Su voz se quebró y apenas consiguió retener un sollozo. Sylvie adivinó lo que habría debido de ser, para la orgullosa Hautefort, aquella humillación pública.
— Pero ¿qué os reprochan?
— ¡Que ya no gusto…, e incluso que molesto! -repuso Marie con rabia-. El rey debió de darse cuenta de lo que sentía porque, en el momento de mi reverencia, me tendió la mano y me dijo: «¡Casaos! Os daré una buena posición…»-Pero, mientras tanto, os mandaba al exilio sin un motivo. ¿Y la reina, qué ha dicho?
Marie se encogió de hombros con pesar.
— Me abrazó en privado, pero no hizo nada por conservarme a su lado. Y además… está de nuevo encinta.
Sylvie abrió los ojos como platos.
— Pero… ¿cómo lo habéis conseguido? François…
— Oh, él no ha tenido nada que ver en este asunto. Por lo demás, me pregunto cómo se habrá tomado la cosa…
— ¿Quién, entonces?
Esta vez Marie se echó a reír, y al oír aquella explosión de júbilo Sylvie se dijo que tal vez el mal no fuera tan grande como había pensado.
— Se diría que no tenéis mucha fe en la virtud de vuestra reina. ¡Pues el rey, hija mía! ¡El rey, al que Cinq-Mars ha llevado a rastras, por así decirlo, a la cama de su esposa, con la amenaza de dejar de verle durante un mes por lo menos, si no lo hacía! Oh, el favorito tiene un enorme poder: dijo que era preciso asegurar la descendencia antes de que la reina dejase de estar ya en estado de procrear. Se espera el nacimiento para el mes de septiembre… ¡Lo cual no significa que el rey ame más a su mujer! Sospecha de ella más que nunca. Por esa razón no le guardo demasiado rencor. Tanto más que su nueva dama de honor, Madame de Brassac, es una fiel del cardenal, lo mismo que su esposo, que como por casualidad ha sido nombrado superintendente de la casa de la reina. ¡Ah, me parece que se han acabado los tiempos de las bellas aventuras amorosas…!
— Nada ha terminado si ella sigue amando a François tanto como él la ama.
— Ésos eran, en efecto, sus sentimientos cuando me fui. Pero…
— ¿Pero?
— ¿Recordáis todas las cosas bonitas que la reina recibió de Italia en el momento de la concepción del delfín? -preguntó Marie.
— Ya lo creo. Las enviaba un tal monsignore Maz…, Maz…
— Mazarini. Pues bien, se presentó el pasado mes de enero para reemplazar al padre Joseph en la confianza de Richelieu. Se ha hecho francés y ahora se hace llamar Mazarino. La reina lo ve con buenos ojos… -Y de súbito la orgullosa Hautefort explotó de nuevo-: ¡El muy bellaco! Ese falso sacerdote es un verdadero intrigante, hijo de un criado del príncipe Colonna. ¡Y se atreve a pavonearse delante de la reina de Francia!
— También me acuerdo de que lo detestabais. Diría que no ha mejorado la opinión que tenéis de él.
— Lo aborrezco. ¡Y más aún porque, como dice mi abuela, se parece al difunto milord Buckingham! ¡Esa clase de parecidos es peligrosa!
— ¡Pobre François! -murmuró Sylvie, siempre inclinada a compadecer al que tanto amaba y que, en cambio, parecía haberla olvidado…
Marie se mordió la lengua. Iba a decir que Beaufort no era tan digno de lástima, pero se detuvo a tiempo porque pensó que de momento Sylvie ya sabía bastante. Se levantó y sacudió su vestido, en el que habían quedado prendidas algunas florecillas de retama.
— ¡Ya hemos hablado bastante por hoy! Tenéis que prepararos, Sylvie, nos iremos mañana con la marea del amanecer…
— Pero ¿adónde me lleváis? Estoy bien aquí…, soy casi feliz -dijo Sylvie extendiendo los brazos para abarcar el paisaje marino que la rodeaba.
