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— No te atormentes más, Jeannette -le dijo-. Todo va bien. ¡La Visitation cuenta con una novicia más, y eso es todo!

— ¿Una novicia? ¡Pero si nunca ha querido oír hablar del convento! ¡Monseñor François ha sido muy cruel al enviarla allí!

— No se quedará, puedes estar tranquila, pero en ninguna parte estará mejor protegida. Y además volverá a ver a su querido padrino, que irá a visitarla al locutorio. Sin contar a Madame de Vendôme y su hija, cuando se atrevan a salir otra vez de casa.

Lo cierto es que Marie estaba menos tranquila de lo que aparentaba. Habría preferido cien veces que Sylvie se quedara con ella. París y, sobre todo, la proximidad del teniente civil le parecían inquietantes, por más que entre ellos se interpusiera una clausura lo bastante estricta para hacer retroceder al rey y el cardenal. Y el caso Vendôme no contribuía a arreglar las cosas. Marie conocía demasiado el carácter impulsivo de Sylvie, capaz de saltar la tapia del convento para ir a echarse a los pies de la reina, del cardenal o de no importa quién, en el caso de que los Vendôme fueran apresados y llegase hasta ella la noticia de su arresto. ¡En fin! Era preciso esperar que no ocurriese nada desagradable hasta al cabo de un mes, fecha en la que se trasladaría a la casa de Créteil.

Pero primero llegaron noticias de los Vendôme, y ¡vaya sorpresa! Después de haber instalado a su padre en Inglaterra, donde había encontrado una excelente acogida por parte de la reina Enriqueta, su hermanastra, Mercoeur y Beaufort habían regresado a la región después de una breve estancia en París: apenas el tiempo necesario para que les fuera entregada una orden de exilio en sus tierras, con prohibición de salir de ellas hasta el final de la instrucción del proceso a César. Una vez en el Vendômois, se habían separado: mientras el mayor se instalaba en Chenonceau, François optaba por encerrarse en Vendôme, donde la población le había acogido con entusiasmo.

Fue más de lo que podían soportar la curiosidad y la impaciencia de Marie. Después de hacer que le prepararan un equipaje ligero pero a pesar de todo suficiente para incluir dos vestidos de recambio, se montó al caballo y, seguida por Jeannette en lugar de su propia camarera, que se había quemado con una plancha de la ropa, y por dos criados, tomó el camino de Vendôme.

Si pensaba encontrar a François paseando por las calles de la villa o inspeccionando las fortificaciones, quedó desengañada: el señor duque estaba en el castillo, donde recibía a algunos amigos. Entre ellos se encontraba al parecer Madame de Montbazon, porque la primera cosa que vio Marie al entrar en el patio de honor fue una carroza con su blasón. Era poco probable que el gobernador de París hubiera acompañado a su esposa, y el humor de la visitante se agrió. Aquel amor que se exhibía con tanto impudor estaba adquiriendo las dimensiones de la pasión, y le desagradaba. No por ella misma ni por la reina, que parecía tener otras ocupaciones, sino por Sylvie, a la que Fran‹jois había enviado al convento simplemente con chascar los dedos.

Estuvo a punto de volver grupas, pero desde el momento de cruzar las puertas de Vendôme había sido anunciada, y Beaufort acudió en persona, exhibiendo una amplia sonrisa, a sostenerle las riendas.

— ¿Vos, amiga mía? ¡Qué gran placer inesperado!

— ¿Tan inesperado como ese otro? -dijo ella medio en broma medio en serio, señalando el coche con una mano mientras François le besaba la otra.

— No. Ése era esperado. Están aquí algunos amigos que han venido a festejar nuestro regreso a casa. Algunos de ellos llegan de Inglaterra, pero como no me cabe duda de que se cuentan entre vuestros innumerables admiradores, nuestra pequeña reunión será tanto más agradable. ¡Venid! Ya he dado orden de que os preparen un aposento.

Luego, al darse cuenta de repente de la presencia de la camarera de Sylvie, preguntó:

— ¿Jeannette? ¿Cómo es eso?

