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— ¿Y si le escribiera una carta? Una simple carta, ¿me entendéis? Yo os la entregaría, y le permitiría, sin regresar a la corte, vivir más cerca de París. En Créteil, por ejemplo.

— ¿En Créteil?

— ¡Vamos, no simuléis que no entendéis la idea! En la época en que eran obispos de París, los Du Bellay tenían allí una posesión. El castillo de Mesches, si mi memoria no flaquea.

— ¡Vuestra memoria es excelente, Sire! Pero la propiedad correspondía al obispado de París, como también el señorío de Créteil.

— Cierto, cierto, pero vuestra familia ha conservado allí una mansión, próxima a la antigua granja de los Templarios, una casa muy bonita que antaño perteneció a Odette de Champdivers, la favorita de Carlos VI, el pobre rey loco. ¿No la conserváis aún?

Viendo el punto al que pretendía llegar el rey, a Madame de La Flotte no le pareció útil -ni prudente- mentir: estaba muy bien informado.

— ¡Oh, sí! Pero vamos allí muy poco, y serán precisas reformas…

— ¡Hacedlas! Os daré un bono de mi caja personal, pero encargaros con discreción. Nada que pueda llamar demasiado la atención. Después de todo, bien podéis haber recuperado la afición por esa mansión familiar y desear residir allí…

— ¿Y también Marie? Entendámonos bien, Sire. Dejando aparte el hecho de que ignoro cómo acogerá vuestra carta, nunca aceptará el puesto de Odette de Champdivers.

El puño del rey golpeó con fuerza una mesa en la que aparecía el escudo con sus armas.

— ¡Quiero hablar con ella, señora, no acostarme con ella! ¡Deberíais conocerme mejor!

— Ruego al rey que me perdone, pero, admitiendo que Marie acepte, el cardenal no tardará en saberlo. ¡Es imposible ocultarle nada!

— ¡Salvo cuando yo lo quiero! Por lo demás, tiene otros motivos de preocupación en estos días. ¿Sabéis que pasado mañana casa a su sobrina con el hijo del príncipe de Condé, que babea de gratitud? ¡Bonita boda, en verdad! Claire-Clémence de Brézé no tiene más que doce años y está lejos de ser bonita. Tampoco Enghien es guapo, pero posee ese tipo de fealdad que atrae a las mujeres. Además está enamorado de otra, que es encantadora. Pero a su señor padre le atraen tanto la dote como las ventajas de entrar en la familia de mi ministro. De modo que yo iré al Palais-Cardinal con la reina para firmar el contrato…

Era evidente que ese matrimonio le disgustaba, pero su visitante aprovechó la ocasión para tantear el terreno en otra dirección.

— ¿Puedo pedir al rey noticias de Su Majestad la reina?

El rey, que mientras hablaba se había sentado a una mesa de la que había tomado papel y pluma, levantó la cabeza.

— ¿Por qué no se las pedís vos misma? No estáis exiliada, que yo sepa. Cuando volváis a París, pasad por Saint-Germain para saludarla. ¡Tomad! Aquí tenéis una autorización para Marie, si consiente en venir a Créteil, y aquí la carta de que os he hablado -añadió sacando del bolsillo una carta ya sellada-. Decidle que si viene, no me costará nada visitarla. Sabéis que me sigue gustando ir a cazar al valle del Marne cuando me instalo en Saint-Maur.

Hizo una pausa, y añadió con la extraña sonrisa que, a pesar de los estragos de la enfermedad, le devolvía a su infancia:

— ¡Otro castillo construido por los Du Bellay, antes de que lo comprara Catalina de Médicis! Vuestra familia era muy poderosa en esta región. ¿Por qué no habría de volver a serlo?

