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El primero fue, a finales de agosto, el anciano gobernador de Vendôme, Claude du Bellay, primo y buen amigo de la señora del castillo. Casi cayó de su coche en brazos de Madame de La Flotte, riendo y llorando a la vez.

— ¡Ah, prima! -exclamó-. Tenía que venir a compartir con vos mi felicidad y la de todas las gentes de Vendôme. En Arras, el rey ha conseguido una gran victoria, y nuestros jóvenes señores desempeñaron un papel tan brillante que todo el mundo canta sus alabanzas.

Después de esas palabras, rompió a llorar con más fuerza, y a hipar, como un corredor que llega a la meta extenuado después de una larga etapa, y necesitó más de dos vasos de vino de Vouvray para recuperar la respiración y el uso inteligible de la palabra. Arras había caído el 9 de agosto, después de una batalla de cuatro horas en el curso de la cual los dos hijos de César de Vendôme, Louis de Mercoeur y François de Beaufort, habían hecho «maravillas, expuestos siempre al nutrido fuego de los cañones, matando a cuantos se les ponían por delante y animando a las tropas con su valor». A Louis de Mercoeur, colocado inicialmente al frente de los voluntarios, le habían retirado el mando en el último momento en beneficio de Cinq-Mars, por orden de Richelieu. Resentido con razón, había combatido en las filas de los soldados y se había jurado a sí mismo que demostraría cuál de los dos era más valiente; combatió a la cabeza de todos, y recibió una herida de poca gravedad. En cuanto a Beaufort, después de atravesar la Scarpe a nado con todas sus armas, se había arrojado contra los reductos españoles y había conquistado uno de ellos prácticamente solo.

— De vuelta en Amiens, me han dicho que el rey los abrazó, y luego les confió un gran convoy destinado a reavituallar las tropas cruzando las líneas enemigas. Y allí de nuevo se cubrieron de gloria, porque condujeron el convoy hasta su destino sin perder ni un solo hombre. ¡Ah, en verdad monseñor César puede estar orgulloso de sus hijos! ¡Y el buen rey Enrique debe de bendecirlos desde el cielo!

— ¿Ha sido informado el duque César? -preguntó Marie, que observaba a Sylvie con el rabillo del ojo.

— Podéis imaginar que le he enviado varios mensajes desde que tuve conocimiento de las noticias, pero he querido venir en persona a contároslo a vos, que tanta estima sentís por ellos. Supongo que en estos momentos se disponen a disfrutar en París del recibimiento que merecen. ¿Tal vez también de la reina? Eso sería muy valioso para monseñor François, al que ella maltrata bastante en los últimos tiempos. Bien es cierto -añadió el viejo charlatán bajando la voz y con una sonrisa de connivencia- que ha encontrado los más dulces consuelos en una bella dama. Madame de…

— ¿Un poco más de vino? -se apresuró a proponer Marie-. Con este calor resulta un refresco maravilloso. ¿No deseáis ir a vuestra habitación para quitaros el polvo del camino?

Vano esfuerzo. Sylvie quería saber más, y le ofreció el vaso que su amiga acababa de llenar.

— ¡Oh, un momento nada más! -dijo-. ¡Es tan interesante lo que cuenta el señor gobernador! ¿Hablabais de una dama, señor? ¿Quién consuela tan bien al señor de Beaufort?

— La duquesa de Montbazon, mademoiselle. Todo el mundo dice…

— ¡Montbazon! -interrumpió otra vez Marie-. ¡Valiente novedad!

— Ya sé que hace mucho que se habla de una aventura entre ellos, pero ahora es serio. Se trata de una pasión que, por lo que me han asegurado, tiene a todas las damas maravilladas y un poco celosas. Como un caballero de la Edad Media, el duque ha llevado en el combate los colores de su bella amiga en la forma de un nudo de cintas sujeto a su hombro…

Esta vez, Mademoiselle de Hautefort abandonó. El mal estaba hecho, y bien hecho. Una tensión repentina en la bonita cara de Sylvie y sus ojos turbios de lágrimas lo testimoniaban. Dio el primer pretexto que se le ocurrió para salir de la sala y subir a su habitación. Marie no la siguió y prefirió dejarla llorar en paz, pero, mientras los invitados al castillo se preparaban para la cena, se sentó a su escritorio, llenó rápidamente una hoja con su gran letra voluntariosa, y después secó la tinta con arena, dobló, selló el pliego con sus armas y llamó a su camarera para que hiciera subir al viejo mayordomo, al que tendió la carta:

— Quiero que un correo a caballo lleve este mensaje a París en el plazo más breve -ordenó.

Después meditó unos instantes, fue hasta la habitación de Sylvie, vecina a la suya, y entró sin llamar. Esperaba verla desmadejada sobre la cama llorando a lágrima viva, pero pese a que descubrió algo menos dramático, no le resultó menos sobrecogedor: sentada junto a una ventana, Sylvie, con las manos cruzadas en el regazo, miraba al exterior mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. No oyó entrar a su amiga y no volvió la cabeza cuando ésta se sentó a su lado en el banco de piedra.

— No es más que un hombre, Sylvie… -murmuró Marie-. Y un hombre joven, ardiente. Eso supone que tiene necesidades. Vuestro error ha sido convertirlo en un dios.

— Sabéis bien que es imposible impedir que el corazón lata por aquel a quien se ama. Sé, desde hace mucho tiempo, que he sido creada para amarlo. Vos misma…

— ¡Es verdad! Me gustaba, pero creo que ese sentimiento-nunca fue demasiado lejos. ¡Se lo dije, además! Su reacción estuvo llena de enseñanzas, ¡y qué masculina, por cierto! No se imaginaba que yo pudiera sentir alguna inclinación hacia él, pero al saber al mismo tiempo que esa inclinación había desaparecido, de inmediato me encontró más interesante. ¡Deberíais probarlo!

— ¿Queréis que ame a otro? ¡Pero eso es imposible!

— Valdría más que algún día fuera posible. No querréis estar toda vuestra vida parada al borde de su camino, sufriendo tanto por su felicidad como por sus desgracias. Pensad lo que os plazca, pero la aventura con Montbazon no me parece tan grave. Por lo que sé de él, más me parece un desafío a la reina por el hecho de que se encuentre de nuevo encinta, y no de él.

— ¿Eso creéis? -exclamó Sylvie.

— Es sólo una hipótesis, y no pretendo daros esperanzas con ella. ¿Qué diréis, qué haréis si un día se casa? Hace poco parecía pretender a Mademoiselle de Borbón-Condé, que es muy bella. El cardenal se opuso a ese matrimonio para evitar ver reunidas dos facciones que considera peligrosas, pero hay otros partidos dignos del duque de Beaufort. Y es un príncipe de sangre.

Sylvie apartó la mirada.

— Es inútil recordarme que siempre estará situado demasiado alto para mí, como lo estaba cuando yo era pequeña la torre de Poitiers en el castillo de Vendôme. Él me dejaba al pie de la escalera y yo juraba que crecería y crecería hasta conseguir reunirme con él arriba, en la luz. Y ya veis dónde estoy: más abajo que nunca porque, además de mis pocos méritos de nacimiento, ahora estoy manchada y…

Marie se levantó bruscamente, aferró a Sylvie por los hombros, la obligó a levantarse también y la sacudió con fuerza.

— ¡No quiero volver a oír eso! Es ridículo porque, sabedlo, sólo mancha el mal que se lleva a cabo por propia voluntad. Habéis sido víctima de un monstruo y de una trama innoble. El hombre con el que os forzaron a desposaros está muerto, el teatro del crimen destruido por el fuego…