— Cuando se entra en el convento -respondió Marie-, se deja a la puerta a los criados, e incluso los vestidos.

— ¿Sylvie está en el convento?

— En la Visitation Sainte-Marie. La enviasteis allí con tanta desenvoltura que no ha querido negaros ese placer…

— ¡Pero es insensato! Me enfureció ver que se había marchado de Belle-Isle, pero nunca quise…

— Digamos que disimulasteis muy bien, y ella os creyó. Ha obedecido sin mucho entusiasmo, debo reconocerlo, pero al menos tendrá la felicidad de volver a ver en el locutorio al caballero de Raguenel, al que quiere profundamente. Además, nadie podrá llegar hasta ella en ese refugio. ¡Pero hablaremos de ella más tarde! Me gustaría refrescarme un poco.

— Por supuesto. Después de todo, mientras no pronuncie votos perpetuos…

— Ese es un asunto entre Dios y ella, pero me admira la tranquilidad con que os acomodáis a los pequeños problemas que vais creando, querido duque.

A pesar de todo, Beaufort no se había atrevido a instalar a su amante en los aposentos que utilizaba su madre en sus visitas a Vendôme, de modo que fue Mademoiselle de Hautefort quien los heredó, con cierta satisfacción que la incitó a hacer gala de una perfecta cortesía cuando se encontró frente a Madame de Montbazon. Por otra parte, ambas mujeres poseían en grado sumo ese tono de la corte que tanto ayuda en las negociaciones diplomáticas. Además, no las animaba ninguna antipatía personal y, si la Marie morena era la amante oficial de François, Marie la rubia no pretendía rivalizar con ella. Así pues, todo transcurrió del mejor modo posible.

En cambio, el resto de los «amigos» anunciados por Beaufort no dejó de sorprenderla, por su aspecto heteróclito: dos hermanos normandos, Alexandre y Henri de Campion, que habían servido al Condé de Soissons hasta la mortal victoria de éste en el combate de La Marfée; el padre La Boulaye, confidente de César y recién nombrado por él prior de la colegiata de Saint-Georges, que formaba parte del castillo; el Condé de Vaumorin, del que Marie supo muy pronto que servía de correo entre Londres y Vendôme. Todos ellos parecían gravitar alrededor de un personaje muy curioso, un jorobado pequeño y de pelo negro, Louis d'Astarac de Fontrailles, senescal de Armagnac y sobre todo confidente y representante de las ideas de Monsieur. También él llegaba de Londres, donde le retenía en principio una orden de exilio. Finalmente, estaba allí un joven bien parecido al que Marie conocía bien por haberle visto en muchas ocasiones en el círculo de la reina, de la que era ferviente admirador, y que había más o menos reemplazado a Beaufort en el papel de galán. Se llamaba François de Thou, procedía de una gran familia parlamentaria y era buen amigo de Cinq-Mars, que le llamaba en broma «Su Inquietud»: era una persona cultivada y seria que extrañaba encontrar en medio de todos aquellos rayos de la guerra, porque ocupaba el puesto, claramente inferior a sus aptitudes, de bibliotecario del rey, después de haber combatido valerosamente en Arras. Unía a todos ellos un rasgo común: el odio a Richelieu, de quien todos tenían queja por una u otra razón. Fontrailles porque en una ocasión se había burlado de su deformidad; De Thou porque consideraba ridículo su puesto de rata de librería; los demás, por razones diversas que se resumían en su devoción a la casa de Vendôme. Mademoiselle de Hautefort, en otro tiempo dama de compañía de la reina y castigada con el exilio sin una razón justificada, recibió de aquellos hombres una acogida calurosa, debida tanto a su resplandeciente belleza como a su «desgracia».

Sin embargo, muy pronto descubrió que su actual papel, como el de Madame de Montbazon, había de ser simplemente decorativo. Aquellos hombres, con la excepción de Fontrailles que representaba a Monsieur, eran portadores de las órdenes de César de Vendôme, que desde la corte de Saint James dictaba a sus hijos.