Cuando César salió, vio desaparecer una sombra blanca entre las sombras del largo pasillo, y se persignó precipitadamente: ¡era supersticioso y creía en los fantasmas!
La amenaza que acababa de proferir contra Sylvie iba a quedar sin efecto al cabo de pocas horas, ya que uno de los tres jinetes que cruzaron al día siguiente la entrada del castillo de La Flotte era Louis de Mercoeur, pero los otros dos eran el duque de Beaufort y su escudero Pierre de Ganseville.
Desde la ventana de su habitación, en la que había decidido permanecer hasta la marcha de Vendôme, Sylvie les vio llegar y, sin escuchar más que a su corazón, olvidando toda prudencia después de las amenazas de César, corrió recogiendo sus faldas, bajó a saltos la gran escalera y llegó al vestíbulo en el mismo momento en que François cruzaba el umbral. Sus bonitos ojos avellana, brillantes de felicidad, se cruzaron con la mirada azul del joven, que viró a un gris verdoso al mismo tiempo que su sonrisa se borraba. Olvidó incluso saludar a Madame de La Flotte, que llegaba del salón escoltada por Marie, y fue directamente hacia Sylvie:
— ¡Por todos los diablos del infierno! ¿Qué estáis haciendo aquí? El padre Le Floch, enviado del señor de Paul, me había dado a entender a su vuelta que tenía buenas razones para esperar vuestro pronto ingreso en un convento. ¡Y os encuentro aquí, de vuelta al mundo como si nada hubiera pasado! ¡Estáis loca, palabra!
La filípica le llegó a Sylvie al corazón, y apagó como una ducha fría su alegría de verle.
— De modo que realmente queríais sepultarme en el fondo de un convento. ¿Para no volver a oír hablar de mí, sin duda?
— ¡En efecto, eso es lo que deseaba! ¡Tengo otros asuntos de que ocuparme! ¿No sabéis el peligro que corre mi padre? ¡Y para colmo de desgracia, os venís a interponer!
— ¡Un momento! -terció Marie-. Sylvie no tiene nada que reprocharse. Soy yo quien fue a buscarla porque ya no estaba segura en esa isla del fin del mundo donde la habíais dejado hasta el fin de los tiempos, supongo…
— Tan sólo hasta la muerte de Richelieu, y Belle-Isle es el lugar más bello que conozco. Por lo que se refiere a su seguridad, si hubiera seguido los consejos del abate Le Floch, ningún peligro habría podido alcanzarla en el convento del que…
— ¡Del que Richelieu habría podido sacarla en el momento en que le apeteciera! ¡Las cosas han cambiado bastante desde la última vez que nos vimos!
— Es posible, pero al acogerla aquí estáis poniendo en peligro a los vuestros y…
— Un peligro que os preocupa muy poco cuando se trata de dar refugio a vuestro padre. Sylvie no está acusada de intento de envenenamiento, que yo sepa.
Era más de lo que la infeliz podía soportar:
— ¡Por piedad, Marie, callaos! ¿No habéis comprendido aún que el señor duque deseaba por encima de todo librarse de mí para siempre?
Y para ocultar los sollozos que ya no podía reprimir, subió presurosa la escalera.
— Muy bien -aprobó César de Vendôme, que entraba y siguió la retirada desconsolada de la joven-. ¡He aquí una cosa bien hecha! Ya era hora, hijo mío, de que comprendierais la necesidad de apartarla de vos. ¡No os es de ninguna utilidad! Pero a propósito, ¿por qué estáis aquí, Beaufort? Sólo Mercoeur tenía que reunirse conmigo.
El hermano mayor, que hasta entonces había considerado prudente no mezclarse en lo que no le concernía, se encargó de explicarlo:
— ¡Oh, es muy sencillo, padre! Lo he traído para impedir que hiciera otra de las suyas. Al saber que la policía os buscaba, nuestro paladín propuso a Richelieu ir a la Bastilla en vuestro lugar con el fin de proclamar públicamente que estaba convencido de vuestra inocencia.
La expresión de burla del duque se suavizó de inmediato. Con visible emoción se acercó para dar una palmada en el hombro de su hijo menor.
