de matrimonio con el barón, después de lo cual La Ferrière cedió sus derechos de esposo (si es que poseía tales derechos) a su cómplice y dejó que éste violara brutalmente a la pobre Sylvie antes de regresar a París.

El cardenal tendió la mano hacia una jarra con agua, llenó un vaso y lo bebió de un trago.

— ¡Continuad! -ordenó.

— Herida en el cuerpo, pero aun así no tanto como en el alma, la pobre niña (recordad que sólo tenía dieciséis años) consiguió escapar de su suplicio y huyó a través del bosque descalza y en camisa a pesar del frío… Así la encontré.

— ¿Es una costumbre que tenéis? ¿No la habíais recogido ya una vez en parecidas circunstancias?

— En efecto, después de la matanza de sus parientes. Ella tenía cuatro años y yo diez, y fue así como mi madre la crió y le dio otro nombre, para evitar que corriera la suerte de los suyos.

— ¡Muy romántico! Pero ¿qué estabais haciendo vos en el bosque ese día?

— Esa noche -precisó François-. Debo volver atrás para precisar que Mademoiselle de l'Isle fue raptada por Laffemas en las mismas narices de su cochero, un fiel servidor de su padrino. Ese hombre valeroso se lanzó en persecución del raptor…

— … Robando el caballo de uno de mis guardias, ¿no es así?

— Cuando una persona querida está en peligro, no se anda uno con miramientos, monseñor, y estoy dispuesto a reparar el perjuicio, porque el caballo murió en el curso de la persecución. Gracias a Dios, al coche de Laffemas se le rompió una rueda, y eso redujo el retraso de su perseguidor. Este, un antiguo servidor de mi madre, pudo suponer adonde la llevaban. Se detuvo en Anet a pedir ayuda, y quiso la suerte que yo estuviera allí. Pero todo eso llevó tiempo; el crimen, de una crueldad inimaginable, había sido ya perpetrado y Laffemas desaparecido cuando encontramos a la pobre niña en el estado que he dicho. La recogimos y la llevamos a Anet.

— ¿Y decís que ha muerto? ¿Tan graves fueron las heridas recibidas?

— Eran serias, pero no hasta el punto de matarla. El daño infligido a su alma resultó mucho más grave, y fue incapaz de soportarlo. Mientras yo iba a exigir cuentas al infame falso esposo, ella se arrojó al estanque del castillo.

Un súbito silencio se abatió sobre los dos personajes, como suele suceder cuando se siente el roce de las alas de la muerte. Para su sorpresa, François vio pasar la sombra de una emoción por el rostro severo del cardenal.

— ¡Pobre avecilla canora…! -murmuró-.¿Quién podrá nunca sondear el abismo de fango que algunos hombres ocultan en su interior? -Como antes la cólera, Richelieu reprimió también la emoción en beneficio de cuestiones más urgentes-: ¿Exigisteis cuentas a La Ferrière? ¿Quiere eso decir que ha habido un duelo?

— Había pasado la noche emborrachándose, de modo que habría podido matarlo fácilmente, pero no soy un asesino. Lo desperté con un cubo de agua fría y le puse su espada en la mano. Salvo por el miedo que sentía, estaba en plena posesión de sus sentidos cuando lo maté, mientras mis hombres se enfrentaban a los suyos en una proporción de uno contra dos. Después hice volar e incendiar ese funesto castillo. Ellos estaban dentro.

El tono de Beaufort era tranquilo, casi plácido: el de un simple narrador, y Richelieu no daba crédito a sus oídos.

— ¡Un duelo…! ¡Varios, mejor dicho, y el incendio de un castillo! ¿Y venís a contármelo a mí?

— Sí, monseñor, porque estimo que, antes de pediros la cabeza de Laffemas, os soy deudor de la verdad.

— ¡Cuán virtuoso! Pero la ley es la ley, y es la misma para vos que para los demás, por grandes que sean.

— ¡Aunque se llamen Montmorency! Lo sé -dijo François en tono ligero.

— De modo que voy a haceros arrestar, señor duque, y conduciros a la Bastilla a la espera del juicio.