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Sólo Jeannette y Corentin estaban al corriente de aquel triste secreto.

— Mientras os llevábamos a casa, advertí que perdíais sangre, y procuré que nadie más lo viera porque comprendí lo que pasaba, gracias a Dios -explicó Jeannette-. Y aquí, quise quedarme a solas con vos. Además, todos encontraron más divertido conducir al señor abate a la casa del señor duque, que podía darles una recompensa: gritaba como un gato escaldado por todas las espinas que se le habían clavado en el cuerpo. ¡Vos también teníais algunas, pero muchas menos…! ¡Oh, Mademoiselle Sylvie, el Señor se ha apiadado de vos! No era justo que, siendo inocente, pagarais el terrible precio del crimen de otra persona. Ahora podréis olvidar…

Sin embargo, la impresión de estar manchada persistía. Su cuerpo estaba limpio, pero sus sueños se habían marchitado para siempre. Su amor por François iba ahora unido a la desesperación: aun admitiendo que un día consiguiera conquistarlo, ¿cómo atreverse a ofrecerle los restos dejados por Laffemas?

Bien es verdad que el padre Le Floch, enviado por Monsieur Vincent a Madame de Gondi para manifestarle todo el interés que a éste le inspiraba Mademoiselle de Valaines y que había venido a visitarla, sugirió una solución: ofrecer a Dios su persona y su alma, y lo hizo a través de un largo discurso en torno a la idea general de que únicamente Dios es digno del amor más grande, y que sus esposas conocen una felicidad serena. Sylvie, sin embargo, no conseguía imaginarse encerrada para siempre en un claustro: allá dentro se escatiman en exceso las bellezas de la naturaleza y sobre todo el aire fresco de la libertad…

— Vivo en una de sus antiguas casas -le dijo ella-, y a mi alrededor no hay sino el cielo, el mar y la landa. Nuestras oraciones no encuentran ningún obstáculo y estamos en paz. Por más que el señor de Paul lo estime deseable, no tengo ninguna apetencia por tomar los hábitos…

Volvió a marcharse sin haber obtenido nada más. En cambio, la duquesa de Retz empezó a honrar de vez en cuando con su presencia la casa junto al mar. La intervención de Monsieur Vincent había sido útil por la razón de que, ahora, la gran dama no intentaría ya perjudicar a la que creía amante de Beaufort, y en cambio, parecía haberse fijado la misión de inclinarla a la vida monástica, la mejor manera según ella de escapar de todas las heridas del mundo.

Sylvie empezó por escucharla dócilmente, pero los sermones de Catherine acabaron por aburrirla. De modo que llegó a un pacto con el joven Gwendal, el rapaz del molino de Tanguy Dru, en el otro extremo del puerto del Socorro. Cuando él veía el carruaje ducal, corría a avisarla y así Sylvie tenía tiempo de refugiarse en la landa o en algún hueco entre las rocas, y dejar que Jeannette explicara con muchas reverencias que su joven ama gustaba del aislamiento en plena naturaleza, obra del Creador, a fin de recogerse en la contemplación y esperar tal vez la Llamada.

Apenas si todo ello era mentira. La belleza de la isla afectaba a Sylvie. Le gustaba descubrir sus diferentes aspectos por medio de largos paseos, pero sobre todo era la mar lo que la atraía y lo que nunca se cansaba de contemplar. Tendida sobre la hierba en algún mirador de la landa, contemplaba, a través de las puntas vellosas de las gramíneas y de las umbelas de los aromáticos hinojos, el vaivén de las olas, a veces ligero y manso, otras rugiente, espumoso y lleno de fuerza. De no haber sido tan penoso para los pescadores, algunos de los cuales se habían hecho amigos suyos, habría preferido el mal tiempo, por lo bien que expresaba la inmensa fuerza del océano. Sabía que François había hecho en otro tiempo lo mismo que ella, y la dicha de seguir los pasos de su amigo la reconfortaba y la hacía sentirse casi feliz.

