5. El país de los poetas
Marie de Hautefort, al igual que Théophraste Renaudot, se equivocaba al pensar que el duque de Beaufort ya no amaba a la reina. La ostentación de sus nuevos amores con la bella Marie de Montbazon respondía sobre todo a la necesidad de dar que hablar de sí para que el rumor llegara a los oídos reales, y de alardear de una amante capaz de suscitar los celos de cualquier mujer.
Se había enredado en esta aventura después de que la Gazette anunciara el nuevo embarazo de Ana de Austria. Consciente de que en esta ocasión él no era el padre, la ira le había llevado directamente a Saint-Germain donde la corte, abandonando el viejo Louvre en obras, se había instalado desde el triunfal anuncio de un nacimiento en el que ya nadie creía. El aire era mucho más limpio que el de París, y los jardines dispuestos en terrazas, con sus suaves aromas a la llegada de la primavera, sustituían con ventaja el ruido y las pestilencias de la capital. La única conclusión que importaba a François de la nueva instalación era que su amada vivía demasiado lejos del hôtel de Vendôme y, en la casa de cristal que era Saint-Germain, resultaba imposible verla en privado. No obstante, había marchado, a caballo y sin la escolta de ningún escudero, abrasado por la furia de los celos, con la idea de que le bastaría una mirada para descubrir al hombre que le había sustituido en el corazón y en el lecho de su bienamada, porque se negaba a creer que fuera el rey.
En aquellos comienzos del año, los caminos se encontraban en un estado deplorable: un súbito ascenso de las temperaturas había transformado la nieve en barro y las placas de hielo en charcos. Sin embargo, una larga hilera de carrozas avanzaba a paso lento en dirección al castillo. El furioso caballero la adelantó, no sin provocar algunas protestas, pero cuando por fin descabalgó delante de la escalinata del Château-Neuf, se dio cuenta de que sus botas y su gran capa mostraban más barro del conveniente para aparecer en un salón. La capa quedó en manos de un lacayo que llevó su obsequiosidad hasta limpiar un poco las botas a fin de que las alfombras de los aposentos no se resintiesen demasiado. No por ello estaba menos salpicado Beaufort cuando llegó al Grand Cabinet, donde recibía la reina.
Había mucha gente, más de la que él habría deseado; y también el paisaje de la corte le pareció distinto. La amable Madame de Senecey había dejado su lugar a una mujer hombruna, no mal parecida pero que se daba aires de carabina española; la Aurora ya no animaba la reunión con su resplandor y sus réplicas cáusticas. Finalmente, aunque el batallón de las doncellas de honor, agrupado en un rincón, parecía siempre igual a sí mismo, el visitante se sorprendió buscando una guitarra y una carita vivaz asomando bajo unos cabellos resplandecientes sujetos con cintas amarillas… También la atmósfera había cambiado. Sabía que su presencia en la corte no era deseada por el rey ni por el cardenal, pero no esperaba quela concurrencia le observara de reojo con tanta curiosidad, cuchicheando a su paso. Alguien intentó tomarle del brazo, pero él se desasió con brusquedad, sin mirar. Sólo veía a la reina, vestida de raso rosa con encajes blancos que componían un bonito estuche para su garganta. Sonreía a un hombre moreno, delgado y de aspecto agradable, que llevaba el hábito negro de los eclesiásticos de la corte, realzado con ribetes violetas, y conversaba con ella desde muy escasa distancia.
Ella le pareció más bella, más deseable aún que en sus recuerdos, y se detuvo, sin atreverse a aproximarse hasta que ella le vio con un sobresalto.
— ¡Ah, señor de Beaufort! Venid aquí, que tengo que reñiros. Os hacéis muy caro de ver en los últimos tiempos…
Aquellas palabras amables habrían tenido que poner algo de bálsamo en las heridas de François, pero el tono mundano e indiferente les quitaba todo valor. Además, el abate se había vuelto hacia él, y una bocanada de cólera extinguió la decepción: desde su primer encuentro años atrás, cuando era nuncio del Papa, Beaufort sabía que siempre detestaría a monsignore Mazarini.
