Conocedora de los gustos de Renaudot, Nicole servía aquella noche un magnífico solomillo de buey al punto, comprado en una carnicería del Petit-Pont y asado en el espetón a fuego lento, encargando a Pierrot que pusiera toda su atención en darle vueltas y regarlo de vez en cuando con el jugo de la grasera. Ya al final, Nicole había sazonado ese jugo con un chorrito de vinagre y un poco de ajo finamente trinchado. Acompañó el plato con alubias rojas y lo hizo preceder por un paté de anguila a la pimienta comprado en la casa de maese Ragueneau, el mesonero vecino del Palais-Cardinal. De postre serviría un manjar blanco con confitura.
Los dos comensales degustaron los platos en silencio al principio, y luego mientras comentaban las últimas noticias de la Gazette, que se extendía sobre el problema de las revueltas de los Un-Pieds, los Descalzos, en Normandía contra los recaudadores de impuestos. En muchos lugares, la miseria era muy grande y enfurecía a la gente. Por ejemplo, en Ruán el populacho se había apoderado de un agente del fisco, le había clavado en el cuerpo varios clavos y había hecho pasar una carreta por encima de su cuerpo. Los burgueses se habían encerrado a cal y canto en sus casas, mientras los Un-Pieds merodeaban por los campos. El rey había enviado contra ellos al mariscal de Gassion…
— Esa gran miseria de la que son víctimas los campesinos pobres es una de las plagas de nuestra época. El cardenal, en tanto que sacerdote…
— Es sensible a ella, podéis estar seguro. Conozco ejemplos -le interrumpió Renaudot-, pero gobierna desde muy arriba… demasiado para preocuparse de lo que para él es un incidente menor. Se debe a Francia…
— Pero Francia no es una abstracción. Está hecha de tierra, sin duda, pero sobre todo de carne y sangre. Sin embargo, él no tiene piedad.
— Los hombres le han hecho despiadado. Pensad que está continuamente amenazado por el puñal de los asesinos… Admito, sin embargo, que resulta aterrador. Al parecer envía al señor de Laffemas detrás de Gassion…
— ¡El verdugo detrás de los militares! ¡Pobre gente! Es verdad que para los parisinos puede resultar una buena noticia. Ese hombre es el diablo…
Hubo un silencio que los dos hombres aprovecharon para pasarse un pote de cerámica decorado con un rameado azul y lleno de tabaco con el que cebaron sus pipas, que encendieron con un tizón de la chimenea. Durante unos momentos, el gacetista fumó la suya sin hablar, siguiendo con una mirada distraída las volutas del humo. De repente, como si una fuerza interior le impulsara a hablar, dijo:
— ¿Sabéis que otras dos mujeres han sido asesinadas en el último mes?
Arrancado de la dulce placidez en la que empezaba a sumirse, Raguenel se sobresaltó.
— ¿Como…, como antes?
— Exactamente. Sólo ha cambiado el sello. Ahora lleva la letra sigma… pero el proceso es el mismo: violada, degollada y marcada.
— ¿Por qué no me lo habéis dicho hasta ahora?
— Ni siquiera ahora habría debido hablaros. Cuando tuve noticia de la primera de esas nuevas muertes, pedí audiencia al cardenal y él me prohibió no sólo publicar nada en la Gazette, sino además hablar a nadie del tema. Si falto por vos a mi palabra, es porque sois mi amigo y es normal, en mi opinión, que estéis al corriente de los hechos, ya que tan cara pagasteis vuestra participación en nuestra aventura…
— De modo -dijo Perceval con la lentitud del que escoge sus palabras- que el cardenal ha decidido, ahora que conoce al asesino, dejarle seguir su monstruosa carrera.
— Necesita a ese miserable, y sin duda estima que encuentra en esa actividad un escape menos dañino, porque es evidente que ese asesino está loco. Debo añadir que la vida de unas cuantas meretrices no representa nada para Richelieu: en su opinión, esas mujeres han decidido vivir peligrosamente.
— ¡Hasta que llegue, acaso, el día en que ataque a mujeres honestas! -repuso Raguenel con amargura.
— Una mujer honesta no está hecha de distinta manera que una fulana -bramó de improviso una voz desconocida-. Sufren las dos de la misma manera, con la diferencia quizá de que la segunda soporta mejor el dolor que la primera. Y quiero decir además que las dos poseen un alma que les ha dado Dios.
Mientras su invitado se daba la vuelta, Raguenel se puso en pie y quedó frente al personaje enmarcado en el umbral de la puerta, con una pistola cargada en cada mano. Vestía una casaca de uniforme de un rojo desteñido bajo una capa negra echada hacia atrás, botas negras bien lustradas y guantes de cuero a juego, y, como si se tratara de un gentilhombre, llevaba una espada envaina-da a un costado y un sombrero de plumas negras, un poco rozadas pero aún presentables. En cuanto a su rostro, lo ocultaba una grotesca máscara de carnaval.
— Comparto vuestra opinión -dijo con frialdad Raguenel-. Pero ¿quién sois y qué deseáis?
El otro se tocó el ala del sombrero con una de sus pistolas, en un gesto que podía interpretarse como un saludo.
— Me llaman capitán Courage y soy el rey de todos los ladrones del reino…
— Mi mayor riqueza consiste en los libros que veis aquí -dijo Raguenel mostrando con un gesto amplio las paredes tapizadas de volúmenes-. En cuanto a mi bolsa…
— No quiero vuestra bolsa ni la de vuestro invitado. He venido a buscar un nombre…
— ¿Un nombre?
— El del asesino del que hablabais hace un momento. Estoy seguro de que lo habéis averiguado después de haber sido arrestado en su lugar. No os pido ninguna otra cosa. La última víctima era mi querida…
— ¿Y dejabais que hiciera las calles en la oscuridad, al lado del río? ¡No me parece que hagáis honor a vuestro nombre!
— Era una mujer testaruda. Quería a toda costa visitar a una amiga que necesitaba ayuda, en la Rue du Petit-Musc, y se tropezó con el criminal del sello de lacre. Quiero su pellejo. Pero primero su nombre.
— No. Dároslo sería haceros un flaco favor…
— Eso es cuenta mía, me parece… -Y de súbito se le oyó reír detrás de la narizota roja de su máscara-. Tiene que ser alguien importante, porque, si he oído bien, el hombre de la sotana roja lo protege y le permite sus… fantasías, pero aunque fuera su propio hermano… ¡no, a su hermano no lo necesita para nada! Aunque fuera su criatura más odiosa, el teniente civil en persona, lo mataré. ¡A mi manera, es decir, lentamente!
— ¡Estáis loco! -exclamó Théophraste Renaudot, presa de un miedo repentino-. ¿Sabéis a lo que os arriesgáis?
El capitán Courage se acercó a él, estudió atentamente su rostro alargado que había adquirido de repente el mismo tono gris de su barba, y de nuevo se echó a reír.
— ¿Entonces es él? Lo sospechaba, pero necesitaba una confirmación. ¡Os doy las más rendidas gracias, señor!
— ¡Pero si no he dicho nada! -gimió Théophraste, angustiado por la idea de haber faltado a la palabra dada al cardenal.