— Vuestra felicidad durará poco si Laffemas os descubre. Corréis el riesgo de ser raptada de nuevo, con todas las consecuencias que eso comporta. Os llevaré junto a mi abuela, al castillo de La Flotte. Es allí donde he sido «consignada», y más vale que regrese lo antes posible…
— Os seguiré con gusto, y lo mismo harán mis compañeros, pero ¿qué dirá el señor de Beaufort, que se ha tomado tanto trabajo para encontrarme un buen escondite?
— Me parece que tendréis ocasión de preguntárselo: entre La Flotte y Vendôme apenas hay diez leguas de distancia.
El rostro de Sylvie se encendió y sus ojos brillaron con más intensidad.
— ¿De verdad?
— ¿Os he mentido alguna vez? Os diré, además, que mi abuela es una Du Bellay (ya veis que si añadimos a Bertrand de Born, que fue vizconde de Hautefort, en mi familia no faltan los poetas) y que su sobrino, Claude, es el actual gobernador de Vendôme…
Esta vez Sylvie la abrazó con ímpetu.
— Voy a decir que preparen todo para nuestra marcha… -exclamó jubilosa.
Corría ya hacia el interior de la casa pero de repente se detuvo y volvió despacio hacia su compañera, con aire de preocupación.
— Sin duda tendré que ir a despedirme de la señora duquesa de Retz -murmuró.
— Y la idea no os seduce. Tranquilizaos, no será necesario. Vuestra marcha debe realizarse con la máxima discreción, y la marea llega a las cinco de la mañana. Además, esta casa es vuestra, y tenéis todo el derecho a hacer un viaje corto sin pedirle permiso. Ahora os dejo: tenéis cosas que hacer, y yo también. Dos de mis lacayos vendrán por la noche a hacerse cargo de vuestro equipaje…
— Apenas tenemos…
— Entonces será más fácil. En cuanto a vos, ¿tendréis valor para bajar a pie hasta el puerto antes del amanecer?
— Claro que sí. No está tan lejos.
— Estad allí a las cuatro y media. El barco se llama Saint-Cornely, y el patrón estará prevenido.
— Si tan importante es la discreción, no enviéis a vuestros criados. Os repito que tenemos pocas cosas: simples sacos, fáciles de transportar. Y Corentin es fuerte.
— Tenéis razón. Soy una pésima conspiradora.
— Siempre me ha parecido lo contrario. Pero ¿de verdad vamos a conspirar?
— ¡No haremos otra cosa! No contra el rey ni contra la reina, por supuesto, sino contra ese maldito ministro, contra su compinche y contra su verdugo.
Todavía era de noche cuando el Saint-Cornely abandonó el puerto de Le Palais. En el faro que señalaba la entrada todavía ardía el fuego, y sus reflejos rojos danzaban sobre la mar, algo picada aquella mañana. Al doblar la punta nordeste de la isla de Houat, se cruzaron con un barco procedente de Piriac. Llevaba a un único viajero. Era Nicolas Hardy, sin duda el mejor sabueso de Laffemas, que le había enviado como explorador disfrazado de mercero, y como tal visitaría a los habitantes de Belle-Isle a fin de decidir si sería interesante para su amo desplazarse allí en persona. Los marineros se saludaron al pasar, pero sus pasajeros, sentados en el fondo, resultaban invisibles desde la otra embarcación. Además, envueltas en sus largas capas y con los capuchones bajados, las dos mujeres eran irreconocibles.
Feliz por aproximarse a François, Sylvie se dejaba mecer por el oleaje. Por haber acompañado varias veces a Corentin en un barco de pesca, sabía que la mar era su amiga y no le produciría el menor mareo.
Cuando amaneció, la isla estaba ya muy lejos. Sus altos acantilados no eran más que una silueta en el horizonte. Sylvie pensó entonces, en voz alta:
— ¡Me gustaría volver aquí! ¡No puede uno imaginarse hasta qué punto es hermosa esta isla!
— Vuestro querido François me ha atiborrado los oídos muchas veces -dijo Marie-. No estaba equivocado, por lo que he podido ver.
— De no ser por ciertas personas, sería posible vivir muy feliz allí.
— Eso, querida, vale también para muchos otros lugares del mundo. Espero que os gustará el sitio adonde os llevo.
SEGUNDA PARTE