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— ¿Cómo es que habéis venido solo? -preguntó su anfitriona en cuanto él se reclinó en su asiento con un suspiro de satisfacción.

— Os lo he dicho: huyo. Mi hijo Mercoeur me envió un mensaje diciendo que Richelieu mandaba gente para arrestarme, de modo que dejé plantada a toda la familia y salí a escape. Pido disculpas por haber irrumpido de esta forma, pero no he hecho más que seguir el consejo que me dio Mercoeur. El vendrá aquí, y me acompañará a Inglaterra…

— ¿A Inglaterra? -repitió Marie, asombrada-. Está lejos, ¿por qué no a Bretaña, donde conserváis buenos amigos?

— Que el maldito hombre rojo conoce de sobras. Podéis estar segura de que es allí donde me buscará después de en Vendôme, Anet, etcétera. Y el camino para llegar a la costa normanda en la bahía del Sena no es tan largo: unas cincuenta leguas aproximadamente, creo.

— Pero en fin, ¿por qué huís?

César vació su copa y la tendió de nuevo. Su rostro se había enrojecido y tenía los ojos inyectados en sangre.

— ¡Una historia de locos! -dijo con una risotada-. Dos aventureros de Vendôme que se hacían pasar por santos ermitaños, Guillaume Poirier y Louis Aliáis, tan pendencieros que yo había tenido problemas con ellos en varias ocasiones, fueron arrestados en diciembre pasado por acuñar moneda falsa. Para ganar tiempo e intentar obtener la indulgencia de los jueces, declararon que habían tenido una conversación conmigo en el curso de la cual yo les había entregado un veneno para acabar con el maldito cardenal.

Sylvie no se esperaba aquello. Soltó la cuchara y dirigió al duque una mirada asustada. El mismo, a pesar del sopor etílico que empezaba a invadirle, se dio cuenta de lo que acababa de decir, y delante de quién. Sus miradas se cruzaron. Lo que ella leyó en la de él la espantó: era odio, pero también miedo. Afortunadamente, el momento no se prolongó. Madame de La Flotte y Marie se escandalizaron, incapaces de imaginar que el vil veneno pudiera ser considerado un arma aceptable por un príncipe de la casa de Francia.

A partir de ese momento César dejó de beber, y la cena concluyó rápidamente. Se rezó en común y después cada cual se retiró a sus habitaciones. Como los demás, Sylvie fue a la suya, pero no se acostó. Algo le decía que aún no había acabado con el señor de Vendôme por aquella noche…

Y en efecto, todavía no había transcurrido una hora cuando a la luz de las dos velas, colocadas una en la cabecera de la cama y la otra sobre la mesa a la que estaba sentada, vio abrirse la puerta sin poder reprimir la angustia que produce siempre esa visión, incluso cuando se espera…

— ¿Dónde lo habéis puesto? -preguntó el duque sin preámbulos.

— ¿De qué habláis?

— ¡No os hagáis la idiota! Del frasco que os entregué cierta noche para obligaros a salvar a mi hijo si era detenido por culpa de aquella ridícula historia de un duelo.

— No lo tengo.

Él la aferró del brazo para obligarla a levantarse:

— Tenéis muchos defectos, pequeña, pero mentís muy mal. ¿Dónde está?

— No miento cuando digo que no lo tengo.

— ¿Lo habéis tirado? No -se corrigió-, nadie tira un medio para salir rápidamente de la vida cuando cae en sus manos. Apostaría a que lo habéis guardado. Aunque no fuese más que para vos misma en caso de desesperación. ¿Me equivoco?

Ella le miró con asombro. Que fuera capaz de seguir el hilo de sus pensamientos con tanta exactitud resultaba bastante sorprendente en un hombre al que había tenido a menudo la tendencia a considerar como un rústico, a pesar de su donaire de nobleza.

— No… Es verdad que lo pensé. Incluso se me ocurrió compartirlo con el cardenal a fin de evitar lo que seguramente me habría ocurrido después: la… la tortura y la muerte en el patíbulo. Pero os repito una vez más que no lo tengo. Fui raptada al salir del castillo de Rueil, figuraos, y cuando os invitan a esa clase de viaje, no os queda mucho tiempo para preparar el equipaje.

— ¿Dónde está, entonces?

— En el Louvre.

César abrió más los ojos.

— ¿En el Louvre?

— En la habitación que ocupaba yo como doncella de honor de la reina. Primero lo había disimulado en un pliegue del baldaquín de mi cama, pero después pensé que podía suceder que alguien sacudiera, incluso involuntariamente, las cortinas. Busqué otro escondite, y lo encontré detrás de un tapiz que representa al pobre Jonás en el momento de ser tragado por la ballena; hay una grieta entre dos piedras que parecía hecha a la medida para aquel frasquito. Está más o menos a la altura de la boca del animal…

— ¡Gracias por tanto lujo de detalles! -gruñó César-. No pensaréis que voy a arriesgarme e ir a buscarlo, ¿verdad? Acordaos de que estoy huyendo.

— ¡Y yo estoy muerta! Os lo decía para el caso de que pudierais enviar a alguna persona de confianza.

— Las vínicas personas de confianza de las que podría disponer están muy próximas a mí. Ahora bien, soy ya sospechoso de intento de envenenamiento. ¿Qué se diría si uno de los míos fuese sorprendido? No sólo yo sería condenado sin remedio; probablemente ellos lo serían también.

— ¡Oh, no! -suspiró Sylvie-. ¿No iréis a empezar de nuevo vuestro odioso chantaje con monseñor Fran-$ois…? Además, en caso de que pensarais obligarme a resucitar, si yo fuera detenida también me relacionarían con vos. ¿No creéis que lo mejor para todos es dejar el frasco donde está? Os aseguro que para encontrarlo hay que buscar mucho. Además, no soy la única doncella de honor que ha ocupado esa habitación, y me parece que el frasco no lleva grabadas vuestras armas.

El no respondió enseguida. Con los codos apoyados en el manto de la chimenea, acercaba al fuego un pie y luego el otro, al tiempo que reflexionaba. Dejó escapar un suspiro y exclamó:

— ¡Tal vez estáis en lo cierto! No tenemos ningún medio para recuperarlo, ni vos ni yo… Pues bien, os deseo buenas noches, mademoiselle de…, ¿de qué, a fin de cuentas?

— Valaines -dijo Sylvie con tristeza-. Se diría que vuestra memoria no es tan buena para vuestros vasallos en desgracia como para vuestras malas acciones, señor duque. Yo también os deseo buenas noches… y un buen viaje a Inglaterra.

— Tendréis que soportarme hasta que llegue Mercoeur. En cuanto a Beaufort, ¡manteneos apartada de él! ¡Sabed que emplearé todos los medios, incluso los más viles como una denuncia anónima, para librarlo de vos!

— ¿Una denuncia? ¿Por qué motivo?

La risita malvada de aquel hombre le hizo a Sylvie el efecto de un rallador frotado contra sus nervios en tensión.

— Una vez en Inglaterra, poco tendré que temer del hombre rojo, y podría indicar dónde se encuentra el famoso frasco. ¡Pensad en ello, querida!

En la galería, Marie de Hautefort, que escuchaba en camisón y descalza sobre las losas heladas, decidió que había llegado el momento de volver a su dormitorio. Lo que acababa de oír confirmaba la opinión que siempre había tenido del magnífico bastardo del Vert-Galant, salvo que hasta ahora no era tan desastrosa: ¡era un miserable completo!