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A pesar de todo, tuvo una sonrisa para Jeannette, que acudió a ayudarla a desvestirse:

— Muy pronto volveremos a ver París, Jeannette.

— ¿Han vuelto a llamar a Mademoiselle?

— Sí y no. Yo estaré en las afueras de la ciudad, pero a ti nadie te impedirá darte una vuelta por la Rue des Tournelles. O incluso volver a visitar el hôtel de Vendôme. En este momento, deben de necesitar mucho a los servidores fieles…

La alegría que iluminó de súbito el rostro, antes tan triste, de la joven camarera, vino a compensar los sombríos pensamientos que asaltaban a Marie, y le permitió conciliar el sueño.

7. Un frasquito de veneno

Tras descubrir que Sylvie se encontraba en el convento de la Rue Saint-Antoine, Laffemas vivía en un estado de excitación que casi le llevaba a olvidar la amenaza constante de que era objeto. Que la muchacha estuviese tan cerca y en cambio resultase inaccesible estimulaba un deseo que le mantenía despierto durante largas horas por las noches. Como no podía hacerlo en persona -su cargo se lo prohibía-, hacía vigilar la Visitation día y noche con el nebuloso pretexto de que una conspiradora de alto linaje acababa de refugiarse allí con su acompañante. Incluso dio a entender que se trataba de la duquesa de Chevreuse. Sus esbirros tenían orden de seguir a una u otra de las dos mujeres, en el caso de que salieran del convento. Como sabía que no había la menor oportunidad de que la «Chevrette», la cabrita, bien conocida por la policía e instalada en Madrid, apareciera por la Rue Saint-Antoine, se había esforzado por hacer de su pretendida acompañante un retrato que reproducía con una exactitud maníaca el rostro y la silueta de Sylvie. Naturalmente, Nicolas Hardy, que conocía la verdad, era quien se encargaba más a menudo de la vigilancia, lo cual no le entusiasmaba: no sentía la menor simpatía por la muchacha que le habían enviado a buscar al fin del mundo para volver de allí tullido. No había la menor oportunidad de que se le escapara, pero, como distaba mucho de ser estúpido y quería inclinar del todo la balanza a su favor, se había asegurado la colaboración de dos pilletes que iban en ocasiones a vender velas al convento. Por ellos supo que una señorita de Valaines acababa de ser admitida entre las novicias, información que llevó al colmo la exasperación de su patrón: siempre cabía alguna esperanza de hacer salir a una Sylvie refugiada, pero si estaba protegida por el velo de una futura religiosa se convertía en intocable.

Al pasar las semanas sin que nada se moviera detrás del portal con postigo enrejado, el miserable cayó en una especie de desesperación. Ni siquiera contaba con el recurso de verla al otro lado de la reja del locutorio, porque el acceso a las casas religiosas le estaba vedado, salvo en la de Vincent de Paul, que habría acogido al mismo diablo a poco que diese muestras del menor arrepentimiento; pero Madame de Maupeou no tenía las mismas razones evangélicas que aquel hombrecillo empapado de santidad y amor por sus semejantes. Además, existía entre su familia y la de Laffemas un viejo rencor que databa de las guerras de Religión, y que las actividades del verdugo de Richelieu no habían contribuido a apaciguar. Sin embargo, éste no podía aceptar la idea de haber perdido para siempre a la hija de Chiara. Estaba dispuesto a adoptar cualquier forma de esperanza, por infame que fuese.

Fue entonces cuando recibió la visita de Mademoiselle de Chémerault.

Sus relaciones con el cardenal habían llevado a la doncella de honor de la reina y al teniente civil a encontrarse en ocasiones. Los dos obtenían de esos encuentros cierta satisfacción, que por supuesto nada tenía que ver con ninguna clase de contacto físico; pero la Bella Bribona, como la llamaban, muy bonita, muy coqueta, muy aficionada a gastar y sin demasiadas posibilidades de hacerlo, agradecía los pequeños suplementos de numerario que recibía de Laffemas a cambio de informaciones que no interesaban a Richelieu. Celosa de su reputación, ella nunca ponía los pies en el Grand Châtelet; prefería con mucho la tranquilidad de la Rue de Saint-Julien-le-Pauvre, y la oscuridad a la luz del día. Ello no era obstáculo, empero, para que entre ambos se hubiese desarrollado una especie de amistad.

Cuando retiró el grueso capuchón de seda que cubría su cabeza y dejó caer el antifaz de raso con que cuitaba el rostro, se instaló frente a su huésped y aceptó la copa de vino de España que le ofreció él para hacerla entrar en calor.

— Me han llegado más noticias de esa pájara de l’Isle que todos creen muerta -declaró a modo de preámbulo, con un suspiro de satisfacción.

— ¡Oh! Cada vez hay menos personas que siguen en el error con respecto a ella.

— El caso es que acaba de resucitar, muy discretamente, en el mismo París y bajo las augustas bóvedas del convento de la Visitation Sainte-Marie. Ha ingresado allí con el nombre de Mademoiselle de Valaines para tomar el hábito de novicia…

Laffemas se cuidó mucho de decir que ya lo sabía, en virtud del principio de que nunca se debe desanimar a las malas voluntades. Simuló estar asombrado.

— ¡Pero qué hábil sois! Y tan joven, es extraordinario. ¿Cómo lo habéis descubierto?

— Vos tenéis vuestros secretos, y yo los míos. Dejad que los guarde… No, si he venido a informaros es porque, tanto en el mundo como en religión, la dulce Sylvie, la preciosa «gatita» de la reina, me resulta insoportable. Es una insolente, una intrigante que me quitó en mis narices el puesto que yo tenía buenas razones de esperar en las confidencias de Su Majestad. Además, incluso llegó a seducir al cardenal. Cuando fui a llevarle la carta de Gondi que conocéis porque hice copia de ella, me dio la orden de olvidarla. ¡No se lo perdonaré nunca!

Con los ojos semicerrados, Laffemas escuchaba extasiado cómo reventaba el absceso de odio que aquella bonita muchacha llevaba en su interior. Presintió que en nombre de aquel odio podría pedirle que hiciera cualquier cosa.

— ¿Eso es todo?

— ¡Eso debería bastaros! Sin embargo, no, no es todo. No sé si habéis conocido al joven marqués d'Autancourt.

— Que se ha convertido en duque de Fontsomme a la muerte de su padre.

— Exactamente. Yo había puesto los ojos en él, pero bastó que esa pécora apareciera para que dejara incluso de mirarme…

— Pero dado que ella pasa por muerta, volvéis a tener oportunidades.

— No, porque él no cree, no ha creído nunca en su muerte. Dice que si tal fuera el caso, él lo habría sentido en su corazón.

— ¡Qué bello es un amor así! Pero no alcanzo a captar lo que deseáis de mí. En el convento de la Visitation, Mademoiselle de l'Isle, o de Valaines, o cualquiera que sea el nombre con que se oculte, es intocable…

— No si estuviese convicta de un crimen de lesa majestad o poco menos.

El teniente civil se encogió de hombros.

— Nunca ha hecho nada reprochable. ¿A quién haríais creer una cosa así? Incluso yo veo difícil seguiros en ese terreno…