Madame de La Flotte entendió muy bien lo que quería decir el rey, y la reverencia que hizo lo reflejó de alguna manera, porque se sentía llena de alegría y esperanza al pensar en sus queridos nietos. De modo que se marchó decidida a combatir con todas sus fuerzas las razones que podría argumentar Marie para seguir encerrada en La Flotte. Aunque a decir verdad, ¡podía apostarse a que cogería la pelota al vuelo! El campo en invierno no resulta muy divertido. Y además, la reina, que debía de echar mucho de menos a su fiel dama de compañía, tal vez también le enviaría unas palabritas…

Si esperaba una acogida calurosa por parte de la reina, quedó decepcionada. Su aparición en el Grand Cabinet de Ana de Austria más pareció una piedra arrojada a una charca llena de ranas que la llegada de una persona bienvenida, a pesar de la amplia y suntuosa sala más recordaba a una pajarera gracias al batallón de doncellas de honor que piaban en un rincón, como si quisieran formar pantalla entre el grupo formado por Ana de Austria y dos visitantes, y el que rodeaba a Madame de Brassac, la dama de honor. Los visitantes no eran otros que María de Gonzaga y el favorito del rey, el joven Cinq-Mars, más Adonis que nunca en presencia de una altiva Juno a la que dedicaba miradas llenas de amor.

Cuando anunciaron a Madame de La Flotte se hizo un silencio repentino y todos mostraron el aire de dolorosa sorpresa que resulta de rigor ante un objeto vagamente escandaloso que ofende la vista. Cinq-Mars arrugó su hermosa frente. La reina se rehízo con rapidez.

— ¿Cómo, condesa? ¿Vos aquí? ¡Qué agradable sorpresa! ¿Por fin os habéis decidido a abandonar el campo?

Sin ser tan abrupto como el de su nieta, el orgullo de Madame de La Flotte no era menos quisquilloso.

— El deseo de saludar a Vuestra Majestad me habría traído de mucho más lejos que mi casa de París. ¿Puedo recordar a la reina que nadie, hasta el momento, me ha exiliado?

Para su sorpresa fue Cinq-Mars quien, con la audacia de quien se sabe todopoderoso, respondió:

— Todos pensábamos que preferiríais permanecer junto a Mademoiselle de Hautefort, para confortarla en su desgracia.

Habría hecho mejor callándose.

— Desgracia inmerecida, señor Gran Escudero, y todos sabemos a quién la debe. De todas maneras, no os hablaba a vos. De hecho, señora -añadió, dirigiéndose de nuevo a la reina-, mi intención era sobre todo traer a nuestra soberana el testimonio de nuestro obediente respeto y decirle…

— Estamos absolutamente convencidas de ello -interrumpió la reina-. Yo amaba mucho a Mademoiselle de Hautefort, y ella lo sabe.

— ¿Quiere decir Vuestra Majestad que ya no la ama?

— ¡Qué idea, vamos! Gracias por vuestra visita, condesa, me he alegrado mucho de veros -dijo la reina con nerviosismo-. ¡Madame de Motteville! ¡Tened la bondad de acompañar a Madame de La Flotte hasta su coche! Parece muy cansada, y me figuro que tiene prisa por regresar a su casa lo más pronto posible.

Con asombro indignado, la condesa vio acercarse a una joven de aproximadamente veinte años, rubia y sonriente pero con los ojos más chispeantes y fisgones que quepa imaginar. A pesar del tiempo transcurrido la reconoció, porque la había visto de niña cuando estaba ya al servicio de la reina y había sido incluida en la especie de cortejo hacia el exilio que acompañó a la duquesa de Chevreuse y al embajador español Mirabel. Se llamaba entonces Françoise Bertaut y era la sobrina del poeta del mismo nombre. En cuanto al nombre de Motteville -Madame de La Flotte lo sabría más tarde-, le venía de un presidente del Parlamento de Normandía, mucho más viejo que ella y que acababa de dejarla viuda. De ahí la reciente llamada para que volviera a la corte, donde ocupaba el puesto privilegiado de camarera de la reina.

Con un gesto tajante, la abuela de Marie rechazó la mano que se le ofrecía.

— Agradezco a Vuestra Majestad su solicitud, pero mis piernas todavía me sostienen bien. Me han traído hasta aquí y sabrán también devolverme a mi carroza. ¡Soy la humilde servidora de Vuestra Majestad!

Tras una impecable reverencia dejó el lugar llena de dignidad, sin querer advertir el gesto de la reina, que le tendía la mano. Estaba furiosa y descorazonada a la vez. Que el rey se hubiera dejado seducir por el encanto de aquel muchacho demasiado guapo aún podía explicarse, por más que su intento de recuperar a Marie tenía bastante parecido con una llamada de auxilio, pero que también la reina hubiera caído en la trampa tendida por el cardenal, era demasiado.