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Después de una cena irreprochable, agradable desde todos los puntos de vista y en la que la mayor ocupación consistió en complacer a las damas, los criados se retiraron mientras los escuderos de Beaufort, Ganseville y Brillet, vigilaban las puertas de la gran sala. Fue Fontrailles el primero en tomar la palabra, con un saludo a las dos mujeres:

— Señores, y vosotras también, señoras, estamos aquí para afinar nuestros instrumentos musicales en la gran partitura destinada a librar al reino, por fin y para siempre, del hombre que lo estrangula desde hace tantos años.

Aunque era feo y contrahecho, la naturaleza le había concedido un encanto sorprendente: una voz de violonchelo, de un tono oscuro y aterciopelado, con un curioso poder de seducción. Desde las primeras palabras, todos se sintieron atrapados por su encanto.

— Únicamente estoy aquí de paso para llevar a nuestra amiga la duquesa de Chevreuse, en España desde hace demasiado tiempo, el testimonio de la amistad y la confianza del señor duque de Vendôme. A través de ella, tengo la seguridad de ser recibido rápidamente por el Condé-duque de Olivares, primer ministro de Su Majestad el rey Felipe IV.

Como los demás, Marie escuchaba la musicalidad de aquella voz excepcional, pero no tardó en interesarse también por el texto. Sin sorpresa, descubrió que se trataba de una conjuración destinada a eliminar a Richelieu con la ayuda de España, pero se sintió confusa al enterarse de que el jefe de aquella amplia conspiración en la que participaban Monsieur -¿se podía conspirar sin él?- y la reina, no era otro que el Gran Escudero, el favorito agasajado de mil maneras por Luis XIII, el demasiado seductor Cinq-Mars. Como, sin embargo, había sido informada por su abuela de las ambiciones del joven, no dudó en entrar en el debate.

— Que el señor de Cinq-Mars desee desembarazarse del cardenal, que le impide ascender hasta donde desea con el fin de desposarse con Mademoiselle de Nevers, no me sorprende, pero ¿qué pasa con el rey? ¿Contáis, señores, con eliminarle también a él?

— ¡De ninguna manera! Somos sus súbditos fieles. Como estáis alejada de la corte desde hace un tiempo, ignoráis sin duda que los sentimientos de Su Majestad hacia su ministro han cambiado considerablemente. El rey está cansado de soportar una tutela insoportable…

— ¿Os lo ha dicho?

— No a mí, pero sí a Monsieur le Grand. Cuando éste le suplicó que se librara de una férula odiosa «agradeciendo» sus servicios a Su Eminencia, el rey se negó y mostró todos los signos de un temor muy grande. Entonces nuestro amigo sugirió algo más… definitivo.

— ¿Y qué dijo el rey? ¿Siguió espantado?

— No. Reflexionó un momento y luego murmuró, como hablando consigo mismo: «Es sacerdote y cardenal, yo sería excomulgado.» Cabe añadir que nuestro Sire está muy enfermo… ¡y también Richelieu, por otra parte!

— En ese caso, ¿por qué mezclar a España en un asunto francés? -intervino Beaufort-. Quizá baste con esperar.

— Monsieur y Cinq-Mars no pueden esperar más, precisamente porque la salud del rey es mala. Monsieur quiere la regencia, y Cinq-Mars…

— A Mademoiselle de Nevers, a quien se pretende casar con el rey de Polonia. Estoy de acuerdo, pero España…

— La habéis combatido demasiado para amarla, querido duque -prosiguió el jorobado-, pero nos proporcionará los medios para no ser acusados de la muerte del cardenal. Nos suministrará el arma y el ejecutor, cuando el rey y su funesto ministro viajen al Rosellón y a Cataluña, como tienen intención de hacer.

— ¿Y si mi tío el rey muere antes que el cardenal?

— Monsieur obtendría la regencia… pero como el cardenal tiene partidarios infiltrados en todas partes, no viviría mucho tiempo. Y también estaría en peligro toda la nobleza de Francia. Por eso es necesario librarnos de él.

Beaufort se volvió hacia el joven De Thou, que escuchaba sin decir palabra.

— ¿Qué piensa nuestro jurista?

Este enrojeció, pero ofreció a su anfitrión una sonrisa encantadora.

— Que los riesgos son tan grandes que será necesario protegerse con todas las garantías posibles. El viaje del señor de Fontrailles a España puede ser una buena cosa. Falta saber lo que ofrecerá ésta… y a qué precio.

