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Olvidando toda prudencia y pensando únicamente en la alegría que aquella recién llegada podía causar a Sylvie, estaba a punto de abordarla cuando un pensamiento le retuvo: la dama de compañía de la reina formaba parte de un mundo al que Sylvie ya no tenía acceso, un mundo para el cual ella era tan sólo una sombra, pero en el cual los Gondi ocupaban todavía un lugar.

A disgusto, dio media vuelta y echó a correr; pero ella le había visto y mandó tras sus pasos a uno de sus lacayos, al que apenas costó esfuerzo dar alcance a un hombre que se alejaba a regañadientes.

— Por favor -dijo aquel muchacho de sólidas pantorrillas-, mi ama desea hablaros.

Las dudas de Corentin se disiparon. La ocasión era demasiado buena para no aprovecharla, y, un instante más tarde, se inclinaba ante la joven, que le sonrió.

— ¿Se encuentra bien ella? -preguntó.

— Muy…, muy bien, señora -respondió él, aún jadeante.

— Decidle que iré a verla después del almuerzo. El protocolo me obliga a alojarme en casa de la señora duquesa de Retz, pero enseguida haré que me conduzcan a su residencia. Si estoy aquí, es por ella…

— La haréis feliz, pero… no le traéis malas noticias, ¿verdad?

— Como no nos hemos visto durante más de dos años, por fuerza hay de todo, pero no me parece que lo malo sea lo que predomine. ¡Id a avisarla, amigo mío!

Corentin no se lo hizo repetir dos veces. Subió por la calle mayor de Haute-Boulogne y recorrió el camino hasta el puerto del Socorro a tal velocidad que llegó echando los bofes y se dejó caer en el banco colocado junto a la chimenea en que Jeannette preparaba una sopa. En cuanto hubo recuperado el aliento, lanzó la noticia como un son de trompeta.

— ¡Mademoiselle de Hautefort está aquí, y seguramente vendrá a ver a Sylvie!

— ¡Corre a avisarla! Está abajo, pescando cangrejos con los pies en el agua. ¡Dios mío! ¡Estoy impaciente por saber qué noticias trae! Pero entretanto tendré que poner un poco de orden. ¡Esta casa es una leonera!

Era una afirmación muy exagerada, pero apenas se hubo marchado Corentin hacia la playa, Jeannette empezó a poner todo patas arriba. Trabajaba con tanta energía que no oyó el grito de alegría de Sylvie. La llegada de su amiga era para la exiliada una respuesta del Cielo a sus incesantes oraciones pidiendo por lo menos noticias de François. Aquel silencio demasiado largo se le hacía insoportable.

Cuando apareció Marie, se abrazaron sin pronunciar palabra, demasiado emocionadas para hablar; pero no eran mujeres para detenerse demasiado tiempo en emociones. Tomadas de la mano, fueron a sentarse en el banco de piedra que Corentin había colocado en la parte trasera de la casa, junto a una gran mata de retama. Sylvie se sentía tan feliz que no podía hablar y se contentaba con mirar a su amiga con una ancha sonrisa y ojos cuyo intenso brillo revelaba que las lágrimas estaban próximas. Marie sintió las manos de su amiga temblar en las suyas.

— He venido a buscaros -dijo con una dulzura muy poco habitual en ella-. Ha llegado el momento de regresar al mundo de los vivos.

— ¿Es François quien os envía?

— ¡Dios mío, no! No me envía nadie. Vuestro héroe está al lado del rey, con el ejército que sitiará Arras. La corte se encuentra en Amiens. Quiero añadir que el abate de Gondi, que os besa las manos, aprueba mi gestión. Los dos pensamos que ya no estáis segura en este lugar.

La decepción borró la sonrisa de Sylvie.

— Así pues, ¿el abate ha vuelto de Italia?

— Hace meses. Es un hombre que no puede vivir mucho tiempo lejos de la Place Royale. Además, como es insaciablemente curioso e intrigante, consigue enterarse de cosas en verdad extraordinarias. Por ejemplo, de que el teniente civil, que procede del Delfinado, tiene familia en La Roche-Bernard y planea irse a vivir allí cuando deje su cargo. Lo cual no tardará en ocurrir, porque acaba de escapar a dos atentados y siente la necesidad de cambiar de aires.