— ¡Gracias, hijo mío! -dijo-. Sólo que no se os ocurrió que en ese caso sería yo quien no podría soportar la idea de saberos prisionero. ¡Richelieu nos odia demasiado! Habríais arriesgado vuestra cabeza… como yo arriesgo la mía si me entretengo. ¿No estáis muy cansados?
— ¡En absoluto!
— Entonces, si nuestra querida duquesa tiene a bien servirnos algo de comida, partiremos inmediatamente después.
Mientras Mercoeur y él almorzaban, François comió tres bocados, se levantó de la mesa y tomó a Marie del brazo para llevarla a una sala vecina.
— ¿Necesitáis escuchar más verdades? -preguntó ella con aspereza.
— Lo que necesito es averiguar un poco más sobre lo que guardáis en el fondo de vuestra bella cabeza. Ignoro exactamente por qué razón fuisteis a buscar a Sylvie.
— Os lo he dicho: Laffemas andaba cerca de ponerle la mano encima.
— ¡Excusas! ¿Habéis olvidado el gran amor del joven Fontsomme, del que me hablasteis en otra ocasión? Fue por él por quien corristeis a buscarla. ¿Para dársela?
— No. Lo creáis o no, se encontraba en grave peligro, pero confieso también que más adelante he intentado reunirles…
— ¿A ella y ese jovenzuelo pomposo?
— Es el muchacho más encantador que conozco, y la adora. Supongo que no querréis que ella se pase la vida entera contemplando vuestra imagen, de preferencia entre sollozos. Tiene derecho a una felicidad que vos sois incapaz de darle.
— Entonces ¿por qué no está él aquí? -repuso François, burlón.
— Lo ignoro, y no tengo idea de dónde se encuentra.
— Le escribisteis y vuestra carta quedó sin respuesta, ¿no es así?
— Lo admito, pero no pongáis esa cara de gato a punto de zamparse un ratón. Temo que alguna desgracia le haya impedido recibirla.
— Nada le ha ocurrido, querida. Está en el Piamonte, junto a la duquesa de Saboya. Una embajada a la que se ha unido ese meapilas al que ahora llaman Mazarino. ¡Ese corre detrás de un capelo de cardenal! En cuanto a vuestro héroe, apuesto a que habrá encontrado allá abajo alguna beldad más provista de encantos que nuestra pobre gatita. Tienen mujeres magníficas…
— ¡Es posible, pero no le darán ni frío ni calor! No es culpa vuestra, querido François, pero sois incapaz de tener un sentimiento noble. ¡Me parece que eso se debe a unos apetitos un tanto vulgares que también se reflejan en vuestro lenguaje! Por mi parte, sólo tengo una cosa más que deciros: haré todo lo que pueda para extirpar del cerebro de Sylvie vuestra imagen de héroe de pacotilla.
Y con un aire de magnífico desdén, Mademoiselle de Hautefort fue al encuentro de Madame de La Flotte…
Una vez los Vendôme hubieron marchado con el estruendo que acompañaba siempre sus movimientos, incluso los más secretos, el castillo de La Flotte volvió a quedar en silencio, aunque no por mucho tiempo: al día siguiente un correo del rey puso pie a tierra bajo la mirada inquieta de Marie, que se preguntó si aquel hombre sería portador de la orden de conducirla a prisión; aunque se tranquilizó al comprobar que llegaba solo. Además, su carta iba dirigida a Madame de La Flotte. De hecho, contenía una orden bastante inesperada: la amable dama debía ir, tan discretamente como le fuera posible, a reunirse con el rey en su pequeño castillo de Versalles.
La mirada de Marie se avivó: ¿empezaba a añorarla su antigua víctima y, mediante el rodeo de una entrevista con la abuela, deseaba entablar conversaciones para devolverla a su favor? Sin pecar de presunción, no veía otra razón para una entrevista tan poco conforme a las costumbres de la corte.
— ¿Y si el motivo es alguno de vuestros hermanos? -aventuró la anciana para refrenar un poco un entusiasmo que le parecía un tanto petulante, pero Marie se echó a reír.
— ¡No haría tantas historias! Creedme, abuela, tengo razón. ¡Si no es eso, me voy a España con la duquesa de Chevreuse!
— ¡Sois demasiado buena francesa! Nunca haríais eso. Pues bien, creo que tendré que acelerar los preparativos si quiero llegar a tiempo a la audiencia del rey.