Allí quedó todo y la reunión concluyó, porque el jorobado debía partir por la mañana. François fue a tomarla mano de Madame de Montbazon, que no había abierto la boca, y la besó, antes de pasarla a Pierre de Ganseville, encargado de conducirla a sus aposentos.

— Iré a saludaros enseguida, mi dulce amiga. Por el momento, disculpad que me ocupe de ciertas disposiciones…

Como no hizo lo mismo con Mademoiselle de Hautefort, ésta pensó que debía de formar parte de las disposiciones aludidas, y se acercó a la chimenea, en la que ardía un tronco entero. Los demás comprendieron y fueron a saludarla antes de retirarse.

— ¿Y bien? -dijo François al volver con ella-. ¿Qué pensáis de todo esto?

— Que cualquier asunto en el que ande mezclado Monsieur es peligroso por principio. Dios sabe lo mucho que odio a Richelieu, y que admito gustosa que su desaparición sería beneficiosa. Pero Cinq-Mars es un joven alocado, ebrio de ambición, al que le da vértigo la posición que ha alcanzado. Si queréis creerme, François, manteneos al margen de todo esto.

— Pero ¿y mi padre?

— El duque César está lejos y no irán a buscar su cabeza al otro lado del Canal si el complot fracasa, como todos los que lo han precedido. Si tenéis cariño a vuestra propia cabeza, como creo, manteneos quieto. Sonreíd, aprobad, pero sobre todo no firméis nada y, si me permitís que os dé un consejo…

Con un gesto rápido, él se inclinó hacia ella y posó en sus labios un ligero beso.

— ¡No me lo deis, mi querida Prudencia! Si España ha de participar en una conjuración de cualquier tipo que sea, yo no aceptaré colaborar. Soy un príncipe francés, señora, y antes que nada un soldado. Pensar en España me hace verlo todo rojo…

— Yo tenía entendido que amabais… al menos a una española.

— ¡Y no he cambiado, Marie! Si llegáis a verla, decidle que ahora tiene un hijo (¡tiene dos, de hecho!) y que las cosas ya no son como eran. Me cuesta creer que la reina de Francia pueda prestar su bella mano a una conspiración que podría costar el trono al pequeño Luis.

Marie fijó su mirada azul en la de su anfitrión, como si quisiera leer en sus profundidades:

— ¿La amáis todavía?

— Siempre.

— ¿Entonces? -Con la cabeza, indicó la puerta por la que había salido la divina duquesa.

François sonrió:

— ¡Dios mío, qué joven sois! Tengo veinticinco años, mi bella Aurora, y nunca he hecho voto de vivir como un monje. La que me espera arriba, en la torre de los Cuatro Vientos, me da más de lo que yo me atrevía a esperar. Quizás a ella le debo el conservar la cabeza fría en medio de los torbellinos que se forman a mis pies.

— ¿Tan sólo la cabeza?

— Por supuesto. Me hace apreciar la felicidad de sentirse vivo.

— ¿Habéis olvidado que la muerte de Richelieu os permitiría matar a Laffemas y liberar así a una persona por lo menos tan deliciosa como vuestra duquesa?

— ¿Por qué creéis, si no, que escucho a esos señores y les recibo en mi casa? Les deseo el mejor de los éxitos, pero sin mí. Y con la condición de que no toquen al rey. De lo cual aún no estoy seguro.

— No se atreverían…

— ¿A matarlo? No, pero a adelantar el instante de la muerte de un hombre tan enfermo, tal vez sí. Estoy seguro de que De Thou no piensa así, pero Fontrailles… Id a dormir, amiga mía, y estad segura de que no daré un paso más en este asunto. Os doy mi palabra.

Mientras subía a su habitación, Marie pensó que ya era demasiado que aquella reunión «preparatoria» se hubiera celebrado en Vendôme. Antes de acostarse, se acercó a la ventana, azotada por una lluvia rabiosa y fría. Vio llover y se dijo que aquel tiempo era espantoso para viajar. Sin embargo, sabía que, apenas de vuelta en La Flotte, apresuraría su marcha a Créteil, incluso aunque hubiese de helarse durante unos días en una casa mal preparada para recibirlas a ella y a su abuela. No era que la idea de ver morir al cardenal le inspirara un dolor atroz, lo detestaba demasiado para eso, pero, como a Beaufort, le disgustaba la intervención de España y, más aún, le horrorizaba la idea de que el joven Cinq-Mars, cubierto de honores gracias al cardenal y colmado de regalos por un rey demasiado débil, no pensaba sino en morder o incluso mutilar la mano que lo alimentaba.