Beaufort sabía que, en efecto, lo habría hecho. Aquel normando rubio, que entró a su servicio como escudero en el momento de su primera campaña militar y que se le parecía un poco en la estatura y el color del cabello, poseía las cualidades de su tierra nataclass="underline" obstinación en la fidelidad y fidelidad en la obstinación, además de un arte consumado para no decir ni sí ni no, así como una auténtica pasión por los caballos. Por lo demás era un compañero siempre alegre, mujeriego y dotado de un magnífico apetito, pero se entendía bastante mal con el otro escudero de Beaufort, Jacques de Brillet, un bretón tranquilo y frío cuyas costumbres recordaban las de un fraile. Brillet desconfiaba de las mujeres, no bebía, comía lo estrictamente necesario, rezaba mucho, conocía la Biblia como un protestante y no perdía ocasión de citar los Evangelios. Pero todo eso no le impedía tener tan mal carácter como su colega. De hecho, los dos jóvenes, de veintitrés y veinticuatro años, únicamente estaban de acuerdo en un punto: su devoción absoluta y enteramente desprovista de envidias por el joven duque.
— Richelieu no me ha mandado a la Bastilla, pero poco ha faltado. ¡Sólo me ha dejado libre a cambio de mi palabra de no atentar contra la vida de Laffemas hasta que él mismo haya dejado este mundo! Me siento un poco avergonzado de mí mismo…
— ¡No hay por qué! Yo habría hecho lo mismo. Dicen que la venganza es un plato que sabe mejor si se comefrío…
— Brillet te diría que la venganza pertenece al Señor.
— Lo diría, sí, pero no lo creería. Vuestro encarcelamiento no habría beneficiado a nadie y habría indignado a demasiada gente.
— No es suficiente motivo. No sé si algún día llegaré a faltar a mi juramento. ¿Lo has visto hace un instante? ¡Basta con ver el aspecto de ese miserable para volverme loco!
— Calmaos, mi príncipe, y escuchadme un momento: ¿habéis jurado a Richelieu no matar a su teniente civil?
— Acabo de decírtelo.
— Pero ¿no habéis jurado a nadie no matar a Richelieu? -Ganseville dejó caer su insinuación con una sonrisa tan bonachona que Beaufort no le entendió al principio.
— ¿Qué has dicho?
— Me habéis oído muy bien. ¡Y no me digáis que os escandalizo! No haréis más que aumentar el número de los que sueñan cada noche con librar al rey de su ministro. ¡Preguntádselo al duque César, vuestro padre!
De pronto, François soltó una sonora carcajada que le liberó de su angustia. Después de dar un golpecito en el hombro de su escudero, montó el caballo.
— ¡Magnífica idea! ¡Debería habérseme ocurrido antes! Ah, casi lo olvidaba: se ha reconocido la inocencia del caballero de Raguenel en las muertes de que se le acusaba. Debe de estar de vuelta en su casa.
— ¿Vamos allí?
El rostro de François se ensombreció de nuevo.
— ¡No! Todavía no. Necesito reflexionar un poco… ¡y también debo confesarme!
Ganseville estuvo a punto de contestar con una broma, pero intuyó que sería mal recibida. Siempre era así cuando el rostro de su amo mostraba cierta gravedad próxima a la severidad. Sin ser tan piadoso como Brillet, François nunca transigía con sus deberes de cristiano y su fe era profunda, por más que en su vida cotidiana mostrara cierta propensión a maltratar algunos de los diez mandamientos.
— En tal caso, ¿vamos primero al hôtel de Vendôme y luego a los Capuchinos?
— No, vamos primero a Saint-Lazare. Quiero hablar con Monsieur Vincent.
Inquieto, Ganseville se apresuró a preguntar:
— ¿Es a causa de… lo que acabo de proponer? La idea no ha salido de vos, monseñor. No tenéis nada de lo que acusaros.
François le dirigió una mirada cansada.
