— Hacedlo.
Semejante sangre fría llevó al todopoderoso ministro al paroxismo de la cólera. Tendía ya la mano hacia una campanilla, cuando el visitante añadió:
— No olvidéis recomendar que me amordacen o, mejor aún, que me arranquen la lengua, porque si no lo hacéis gritaré tan fuerte que el rey no dejará de oírme, a mí, su sobrino.
— Como nunca ha tenido razones para presumir de la suya, el rey carece de espíritu de familia. Pero, a propósito, ¿por qué, en lugar de venir aquí, no habéis ido a contarle a él vuestros agravios?
François miró fijamente al cardenal con una gravedad que impresionó a éste.
— Monseñor, porque vos sois el amo de este reino en mucha mayor medida que él. Además, desde hace algún tiempo tengo la impresión de que mi presencia en Saint -Germain no es realmente deseada.
— ¿Significa eso que a la reina ya no le apetece veros? -repuso Richelieu con una leve sonrisa.
— Todavía no se lo he preguntado, pero es cierto que recibe menos. Y eso es muy natural en su estado de buena esperanza. ¿Qué hacemos, pues, monseñor? ¿Estoy arrestado?
Richelieu apreciaba el valor. Acostumbrado a ver temblar a las personas en su presencia, hasta el punto en ocasiones de ser incapaces de expresarse, decidió que podía hacerse algo mejor que enviar a aquel joven tarambana a la Bastilla. En el ejército conocían su excepcional bravura. Debía ser empleada en el servicio del Estado.
— No. Dadas las circunstancias, olvidaré lo que me acabáis de… confesar. Me gustaba mucho la pequeña Sylvie: era fresca, pura y recta como el salto de un riachuelo de montaña. Diré misas por ella, pero vos habréis de contentaros con la venganza que os habéis tomado con La Ferrière. ¡No os entregaré a Laffemas!
— ¿No vais a castigar a ese monstruo? -dijo François-. No sólo violó a Sylvie y la dejó en un estado deplorable, sino que también asesinó a la baronesa de Valaines, su madre, por no mencionar a las rameras que han aparecido en estos últimos tiempos degolladas y marca das con un sello de lacre rojo.
— Lo sé.
— ¿Lo sabéis? Y sin embargo mantenéis en prisión a un hombre de bien, el padrino de Sylvie, Perceval de Raguenel, al que Laffemas ha tenido el cinismo de acusar de sus propios crímenes.
El cardenal descargó el puño sobre el escritorio.
— ¡Basta! -exclamó-. ¿Quién os ha permitido gritar de ese modo en mi presencia? Sabed que el caballero de Raguenel ha salido de la Bastilla hace ya unos diez días, creo…
— ¿Cómo es posible?
— Renaudot, que resultó herido en el mismo lance, recuperó el sentido y me contó la verdad. Profesa una gran estima y amistad por el caballero de Raguenel.
— Y sin embargo Laffemas…
— ¡Lo necesito! -gruñó el cardenal-. Y mientras sus servicios sigan siéndome útiles, no dejaré que lo toquéis.
— Sí, sí, le llaman el verdugo del cardenal -replicó François con amargura-. No debe de ser fácil de reemplazar.
— Oh, por lo que respecta a esa clase de trabajo, siempre es posible encontrar a alguien, pero Laffemas posee otras cualidades. Entre ellas, ¡que es honrado!
— ¿Honrado? -dijo Beaufort, que esperaba cualquier cosa menos ésa.
— Incorruptible, si lo preferís. Es mío, y nadie, ni siquiera al precio de la mayor fortuna, podría comprarlo. Quizá se deba a su ascendencia protestante, pero los hombres así son escasos. Su padre fue un buen servidor del Estado, y también él presta grandes servicios.
— ¿Acaso fue por orden vuestra que secuestró a Mademoiselle de l'Isle?
El cardenal dio un nuevo puñetazo contra la mesa.
— ¡No seáis ridículo! Esa niña vino aquí a implorar justicia para su padrino, y yo la escuché favorablemente. Al acabar la visita, la confié a uno de mis guardias para que la acompañase hasta su coche. El teniente civil actuó por iniciativa propia cuando pidió al señor de Saint-Loup que le cediera el puesto.
