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— ¿Qué os decía? -gruñó-. ¡Bonita familia formaremos si el niño que ha de venir se le parece! ¡Venid, Monsieur le Grand! ¡Vámonos!

Las últimas palabras iban dirigidas al magnífico joven vestido de brocado gris y raso dorado que, después de saludar a la reina, se había apartado unos pasos. Beaufort, que no le veía hacía mucho tiempo, pensó que el joven Henri d'Effiat de Cinq-Mars había recorrido mucho camino y era todavía más guapo que antes. Tal vez se debía al aire triunfal que emanaba de su persona. Aquel joven de veinte años tenía al rey en la palma de la mano sin que por ello se le pudiera acusar de vicio contra natura. Era conocida su pasión por Marión de Lorme, la más bella de las cortesanas, y se decía incluso que quería casarse con ella; y por otra parte, el horror del rey por las manifestaciones de la carne no dejaba ninguna duda acerca de la naturaleza de sus relaciones. Luis XIII se había sentido cautivado por un milagro de belleza, como Pigmalión por su estatua, con la diferencia de que Cinq-Mars atormentaba a su amo continuamente, algo de lo que sería incapaz una estatua.

Así, en lugar de dejarse llevar, se resistió.

— Permitidme al menos, Sire, saludar al señor duque de Beaufort. Sabéis hasta qué punto aprecio la bravura y el valor militar, ¡y él tiene para dar y regalar! ¡Es un placer muy raro el de encontraros, señor duque! Permitidme que lo aproveche para declararos mi amistad…

— ¿Cómo es posible que no os encontréis nunca? -gruñó el rey-. ¿No sois los dos habituales de la Place Royale o de sus inmediaciones?

— Yo frecuento sobre todo el garito de la Blondeau, Sire -dijo Beaufort con una sonrisa irónica-, y Mademoiselle de Lorme vive en el otro extremo. ¡No hay la menor oportunidad de que nos veamos!

— Muy pronto os proporcionaré la ocasión. ¡En Artois, que vamos a recuperar para el reino! Doscientos milhombres al mando de los mariscales de Châtillon, de Chaulnes y de La Meilleraye han recibido la orden de tomar Arras. ¡Responden de ello con sus cabezas!

Un estremecimiento recorrió a los presentes. Pero Luis XIII tenía aún algo que añadir y se volvió a su esposa, que había palidecido y abrazaba nerviosa a su hijo:

— Estoy decidido, señora, a extirpar la peste española de mi reino, a cualquier precio. Este niño no reinará sobre una Francia amputada por culpa de los vuestros.

Era un ataque brutal. Beaufort comprendió la angustia de Ana y recogió valerosamente el guante.

— Podéis estar seguro, Sire -dijo-, de que todos los aquí presentes combatiremos con el encarnizamiento necesario para que las cabezas de nuestros mariscales sigan sobre sus hombros. ¡Están vertiendo su sangre con demasiada generosidad para que la que aún les queda sea vertida en un cadalso!

Dicho lo cual, saludó y salió, con un regusto amargo en la boca. La orden bárbara que acababa de anunciar el rey le llenaba de odio y horror, no hacia Luis XIII sino hacia quien con toda evidencia la había sugerido, el hombre que se había propuesto eliminar a todos los grandes del reino: ¡el cardenal! Tal vez había llegado el momento de pensar en eliminarlo, antes de que la sangría dejara exhausta a la alta nobleza.

Con todo, de su visita a Saint-Germain, François recordaría con simpatía al joven favorito, debido al detalle amistoso que había tenido con él en un momento en el que acababa de recibir una doble herida: la mujer que amaba estaba encinta de otro, sonreía a un bellaco, y el niño hacia el que se sentía atraído su corazón lo había detestado nada más verlo. Era peor que una derrota: un desastre, y François pensó que, a la espera de la borrachera de las batallas, necesitaba otra de una especie distinta. ¡Varias otras, incluso! Aquella noche, en casa de la Blondeau ganó al juego pero se emborrachó como una cuba, y al día siguiente tomó casi por asalto a Marie de Montbazon, a quien encontró en un baile organizado por la princesa de Guéménée, tal vez el último porque se susurraba que después de una vida de amores tumultuosos, entre los cuales uno de los últimos había sido el abate de Gondi, la princesa, llegada ya a la cincuentena, tenía la intención de entrar en religión.