— ¿De qué hablas? ¡Ah, de la muerte del…! Aún no he pensado en ello, y no estoy seguro de desearlo de verdad. No; tengo otros pecados. Por ejemplo, últimamente he mentido mucho. Y eso no me gusta…
Situada en las afueras de la ciudad, en el faubourg Saint-Denis, la casa de Saint-Lazare era sin duda la que poseía, en comparación con sus semejantes, el mayor terreno religioso bajo el cielo de París. Era también, por su composición, la más extraña: a un tiempo hospital, leprosería -desde su fundación-, lugar de retiro, seminario y establecimiento disciplinario, porque algunos padres quejosos encerraban allí a sus hijos excesivamente turbulentos. Además, separada de la calle por un pequeño jardín, se encontraba allí una mansión real en la que los reyes únicamente se detenían en dos ocasiones en su vida: la primera, para la «feliz entrada» en su capital, y la segunda cuando sus restos mortales se dirigían al panteón real de Saint-Denis.
Aquel amplio conjunto estaba gobernado por un hombre próximo a la sesentena, pero robusto aún. En su rostro redondeado, un poco alargado por la perilla puesta a la moda por Enrique IV, se afirmaban una nariz poderosa, ojos pequeños y vivos algo hundidos en las profundas arcadas superciliares, y una boca grande en todo momento curvada en una sonrisa maliciosa. Se llamaba Vincent de Paul y había nacido en una aldea pobre de las Landas como un sencillo campesino; nunca había querido abandonar la apariencia de sus orígenes salvo por una sotana, siempre la misma, raída por el paso del tiempo; pero era el regalo más bello que la región del Sudoeste había hecho a la Francia del buen rey Enrique. Su aspecto era rústico, pero tenía un alma luminosa habitada por un auténtico amor a Dios y los hombres.
También su camino en la vida había sido sorprendente. Se ordenó sacerdote muy pronto, lo que le permitió seguir los estudios a pesar de la penuria familiar, y la cultura adquirida a fuerza de trabajo le valió ser escogido como preceptor de los hijos de Philibert de Gondi, duque de Retz, general de las galeras, de las que fue nombrado capellán. El capellán, por otra parte, más extraño que nunca haya existido: un hombre que, al ver desvanecerse a un galeote bajo los azotes de un cómitre, exigió que se encadenase a éste en su lugar. Sin embargo, rechazaba los honores y un buen día abandonó a la ilustre familia de la que era confesor y partió con su hatillo para convertirse en cura de Châtillon, un pueblecito perdido en la región pantanosa de Dombe, azotado permanentemente por las fiebres, la miseria y la indiferencia de los aldeanos. Y allí, en seis meses, lo había cambiado todo, atrayéndose incluso la amistad de los protestantes. Sin embargo, los Gondi no le olvidaban: al morir la duquesa, su esposo entró en el Oratorio y legó a «Monsieur Vincent» -todo el país iba a darle ese nombre, como una consagración- el oro suficiente para fundar su congregación de los Sacerdotes de la Misión. Una misión no dirigida aún hacia tierras lejanas, sino hacia los pueblos y aldeas marcados por las lacras de la miseria -empezando por los que rodeaban París-, donde la simple supervivencia era una cuestión ardua y Dios parecía muy leja-no. Sin duda los hombres de Monsieur Vincent difundían la palabra divina, pero sobre todo se esforzaban por aliviar los sufrimientos más patentes y, de ser necesario, por ayudar en los trabajos del campo.
Era a este asombroso personaje, que conocía desde hacía mucho tiempo y al que la casa de Vendôme reverenciaba, a quien François deseaba confiar los tormentos de su espíritu y su conciencia.
Lo encontró en la farmacia, con las mangas recogidas sobre sus brazos musculosos y ocupado en triturar hojas de col sobre un ladrillo. Por desgracia no estaba solo, y el joven que le hacía compañía era el último que François hubiese querido encontrar allí. Fue él, por lo demás, quien recibió al recién llegado gritando a voz en cuello:
— ¡Mirad quién está aquí, Monsieur Vincent! ¡El astro de las bellas parisinas, eclipsado desde hacía semanas! ¿Dónde os habíais metido, querido duque?