— El rey tiene razón -murmuró, mientras su coche se alejaba del castillo-. Es una ingrata, nada más que una ingrata. Habrá que enseñar a Marie a seguir la línea de conducta de sus antepasados: ¡servir al rey ante todo! Y para empezar, intentar reconciliarse con él…
Así pues, en cuanto estuvo de nuevo en la Visitation Sainte-Marie, aunque era ya muy tarde y, como no había probado bocado desde la mañana, se moría de hambre, se tomó tiempo para escribir a su intendente de Créteil y darle instrucciones a fin de poner en condiciones su casa, en la que pensaba residir algunas semanas a partir del mes siguiente. Después fue a buscar a Sylvie.
La encontró en la gran capilla nueva, consagrada a Nuestra Señora de los Ángeles. Sentada en la parte de la nave reservada a los visitantes y a las escasas pensionistas, escuchaba con lágrimas en los ojos a las Visitandines dispuestas en el coro, del lado de la clausura, cantar a media voz un stábat máter que ella misma había cantado con las religiosas del Val-de-Gráce en una época que sólo ahora comprendía hasta qué punto había sido feliz: ella amaba a François, y éste amaba a la reina pero la trataba a ella con una ternura llena de solicitud. Ahora, François no amaba a la reina ni a ella. Se había desviado de su camino para unirse a una mujer demasiado bella para no ser también peligrosa. Y si estaba perdido definitivamente para ella, Sylvie tenía miedo de reconocer que, sin él, su vida ya no tendría sentido, ni sabor…
Sin embargo, el instante presente le proporcionaba una serenidad inesperada, tal vez porque era un momento de belleza pura. Las llamas de los cirios arrancaban reflejos de la cruz de plata que las monjas llevaban sobre sus severos hábitos negros, nimbaban con una suave luz dorada los perfiles de sus rostros enmarcados por la cofia de estameña blanca y el velo negro, e iluminaban la cohorte blanca de las novicias.
Era a ellas sobre todo a quienes observaba Sylvie, consciente de que bastaría una palabra para ocupar un lugar en medio de ellas. Una palabra que tal vez acabaría por pronunciar, a pesar de la poca atracción que sentía por los conventos. Era un puerto como cualquier otro, ¡y se sentía tan cansada de su vida desarraigada! No tenía ni siquiera derecho a regresar a Belle-Isle, a la casa que había empezado a amar, porque según Marie los esbirros de Laffemas habían ido hasta allí, a estropear el maravilloso paisaje con su presencia. ¡Quizá lo peor fuera encontrarse tan cerca de la pequeña casa de la Rue des Tournelles en la que vivía Perceval de Raguenel, y no poder visitarle! Aquél era su verdadero refugio, el único que añoraba después de tantos meses pasados lejos, pero le estaba prohibido para no ponerlo en peligro… ¿Pronunciaría tal vez, después de todo, la palabra que se esperaba de ella? ¿No le había declarado el propio François, de una manera bastante brutal, que no veía otro destino posible? Y además, si aceptaba tomar el velo se convertiría en intocable, y su padrino podría venir a verla al locutorio…
Alzó la cabeza hacia la alta cúpula invadida por las sombras de la noche, hacia las que parecía ascender la Virgen cuya Asunción radiante dominaba el altar mayor, y pensó que el Cielo estaba en verdad demasiado por encima de sus fuerzas, como años atrás lo había estado la torre de Poitiers, en Vendôme, cuando ella era una niña muy pequeña y antes incluso de poner el pie en el primer peldaño de la escala de Jacob necesitaba sentarse a reflexionar. Se disponía a salir cuando Madame de La Flotte se sentó a su lado y la tomó de la mano.
— Nuestros asuntos están mejor aún de lo que pensaba -cuchicheó la anciana-. Por más que han tomado un sesgo bastante inesperado. Pero hablemos de vos. ¿Qué pensáis de esta casa?
— Que quienes la habitan parecen estar animadas por la inspiración divina, ¡y no es mi caso!
— Tampoco el mío, y no es eso lo que os pregunto. ¿Creéis que podréis quedaros aquí algún tiempo sin morir de aburrimiento hasta el extremo de pronunciar, por simple rutina, unos votos perpetuos?