Sin embargo, éste le saludó con la sonrisa abierta de las gentes decididas a gustar, y Ana de Austria esbozaba ya una presentación:
— Seguramente no conocéis a…
No tuvo tiempo de pronunciar el nombre. Beaufort respondía ya, con relámpagos en los ojos e inclinando apenas el busto:
— Oh, ya he conocido al señor abate, pero no pensaba que volvería…
Fue el interesado quien se encargó de responder. Con una graciosa inclinación del cuerpo y una sonrisa más graciosa aún bajo el fino bigote de puntas galantemente realzadas, dejó oír una voz sedosa en un francés cantarín:
— Su Eminencia el cardenal de Richelieu me ha llamado a su lado para que le asista en su pesada tarea.
— No me gusta el cardenal, pero es francés. ¿Para qué diablos habría de necesitar a un italiano?
— ¡Beaufort! -exclamó la reina-. Olvidáis dónde os encontráis, y ese defecto empieza a ser demasiado frecuente para gustarme…
— ¡Dejadlo, señora, dejadlo! El señor duque ignora que ahora soy francés, y enteramente dispuesto a consagrarme a mi nueva patria. Así pues, nada de Mazarini. Ha bastado una orden de Su Majestad el rey para que nazca Mazarino. Enteramente a vuestro servicio…
— El del Estado debería bastaros, señor. ¡Yo no os necesito! -replicó Beaufort con una dureza que le valió una nueva llamada al orden de Ana de Austria.
— Yo pensaba -dijo con aspereza- que habíais venido, como todos aquí, a ofrecerme vuestros votos para el hijo que espero, pero se diría que únicamente os habéis molestado en venir para provocar a mis amigos.
— ¿Es que el señor se cuenta ahora entre vuestras amistades? Es cierto que desde Roma os cubrió de magníficos regalos, pero para una reina de Francia las personas de esa clase se llaman proveedores, no amigos…
Roja de furia, Ana de Austria se disponía a golpear al insolente con su abanico, cuando al lado de Beaufort, en un nivel más bajo, se oyó un parloteo irritado: un niño vestido de raso blanco con un bonete a juego, todavía entre las manos de su gobernanta, hacía esfuerzos para caminar sin perder el equilibrio e ir a golpearle con sus puñitos crispados.
— ¡Mamá…, mamá! -gritaba, al tiempo que fulminaba con sus ojos azules a aquel intruso desagradable que parecía haberla ofendido.
¡Era Luis, el delfín!
Presa de una emoción demasiado fuerte para poder reprimirla, François dobló la rodilla, por respeto pero sobre todo para ver mejor a aquel niño de dieciocho meses que no había previsto encontrar y que hizo palpitar su corazón.
— ¡Monseñor! -murmuró con una infinita dulzura en su voz, y no pudo añadir nada más, dividido entre el deseo de llorar y el de tomar a aquel hombrecito en sus brazos: estaba tan encantador con su carita redonda y los grandes rizos, del mismo color rubio de su madre, que asomaban bajo su bonete…
Pero al niño no le había gustado aquella falta de protocolo, porque seguía gritando lo que, en su media lengua, no podían ser más que insultos entrecortados con llamamientos frenéticos a «mamá». La reina reía ahora, y tendía sus brazos hacia el pequeño, cuando se oyó una nueva voz:
— ¡Se diría que mi hijo no os quiere, sobrino! Si os sirve de algún consuelo, sabed que tampoco yo le gusto. En cuanto me ve, grita como si viese al diablo y llama a su madre.
El rey, en efecto, tomó en brazos al bebé, que se dobló hacia atrás con la esperanza de escapar a su abrazo al tiempo que chillaba con más fuerza. De modo que el rey ni siquiera intentó besarlo, y lo depositó sin demasiados miramientos sobre las rodillas de la reina. Su rostro anguloso estaba aún más sombrío que de costumbre, si tal cosa era posible.