Nunca bajaba a Le Palais, y todavía menos, si le era posible, a la residencia de los Gondi. La ría que se abría en el puerto era para ella una frontera que no deseaba cruzar. Sus deberes cristianos los cumplía con exactitud en la pequeña iglesia de Roserières, una aldea próxima a su casa cuyo anciano párroco había trabado amistad con Corentin, con el que iba a pescar. Poco a poco los aldeanos habían adoptado a aquella muchacha siempre vestida de negro, de la que se decía que guardaba un luto doloroso, sin precisar cuál (¡y con razón!). Además, ella adoraba a los niños, aún tan próximos a ella misma, y los de los alrededores no tardaron en darse cuenta de ello. En cambio, los oficiales de la ciudadela que intentaron ser recibidos en su casa se vieron despedidos con tanta cortesía como firmeza. Las personas de la casa del mar conocían demasiado bien la fragilidad de una reputación femenina.

Dos inviernos habían transcurrido así. Unos inviernos que en Belle-Isle eran clementes. Era raro que nevase, y a pesar de que el antiguo priorato estaba orientado hacia el nordeste, las borrascas y las tempestades se soportaban bien gracias a la fascinación que producían los colores del mar y el cielo. Las lloviznas de diciembre y los aguaceros de marzo no impedían a Sylvie salir. Decía incluso que la lluvia era beneficiosa para el cutis y el cabello.

— Pronto cumplirá los dieciocho años y es muy bonita -confiaba Jeannette a Corentin, que empezaba a encontrar que el tiempo se alargaba demasiado-. ¿Hasta cuándo tendrá que estar escondida en estas tierras del fin del mundo? Si al menos tuviéramos noticias, pero se diría que el mundo entero se ha olvidado de nosotros…

— En el continente pasa por muerta, y nosotros con ella. No se escribe a los difuntos.

— Pero incluso en el castillo o en el pueblo se ignora lo que pasa en París o en otros lugares. Yo creía que al duque le gustaba recibir visitas.

— Sí, pero recibir es caro, y he oído que su fortuna mengua por momentos. La duquesa aprovecha la menor ocasión para moderar su ritmo de vida.

— Ni siquiera el abate ha vuelto por aquí. Ese por lo menos era divertido.

— Sin duda tendrá otras cosas que hacer.

Y Corentin que, como buen bretón, se encontraba a gusto a pesar de que la existencia que llevaban le pareciera un poco monótona, dejó a Jeannette suspirando sola junto al fuego y se fue a colocar unas cuantas cañas de pescar y a beber luego un vaso de sidra en casa de su amigo el molinero.

Una mañana de primavera en que la isla parecía recién pintada, Corentin bajó al puerto a la hora del regreso de los barcos después de la pesca nocturna. Parecía una bella jornada estival, el tiempo estaba templado y la mar lisa como el terciopelo. La actividad era intensa. No sólo las barcas volcaban sobre el muelle un diluvio de sardinas de un magnífico azul plateado, sino que además dos pontones descargaban sillares destinados a la reparación de la torre norte de la ciudadela. En efecto, el duque de Retz era el dueño soberano de su tierra, pero estaba obligado a velar por el buen estado de las fortificaciones construidas años atrás por su abuelo. Eran gastos imposibles de evitar, por mucho que el estado precario de su fortuna le pusiese las cosas cada vez más difíciles.

Otro barco llamó la atención de Corentin; se trataba de una urca de poco tonelaje que llevaba los colores del obispo de Vannes y maniobraba para atracar. La conocía bien, por haberla visto muchas veces llevar al prelado en visita pastoral, o bien a algunos invitados, o incluso venir a buscar para las cocinas episcopales legumbres que en las huertas de Belle-Isle tenían una calidad peculiar. Aquella mañana, Corentin vio desembarcar a una dama acompañada por una camarera y cuatro lacayos armados como conviene cuando se va de viaje. La dama se echó hacia atrás el capuchón de terciopelo y descubrió un rostro joven de una gran belleza, y un magnífico cabello rubio; Corentin la reconoció con un escalofrío de alegría y no pudo evitar echar a correr hacia ella: ¡era Marie de Hautefort!