— Eso quiere decir que no siempre obedece.
— No desobedeció, puesto que yo ignoraba su presencia aquí. Es preciso que os decidáis, señor duque. Mientras yo viva, os prohíbo que le persigáis. Después, obrad como mejor os parezca.
— ¿Podrá continuar asesinando a pobres mujeres en las calles de París las noches de luna llena?
Richelieu se encogió de hombros.
— Por su cuenta y riesgo. De noche todos los gatos son pardos, pero aun así hablaré con él. Por lo demás, quiero vuestra palabra de gentilhombre de que no intentaréis nada antes de mi muerte. Es posible, en efecto, que esas infelices encuentren un vengador surgido de las sombras. ¡Me disgustaría acusaros a vos, o a uno de vuestros hombres!
— Monseñor -rugió Beaufort-, me hacéis lamentar haber venido a pediros justicia. Si hubiera ido directamente a su mansión a degollarle en una noche oscura, nunca habríais imaginado quién era el culpable.
— ¡No estéis tan seguro! Siempre averiguo lo que deseo saber, y muerto Laffemas, me quedaría Laubardemont, que es un hombre temible. Vuestra hazaña de La Ferrière ha tenido muchos testigos: él habría pasado el peine a todos los campesinos para conocer la verdad, yos habría encontrado sin demasiado trabajo. Entonces habríais sentido el peso de mi cólera, por muy príncipe que seáis. De modo que habéis obrado con más prudencia de lo que imagináis.
Para escapar a la terrible mirada que parecía querer escudriñar hasta el fondo de su alma, el joven duque apartó los ojos y se debatió interiormente: jurar que no iba a estrangular a aquel miserable en la primera ocasión, era pedirle demasiado. ¿Cómo contener las fuerzas violentas que lo embargaban? ¿Podría tener paciencia para esperar aún… unos años? Pero Richelieu leía en él como en un libro abierto.
— Mi salud sigue siendo precaria -dijo con una media sonrisa-. Probablemente no sea tanto tiempo como teméis…
— Ni por asomo se me había ocurrido esa idea, Eminencia.
— Sois un hombre de honor. ¡Por eso quiero vuestra palabra!
Beaufort le miró a los ojos:
— No tengo elección. ¡Os doy mi palabra de gentilhombre y de príncipe francés!
Enseguida, con un saludo que nada tenía de protocolario, giró sobre los talones y salió a toda prisa con una sensación que no conocía aún: la de derrota. Se sentía vencido por el juramento que le había sido arrancado, y que jamás habría prestado si únicamente le afectara a él. Pero ¿podía arriesgar la libertad, la vida incluso, de los suyos, de todos los de su casa? Con todo, lo más duro era tal vez la vaga impresión que se llevaba consigo: a Richelieu no le había contrariado el anuncio de la muerte de Sylvie. Ya no tendría que preocuparse más por uno de los testigos del secreto del nacimiento del delfín…
Todavía sufrió más cuando, al llegar al gran vestíbulo, divisó una silueta negra, la última que deseaba encontrar en su camino: el teniente civil acudía sin duda a informar a su amo de las últimas noticias de París. La sangre se agolpó en la cabeza del joven duque, que se llevó maquinalmente la mano a la empuñadura de su espada; luego pensó que acababa de dar su palabra. Con todo, se concedió una pequeña satisfacción: se encaminó directamente hacia el personaje y le dio un empujón tan fuerte que le hizo perder el equilibrio y rodar por la escalera gritando. Con la soberbia de un príncipe de sangre para quien la canalla no existe, François, sin siquiera volver la cabeza, siguió su camino y llegó hasta donde le esperaban los caballos.
— Y bien, monseñor -suspiró Ganseville-, empezaba a preguntarme si el hombre rojo no os habría arrojado a alguna mazmorra [1] o enviado a la Bastilla. Esperaba veros aparecer desarmado entre cuatro corchetes.
— ¿Qué habrías hecho en ese caso?
— Les habría seguido, por supuesto, porque también podría haber sido Vincennes. Después habría ido a alertar a toda la casa de Vendôme, a vuestros amigos e incluso al populacho, para marchar en bloque a avisar al rey, y habríamos gritado por todas partes lo ocurrido en La Ferrière.