En realidad, la bella duquesa apenas se defendió. Hacía años que ella y François intercambiaban escaramuzas, hasta el punto de que muchas veces se había dado como segura una aventura hasta entonces puramente imaginaria. Aquella noche, después de que ambos bailaran juntos una de esas pavanas lentas y graciosas que pretendían evocar el cortejo amoroso del pavo real, François llevó a su acompañante a una pequeña habitación apartada donde la dueña de la casa solía tener sus citas, y, apenas hubieron entrado, la estrechó entre sus brazos y la cubrió de besos antes de colocarla sin más ceremonia sobre un sofá en el que su vestido plateado se abrió como una flor.

Ella no se había defendido de los besos, e incluso los había devuelto, pero cuando él quiso ir más lejos, ella lo sometió al doble fuego de sus magníficos ojos azules, colocó su mano como una muralla entre su boca y la del asaltante, y dijo con mucha calma:

— Aquí no.

— ¿Dónde, pues? ¡Os quiero! ¡Os quiero ahora mismo!

— ¡Diablos, cuánta urgencia! Me halagáis, por más que vuestro interés resulte un poco repentino. ¿Habéis descubierto tal vez…?

— ¿Que os amo? La verdad es que no lo sé, pero de lo que estoy seguro es de que si no queréis ser mía, provoco al primero que vea a duelo y me hago matar… o lo mato, lo que vendrá a ser lo mismo, porque me mandarán al patíbulo.

— ¡Más y más halagador! Pero vais a esperar, mi guapo amigo, digamos… ¿hasta medianoche? En mi casa.

— ¿Y vuestro esposo?

— Ausente. El gobernador de París se ha trasladado a su castillo de Rochefort-en-Yvelines. De todas maneras, a sus setenta y dos años, a Hercule le preocupa muy poco lo que yo haga.

Más tarde, en el gran hôtel de la Rue des Fossés-Saint-Germain, aún visitado por el fantasma del almirante Coligny, asesinado en él durante la noche de San Bartolomé, François vivió la noche más ardiente que había conocido hasta entonces, y al llegar la mañana se descubrió enamorado -por lo menos desde el punto de vista físico- de una mujer cuya increíble belleza había descubierto con delicia. El cuerpo de Marie, de un blanco apenas rosado, engastado en una masa brillante de cabellos casi negros, era la perfección misma, pero una perfección animada por la pasión y más conocedora de las artes del amor que una cortesana. Lo que François ignoraba es que Marie lo amaba desde hacía mucho tiempo, y que, teniéndolo por fin a su merced, estaba decidida a conservarlo. En cuanto a él, había buscado un escape a la furia de los celos pero se encontró atrapado en una dulce trampa que se cerraría sobre él por un tiempo bastante mayor del que imaginaba.

Cuando, antes del alba, dejó el hôtel de Rohan-Montbazon, tenía la impresión de haber hecho un alto refrescante en algún delicioso oasis después de largos días de marcha por un desierto ardiente; y durante el tiempo en que Ana sufriese los inconvenientes del embarazo, se disponía a desplegar ante sus ojos la imagen de una felicidad quizás un poco ficticia, pero lo bastante convincente para una mujer quince años mayor que él. Sabía que el amor no había muerto pero, con la ayuda de Marie, conseguiría vivirlo de una forma menos dolorosa…

Naturalmente, se las arregló para que la noticia llegara a París con la máxima rapidez y luego al Château-Neuf antes de difundirse entre todos los posibles interesados a lo largo y ancho de Francia. Mademoiselle de Hautefort se enteró poco antes de dejar la corte, pero la conservó cuidadosamente en el fondo de sí misma, decidida a no mencionarla jamás delante de Sylvie.

Todavía pensaba en ello mientras la llevaba consigo a la residencia campestre de su abuela. El valle del Loira no estaba tan lejos de París. Los ecos de la capital llegaban hasta allí, pero a pesar de ello estaba tranquila: después de todo, hacía años que se asociaba el nombre de François al de la bella duquesa. Sylvie no lo ignoraba, y era muy posible que no diese más importancia a los ecos recientes que a los de otras épocas…