— ¡Queda el verdugo! Él sigue vivo. Y el cardenal lo protege, de modo que puede destruirme cuando le plazca.
— No. ¡Su vida está demasiado unida a la de su amo! El día en que muera Richelieu, morirá también su servidor. ¡Esforzaos por no pensar en ello y por mirar hacia delante! Ese hombre pertenece a un pasado que, con la ayuda de Dios, borraremos. -Con un gesto brusco, atrajo a la joven hacia sí y la estrechó entre sus brazos-. ¡Y vos reviviréis, volveréis a ver el sol… tan cierto como que yo soy la Aurora!
Soltó a Sylvie, le dio un beso en cada mejilla y salió de la habitación dando un portazo tras de sí, lo que era siempre señal de una firme determinación.
Alejada de la corte y de sus movimientos, Mademoiselle de Hautefort ignoraba que el joven duque de Fontsomme acababa de ser enviado por el rey a socorrer a su hermana la duquesa de Saboya, forzada a replegarse en Chambéry, en tanto que el Condé d'Harcourt expulsaba a los imperiales de Turín. Fontsomme estaba por tanto ausente de París cuando llegó la llamada de socorro que le había dirigido Marie, segura de que se apresuraría a acudir. Pero pasó el tiempo sin que diera señales de vida.
Llegó el otoño, y ni siquiera el nacimiento en septiembre de un segundo hijo de Francia pudo convencer a Madame de La Flotte de acudir a Saint-Germain.
— Cuando exilian a mi nieta, me exilian a mí también -dijo-. Eso le evitará al rey ponerme una cara de palmo en cuanto me vea…
— ¡Es ridículo! La reina os quiere, y dicen que el rey está feliz con este nuevo nacimiento… -exclamó Marie.
— A propósito, ¿no lo encontráis curioso? Él, que es-taba de tan mal humor cuando nació el delfín, ahora delira, o casi, delante de éste. Quizás es porque es tan moreno como él mismo, mientras que el delfín es rubio como su madre y…
— ¡No desviéis la conversación! Creo que vuestro deber es ir allá…
— ¿Para defender vuestra causa? Esa clase de maniobra no es propia de vos, Marie, siempre tan orgullosa.
Una brusca cólera hizo que la Aurora enrojeciera.
— No se os tenía que haber ocurrido siquiera esa idea. Yo no soy de las que mendigan. Volveré con honores de guerra, o no volveré… Pero nuestra familia no debe estar ausente de los grandes acontecimientos del reino.
— Vuestra hermana D'Escars y vuestro hermano Gilíes la representarán muy dignamente. ¡Yo estoy enfadada!
Como sabía que su abuela era tan testaruda como ella misma, Marie no insistió, contenta en el fondo por el afecto que le mostraba con su actitud. Su marcha a París habría dejado el castillo casi vacío, de modo que Sylvie y ella misma se habrían visto un poco abandonadas. Tuvo una nueva ocasión de felicitarse de la resolución de su abuela ya entrado el invierno, cuando las intrigas de la corte -que desde luego añoraba- volvieron a rondarla en extrañas circunstancias.
Aquella noche, las tres mujeres se disponían a cenar con la intención de no prolongar la velada y acostarse temprano después de una jornada fatigosa: Marie había pasado varias horas ocupada en la caza de un jabalí que causaba destrozos, en tanto que Madame de La Flotte y Sylvie habían acudido a La Possonnière, donde Madame de Ronsard y sus hijas habían sufrido una especie de intoxicación por haber comido caza demasiado manida. De súbito, el galope de un caballo surgió del fondo de la noche, creció y fue a detenerse en la escalinata de la entrada; luego se oyó el rápido taconeo de botas en el gran vestíbulo, y finalmente la doble puerta se abrió bajo la mano autoritaria del jinete, antes incluso de que el mayordomo pudiera anunciarlo.
— Mi buena amiga -dijo el duque de Vendôme-, vengo a pediros asilo durante dos o tres noches. Me he visto obligado a huir de Chenonceau antes de que me prendiesen los esbirros de Richelieu.
La sorpresa hizo que las tres mujeres se levantaran, pero la señora del castillo no tuvo tiempo de adelantarse: él estaba ya junto a ella y le había tomado las manos para besárselas.
— ¿Vos, huido? Pero ¿qué ha ocurrido?
— Una historia absurda que os contaré mientras cenamos si tenéis a bien invitarme. Me muero de hambre… ¡Ah, Mademoiselle de Hautefort! Perdonadme, no os había visto.