— Querría sobre todo volver a ver a mi padrino. Por eso quise acompañaros aquí. Si no, cualquier otro convento habría servido para obedecer las órdenes del señor duque de Beaufort.
— Dejad de decir tonterías y escuchadme. Hay grandes posibilidades de que Marie venga dentro de poco tiempo a vivir en la casa que poseemos en Créteil. No me preguntéis nada más…
— El rey quiere volverla a ver -dijo Sylvie-. Debe de ser difícil olvidarla.
— Ya, pero al parecer no es el caso de la reina. Dicho esto, dejadme acabar: a vuestro padrino le veréis en los próximos días, y también sin duda a Madame de Vendôme, a la que iré a visitar mañana antes de marchar de aquí; pero para eso, y sobre todo para garantizar vuestra protección, habréis de pedir entrar en el noviciado. No compromete a nada y se puede abandonar en cualquier momento, a no ser que hayan pasado más de dos años -añadió, ante el gesto de protesta de Sylvie-. Así me volveré más tranquila. Lo que no ocurriría si os quedarais aquí como simple pensionista… ¿Aceptáis?
— No tengo alternativa.
— Sólo instalaros en la Rue des Tournelles, con todas las consecuencias posibles, para vos misma y para las personas a las que amáis.
Sylvie no contestó enseguida. En ese momento, el coro de religiosas entonó un cántico de Eustache du Caurroy que ella conocía, y, después de una ligera duda, se puso a cantar. Su voz se elevó de improviso, tan pura, tan fresca, que en el coro todas las cabezas se volvieron hacia ella; y lentamente avanzó por la nave con una vibración en el fondo del corazón parecida a la alegría. Acababa de pensar que al menos iba a poder cantar tanto como le apeteciese.
Al día siguiente, la madre Marie-Madeleine entregó a Mademoiselle de Valaines el hábito, la cofia y el velo blanco. Una hora más tarde, Madame de La Flotte, aliviada de un gran peso, emprendía el camino del Vendômois preguntándose cómo acogería Marie la carta del rey. Era capaz de romperla sin siquiera leerla.
De modo que se sintió agradablemente sorprendida cuando la Aurora, después de una lectura que no inspiró el menor signo de emoción en su bello rostro, volvió a doblar el papel para abanicarse distraídamente con él antes de deslizado en un bolsillo de su vestido, en el que dio después unos golpecitos con aire satisfecho…
— ¡Tendré que reflexionar! Digamos… hasta la primavera. Los viajes son más agradables cuando los manzanos están en flor.
— ¿No es poner demasiado a prueba la paciencia del rey? Me ha parecido desamparado.
— Hacerse desear nunca ha perjudicado a nadie. Y además tranquilizaos, abuela, le haré llegar un mensaje. Por el momento debo quedarme aquí. La orden de arresto dictada contra el duque de Vendôme tiene revolucionada la región. Vuestro primo Du Bellay se prepara incluso para la defensa de Vendôme. ¿El rey no os ha dicho nada de él?
— Teníamos otros temas de que hablar, y admito que, dada vuestra actual situación, no tenía el menor deseo de añadir a nuestros problemas el caso siempre candente del duque César y sus hijos. Sin embargo, antes de volver pasé por el hôtel de Vendôme. La duquesa y su hija no tienen noticias, y procuran pasar tan inadvertidas como pueden. Rezan mucho, pero no hay por qué compadecerlas. El obispo de Lisieux, el abate de Gondi, su tío el arzobispo de París e incluso Monsieur Vincent las protegen con su solicitud, porque, por supuesto, nadie puede creer que el hijo de Enrique el Grande sea un vil envenenador. Pienso que todas esas santas influencias acabarán por favorecer a los fugitivos. El cardenal tendrá que contar con ellas…
Unos golpes casi inaudibles en la puerta la interrumpieron. Jeannette, que había oído la llegada de la carroza desde el ropero, donde estaba ayudando a planchar, venía tímidamente a pedir noticias. Ante su pobre carita angustiada, Marie, siempre tan distante, tuvo el impulso de correr hacia ella y pasar un brazo protector por sus hombros.