La siniestra silueta de su verdugo, evocada de improviso bajo el cielo de su isla, hizo estremecerse a Sylvie, que palideció.

— ¿Y dónde está La Roche-Bernard?

— No muy lejos. De camino para embarcar en Piriac. De modo que, como he dicho, vengo para llevaros conmigo…

— Si es para encerrarme en un convento como desea el señor Vincent de Paul, y por tanto también el señor de Beaufort, y como sueña además Madame de Gondi, prefiero correr el riesgo de quedarme aquí. No estoy sola; hay quien vela por mí, y soy muy capaz de defenderme…

Marie se echó a reír.

— ¿Quién ha hablado de convento? Os conozco demasiado para saber lo poco que os gustan las tocas. Os llevo de vuelta…

— ¿A París? -exclamó Sylvie, recuperando la esperanza-. ¿La reina me llama a su lado?

Le tocó entonces a Marie el turno de entristecerse:

— La reina os cree muerta, mi gatita. Y añadiré que apenas os ha llorado. Aún siento afecto por ella, pero he de reconocer que es una mujer olvidadiza, egoísta… ¡y no demasiado inteligente!

Se produjo un silencio que permitió a Sylvie sopesar las últimas palabras.

— Nunca creí que os oiría decir algo así -observó finalmente-. Pero… ahora que lo pienso, si la corte está en Amiens, ¿qué hacéis aquí?

— Es que ya no formo parte de ella.

— ¿Ya no sois dama de compañía?

— ¡Pues no! Y os diré, además, que he sido exiliada… para complacer al señor de Cinq-Mars. Sin duda recordáis al señor de Cinq-Mars, aquel encantador oficial de la Guardia protegido del cardenal, que os acompañó al palacio de éste y rechazaba con tanto empeño el cargo de maestre del guardarropa del rey.

— Sería difícil olvidarlo. Siempre se mostró amable…

— Ahora lo es mucho menos. Hasta el año pasado, tal vez os acordáis de ello, yo había tomado… el relevo de Mademoiselle de La Fayette. El rey me cortejaba con asiduidad, no veía más que con mis ojos cuando no lo maltrataba demasiado, y todavía más cuando sí lo maltrataba. Dio fiestas en mi honor, y escribió ballets que bailábamos juntos. Después del nacimiento del delfín, en la corte reinaba una alegría loca…

— Pero nunca habéis…

— ¿Qué? ¿Cedido ante el rey? ¿Por quién me tomáis? Le dejaba quererme. Si lo hacía era por su cuenta y riesgo, y él lo sabía. Por otra parte, nunca le pedí nada, ni un favor ni un cargo, salvo en una única ocasión, cuando le rogué que nombrara a mi abuela gobernanta del niño, y después dama de honor en sustitución de Madame de Senecey. Se negó, y comprendí el motivo.

— Pero ¿qué tiene que ver con todo eso el señor de Cinq-Mars?

— ¿Que qué tiene que ver? Pues sencillamente que hoy en día él es el favorito del rey. El cardenal, que me detesta, ha dado un golpe maestro. ¡Ese muñeco hace que el rey coma de su manita! Se hace cubrir de oro, e incluso le ha pedido el cargo de Gran Escudero, que seguramente conseguirá. Le llaman Monsieur le Grand…, lo que no le impide correr cada noche al Marais, en cuanto el rey se acuesta, para visitar a su querida, la bella Marión de Lorme.

— ¿Es posible que os haya reemplazado en el afecto del rey?

— ¡Pues sí! Pero eso no le ha bastado. Con el fin de consolidar su poder sobre nuestro Sire, ha querido reinar solo y ha exigido mi despido. Supongo que algo ha tenido que ver también el cardenal… Así pues, me han hecho saber que mi presencia ya no era deseada. Y un buen día, como le había ocurrido antes a Louise de La Fayette, había una carroza esperándome para devolverme «a mi familia» en presencia de toda la corte.