Detuvo el movimiento que había ya esbozado de sentarse en una silla, sin dudar de la respuesta de Madame de La Flotte, y se dirigió a saludar a Marie, cuando sus ojos crecieron hasta casi salirse de las órbitas: acababa de reconocer a Sylvie.
— ¿Acaso tengo el don de ver fantasmas? ¿O bien formáis parte de la pesadilla en que vivo?
El primer movimiento de Sylvie había sido buscar las sombras para disolverse en ellas, pero el estupor la dejó paralizada demasiado tiempo. Ahora iba a ser necesario afrontar la situación. Retuvo con un gesto a Marie, que se disponía a responder, y se adelantó; la anciana dama no habría tenido nada que reprochar a su reverencia.
— No soy un fantasma, señor duque, y tampoco soy tan importante como para aparecer en vuestros malos sueños. Sencillamente soy otra…
— ¿Qué queréis decir? ¿Habéis muerto y resucitado?
— En cierta forma. Gracias a quienes me salvaron. Yo también me escondo, monseñor…
— ¿Y quién os ha salvado?
Marie se encargó de responder. No estaba dispuesta a dejar a Sylvie enfrentarse sola con el temible hijo de Enrique IV y Gabrielle d'Estrées, y optó por no entrar en detalles:
— En primer lugar, vuestro hijo François, y después mi señora abuela y yo. Está aquí bajo la salvaguarda de nuestro afecto.
César, sin embargo, sólo había oído el principio de la explicación.
— ¿François, eh? ¿Otra vez François? -exclamó con una risita aviesa-. ¿Es realmente necesario que sigáis pegada a él como la hiedra a la roca? Si hubieseis sabido…
— ¡Basta, César! -le interrumpió con severidad Madame de La Flotte-. No es de recibo, puesto que venís pidiendo ayuda, que hostiguéis a esta niña a la que queremos y que está aquí en su casa.
— ¿En su casa? ¿No le basta, entonces, el señorío de l’Isle que mi mujer me obligó a darle?
— ¡No olvidéis que estoy muerta! -exclamó Sylvie, sublevada por el tono despectivo del duque-. El señorío de l'Isle ha revertido naturalmente en vos. Mi supervivencia tiene lugar con el nombre de Valaines…
— No por eso dejáis de ser mi vasalla…
Era más de lo que Marie podía escuchar.
— Si seguís por ese camino, señor duque -replicó-, me voy de esta casa a riesgo de ser encarcelada, porque bestoy exiliada, y me llevo conmigo a Mademoiselle de Valaines…
— ¿Y si dejáramos todos de decir tonterías? -dijo de improviso Madame de La Flotte con un buen humor inesperado-. Nuestras discusiones no son adecuadas para los oídos del servicio. ¡Cenemos, pues, y luego nos diréis hasta qué punto tenéis necesidad de nosotras!
A pesar de su sonrisa, acentuó las últimas palabras de modo que el duque se diese cuenta de que no estaba en situación de dar órdenes. El acabó por comprenderlo así y se sentó a la mesa, en la que reinó el silencio mientras duró la cena. Desde su sitio Sylvie, que apenas probó bocado, lo observaba. No le había vuelto a ver desde su dramática entrevista en la pequeña casa desierta del Marais a la que él le había hecho acudir para darle un frasco de veneno destinado al cardenal. [7] Habían pasado cuatro años desde entonces. Si sus cuentas eran exactas, César tenía ahora cuarenta y siete, y su belleza se había ajado mucho más, como constató ella con desagrado al pensar en el parecido que tenía con su hijo menor. El exilio rural en su castillo de Chenonceau, donde el rey y Richelieu le habían confinado desde hacía más de veinte años, tenía por lo menos la ventaja de permitirle conservar músculos de cazador bajo una piel curtida por el sol y la intemperie, pero los excesos sexuales que le llevaban a perseguir a todos los muchachos capaces de atraer sus sentidos, iban dejando marcas cada vez más profundas en su rostro, en otro tiempo uno de los más hermosos de Francia. A ellas se añadían los estigmas de una intemperancia en la bebida que no contribuía a arreglar las cosas. César ofrecía en aquel momento una demostración convincente: el escanciador llenaba continuamente una copa que el duque vaciaba casi enseguida de un solo trago. También comió mucho, con un apetito estimulado por la larga cabalgata desde Chenonceau.